El 2 de julio de 1937, tal día como hoy hace ochenta años, un notable
grupo de intelectuales entre los que figuraban André Malraux, Tristan
Tzara, Pablo Neruda, Octavio Paz, Stephen Spender, Vicente Huidobro o
Julien Benda cruzó la frontera en Port-Bou e hizo parada y fonda en el
Hotel Majestic de Barcelona. Se dirigían a Valencia, donde les
aguardaban Alberti, Machado, Rosa Chacel, Corpus Barga o Bergamín para
celebrar la inauguración del Segundo Congreso Internacional de
Escritores por la Defensa de la Cultura.
Aquel mítico encuentro, presentado como una especie de cumbre mundial
de la inteligencia creadora contra el fascismo y por la libertad de
España, comenzaría en la que era capital provisional de la República,
con sesiones posteriores en la Madrid asediada y resistente y, de nuevo,
en Barcelona. Albergó grandes debates en torno al compromiso de los
intelectuales; aunque sobre ellos planeara la sombra del estalinismo,
tras la exclusión de André Gide por sus críticas a la Unión Soviética.
Pero también sirvió de palestra para que los representantes catalanes,
con Pompeu Fabra a la cabeza, reivindicaran la identidad nacional de su
cultura y Alberti y María Teresa León despotricaran contra ellos.
La Heroica de Beethoven, dirigida
en el Liceo por Pau Casals en presencia de Companys, aplacaría las
tensiones, elevando los espíritus en sintonía con la nobleza de su
causa. Es en ese contexto de exaltación de las libertades en el que
encontramos el rastro impreso de un oscuro enigma.
Siendo el reciente asesinato de Lorca uno de los resortes inmediatos
de aquella movilización de plumas insignes, no es de extrañar que el
primer acto al que asistieran en Valencia fuera una representación de Mariana Pineda.
Todos se fijaron en el treintañero de frente despejada y pómulos
saltones sobre el alargado y tenue bigote que interpretaba el papel de
Pedro de Sotomayor, amante liberal de la heroína. Era el mismo Luis
Cernuda cuya firma aparecía en el último ejemplar de la revista Hora de España -muy implicada en la organización del encuentro- al pie de su maravillosa Elegía a un poeta muerto. Todos los asistentes al Congreso capaces de leer en castellano paladearon el poema con ávida emoción.
Los cristales rotos de sus versos, quebrados por la pérdida del
amigo, brotaban desde el inicio con tanta intencionalidad como sutileza:
"Así como en la roca nunca vemos
la clara flor abrirse,
entre un pueblo hosco y duro
no brilla hermosamente
el fresco y alto ornato de la vida;
por esto te mataron, porque eras
verdor en nuestra tierra árida
y azul en nuestro oscuro aire".
La intensidad lírica iba creciendo, a la par que la belleza del homenaje, hasta el subyugador final de la quinta estrofa:
"La muerte se diría
más viva que la vida
porque tú estás con ella,
pasado el arco de su vasto imperio,
poblándola de pájaros y hojas
con tu gracia y tu juventud incomparables".
Pero, de repente, una raya de puntos suspensivos cortaba la lectura,
separando estos versos del resto del poema. Una misteriosa nota,
incluida en la página 36 de aquel número VI de Hora de España,
parecía aludir a ello, desatando la curiosidad de los lectores: "Por
desearlo así el autor, la versión aquí publicada del anterior poema es
incompleta. Si algún día se reunieran en volumen las Elegías españolas, entre las cuales figura, allí se restablecería el texto original".
¿Qué podía impulsar a un poeta obsesionado por la perfección a
mutilar una composición que iban a leer algunos de sus colegas más
afamados? El misterio está hoy resuelto, pues conocemos la estrofa
deliberadamente oculta por esos puntos suspensivos:
"Aquí la primavera luce ahora.
Mira los radiantes mancebos
que vivo tanto amaste
efímeros pasar junto al fulgor del mar.
Desnudos cuerpos bellos que se llevan
tras de sí los deseos
con su exquisita forma, y sólo encierran
amargo zumo, que no alberga su espíritu
un destello de amor ni de alto pensamiento".
Que Cernuda prefiriera hurtar a los lectores esa referencia explícita
tanto a la homosexualidad que compartía con Lorca como a la frustración
-"amargo zumo"- de sus relaciones ocasionales, indica que, incluso
entre los círculos más vanguardistas de la época, se trataba de un tabú.
