La corrupción se ha convertido en una pandemia que todo lo infecta, a la que nadie y nada escapa. La corrupción entendida, no sólo ni principalmente, como la utilización abusiva e inicua de las posiciones de poder en provecho de quien las detenta, sino como la falsificación de todos los valores, la perversión sistemática, la impostura permanente en el planteamiento de medios y objetivos.
Personas, organizaciones, la economía, los lenguajes, el deporte, la política, las empresas, la justicia, las ideologías, el Estado, la comunicación; todo estragado, pervertido.
Es decir, la adulteración de las conciencias, la corrupción del espíritu, que transforman cualquier propósito en barbarie. Por eso, hoy, la generalización y persistencia de las prácticas corruptas no sólo han trivializado su uso, sino que lo han connaturalizado, inscribiéndolo, con todos los honores, en el patrimonio de los comportamientos legítimos y necesarios de nuestra contemporaneidad.
Esto es lo que explica lo más perturbador del universo actual de la corrupción: su celebración no sólo por sus protagonistas y beneficiarios, sino también por quienes la sufren, por sus víctimas.
Pues lo más significativo de la larga lista de personalidades políticas francesas de la derecha -François Lyotard, Jean Tiberi, Alain Carignon, Robert Pandraud, Michel Noir, Michel Mouillet, Alain Juppé y tantos otros-, con su homóloga relación de líderes de la izquierda tan notables como Roland Dumas, Robert Hue, Dominique Strauss-Kahn, etcétera, todos procesados y muchos condenados, a pesar de los escapismos de la inmunidad parlamentaria y gubernamental y de la opacidad de los fondos públicos de que se han servido, es la incorporación de estas "hazañas" a sus carreras políticas como bazas positivas, de la que dan cuenta en muy diversos casos las triunfales elecciones postcondena de sus protagonistas.
El ejemplo paradigmático es el de Henri Emmanuelli, líder entonces y todavía hoy del ala izquierda del Partido Socialista, que en las primeras elecciones a las que se presentó después de haber cumplido su condena obtuvo muchos más votos que en las que precedieron a su procesamiento.
Lo más lamentable, lo más repugnante de esta situación, es la tolerancia, cuando no la complicidad, del sistema democrático en su conjunto, es decir, de sus actores políticos, de sus Estados y de sus Gobiernos, en una acumulación de falsedades y engaños que sin ellos no podría existir.
Porque más allá de la general codicia humana y de las fechorías de las que es habitualmente causa, la criminalidad económica de guante blanco no hubiera podido alcanzar estas elevadísimas cotas de eficacia y de éxito sin la contribución determinante de una arquitectura financiera que ha elaborado unos dispositivos técnicos, tan sólidos como sutiles, y cuya legalidad, es decir, cuya protección jurídica, procede de quien puede otorgarla, es decir, de los Estados. Lo que los hace muy difícilmente impugnables.
Se ha dicho, y hay que repetirlo, que sin la unánime incitación bancaria al crédito y sin el reducido costo del dinero impulsado por los bancos centrales, es decir, por los Estados, no se hubiera producido la hecatombe actual; pero tampoco hay que olvidar el trabajo anterior de socavamiento, la tarea de zapa del sistema que representaba la oferta de los malignos malabarismos financieros que han encarnado los fondos, en particular, los fondos basura -los hedge funds- y todos los otros mecanismos de falsificación que han florecido, en las últimas décadas, en el mundo de las finanzas. Cuyos frutos, presididos por el secreto, instrumento principal de la esquiva, es decir, del chanchullo bancario, encuentran en los paraísos fiscales su tierra prometida.
La macroestafa de Madoff ha sido la última y ejemplar ilustración de cuanto sabíamos y veníamos soportando. La credulidad, producto de una incontrolable codicia, de una insaciable avidez de enriquecimiento, cada vez más próximo al latrocinio, a las que han sucumbido tanto los grandes como los pequeños, y que, después de haber arruinado a tantas empresas y familias, se ha visto arropado por una mansa reacción de los poderes de control, que ni siquiera han llevado a la cárcel a los causantes del estropicio.
Claro que para evitarla han contado con excelentes abogados y con magistrados comprensivos, lo que se ha traducido en que, tras una confortable cuarentena doméstica, han podido volver a sus negocios, como sucedió con el bochornoso caso de Michael Milken. Condenado a 10 años de cárcel, que se redujeron a apenas 20 meses de cómodo confinamiento privado, continuó triunfalmente su actividad financiera a través de su sociedad Drexel Burnham Lambert.
Pero hay más. La Milken Family Foundation, creada por él con el dinero cosechado gracias al timo y a las trampas, ha multiplicado las acciones de solidaridad y se ha granjeado el reconocimiento y los aplausos de todos.
Probablemente, antes de no mucho, sucederá lo mismo con Bernard L. Madoff y su gente, cuyo propósito de volver al mundo financiero y de completar dicha actividad con otras dedicadas a la defensa del planeta y a la lucha contra el hambre comienza a aflorar.
Pero aún no estamos ahí y seguimos en la impotencia judicial y en la penosa comedia de la búsqueda de la localización de unos fondos que, gracias a la valentía personal y a la competencia profesional de Denis Robert, todos sabemos dónde están y bajo qué cobertura. Se trata de la cuenta número 646, abierta por Bernard Madoff el 2 de noviembre de 1999 en la sociedad financiera Clearstream de Luxemburgo, una de las más importantes cajas de compensación del mundo y quizás el más eficaz dispositivo de coordinación de los 10 paraísos fiscales del ámbito político europeo.
Ésa es el arma del crimen, ése es el lugar de la abominación financiera, pues nadie ignora que los paraísos fiscales son el instrumento principal de la economía criminal, que Bernard Madoff, el rey de la trampa, maneja con destreza e impunidad. La primera la pone él; la segunda, los Estados.
Economía criminal que va desde la evasión fiscal y el blanqueo de dinero hasta el mercadeo de seres humanos, pasando por el botín procedente de las extorsiones mafiosas, el tráfico de drogas y de armas, la producción y comercialización de moneda falsa, el robo, estafas y contrabandos de todo tipo, que constituyen los componentes de un volumen conjunto que supera ya el 40% de la economía legal mundial. Volumen que sin los paraísos fiscales no encontraría tan extraordinario acomodo para su conservación, ni tantas facilidades para su producción y multiplicación.
Pero, volviendo a Clearstream, se afirma que tuvo mucho que ver con la apropiación indebida de fondos del FMI destinados a Rusia a través de la Sociedad Menatep, apropiación que, al parecer, se operó desde y en Clearstream.
Sin olvidar que, según Jean-François Couvrat, portavoz de Attac-France, las ramificaciones del holding de la familia de Bin Laden llegan y se cruzan en Luxemburgo con las operaciones criminales del Banco de Comercio y Crédito Internacional (BCCI), tan ligado a los intereses de los Saud y de éstos a los dos presidentes Bush de los Estados Unidos, como confirma Craig Unger, director del The New York Observer, en su libro Los Bush y los Saud.
Denis Robert señala al financiero Nadhmi Auchi, el banquero de Sadam Husein, que realizó la discutida compra de Ertoil a la pareja Piqué-De la Rosa, como el centro neurálgico de estas siniestras maniobras, que encontraron en el paraíso fiscal luxemburgués la hospitalidad que necesitaban.
Por cierto, ¿hasta cuándo va a bendecir Claude Juncker, presidente del Eurogrupo, que su país, en el que tanto manda, siga especializado en esos turbios menesteres? Entre nosotros, sólo Rafael Cid, en Diagonal, ha comenzado a explorar tan tenebroso pozo.
Esperemos que cunda el ejemplo y que, frente al falso deslumbramiento de la instantaneidad de lo numérico, frente a la infantil satisfacción de la reiteración de lo icónico, frente a la huida en el enclaustramiento de lo virtual, la irrenunciable obstinación en el acercamiento a la realidad, propia del periodismo de investigación, vuelva por sus fueros y pueda ilustrarnos sobre estas negras tramas del capitalismo criminal que todo lo contaminan.
* José Vidal-Beneyto es director del Colegio Miguel Servet de París y presidente de la Fundación Amela.
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