Autores como Gibson o Villena han estudiado las dichas y desdichas de
Federico con los hombres a los que amó pero lo relevante es la cultura
de la represión de la identidad sexual que si ya formaba parte de la
España republicana, alcanzaría su apogeo durante el franquismo.
Nunca sabremos en qué medida se habría desencadenado una persecución
similar de los homosexuales -como de hecho ya sucedía en la Unión
Soviética y sucedería luego en Cuba- si hubieran triunfado las ideas de
algunos de los asistentes a aquel Congreso Internacional de Escritores.
Pero sí sabemos que sus más negros augurios sobre lo que ocurriría en
España, caso de imponerse los sublevados, se cumplieron en materia de
moral pública.
Arturo Arnalte, integrante del equipo de La Aventura de la Historia durante el breve tiempo que tuve el honor de presidir la revista, levantó acta con su libro Redada de violetas de
la cruel aplicación a los "desviados" y "pervertidos" de leyes como la
de Vagos y Maleantes o la de Peligrosidad Social. Lo peor en todo caso
fue la atmósfera de rijosa intolerancia en la que confluyeron machismo,
autoritarismo y religiosidad. Aquella España homófoba del "maricón el
que no bote" que hacía risitas con películas como No desearás al vecino del quinto y trataba al diferente a la vez como pecador y como enfermo.
Fueron tantas y tantas las tragedias personales, fruto de aquella
moral inquisitorial y reaccionaria que transformaba la expresión de una
pulsión natural en pecado nefando, expulsaba del espacio público toda
afectividad heterodoxa y obligaba a gais y lesbianas a refugiarse en
lóbregos circuitos clandestinos, que es de justicia celebrar y festejar
anualmente el final de la pesadilla. Cualquier reparo -y caben muchos-
que pueda ponerse al espíritu, al formato o al negocio que implican los
macro eventos del Orgullo Gay queda en segundo plano ante el contraste
reivindicativo con ese sórdido pasado.
¡Y este año, albricias, Madrid convertida en capital mundial de la
tolerancia! Pues adelante con las carreras de tacones, las carrozas, los
festivos desfiles de drag queens, dóminas y esclavas, efebos y
forzudos, tragasables, payasos y payasas y cuanto de lúdico se tercie en
el gran circo de los roles sexuales.
Es verdad que no se trata de una conquista ni de esta semana ni de
este año. El fortalecimiento de los derechos civiles de quienes se
agrupan bajo las siglas LGTBI, contemplado en la ley que se tramita en
el Congreso con la sola reticencia del PP, supondrá el final de una
larga marcha que ha durado tanto como la propia transición y que ha ido
en paralelo a la lucha por la igualdad legal de la mujer. Estremece
pensar que los derechos humanos consagrados hace dos siglos y medio por
las revoluciones americana y francesa hayan estado circunscritos durante
tanto tiempo a los varones heterosexuales de raza blanca; y que a la
salida de un régimen dictatorial como el nuestro, una mujer no pudiera
ni siquiera abrir una cuenta corriente.
Los 40 años de democracia han estado jalonados por hitos como la ley
del divorcio, la regulación legal del aborto, las leyes de igualdad y
violencia de género y, por supuesto, la ley del matrimonio homosexual.
Todos los gobiernos, empezando por los de la UCD de Paco Ordóñez y
Joaquín Garrigues, empeñados en construir "el partido de las
libertades", contribuyeron en una u otra medida a ello, con Zapatero
como protagonista del gran impulso final, después de que Aznar
arrastrara los pies cuando Zaplana sacó adelante la primera ley
autonómica de parejas de hecho y Gallardón le secundó.
En todos estos casos se ha ido cumpliendo la regla de Adolfo Suárez,
de forma que la ley hacía normal lo que en la calle ya era normal. La
propia polémica sobre la denominación del matrimonio homosexual ha
quedado diluida en su plena aceptación social. A mí me parecía más
preciso hablar de "unión conyugal". A Zapatero también le gustaba
esa fórmula de consenso; pero un día me explicó cuál era el problema:
"Zerolo no quiere".
Para el concejal y activista fallecido lo esencial era conquistar la
plena igualdad, no sólo en el ámbito de la legalidad sino en el de los
ritos sociales. Zapatero le hizo caso y el tiempo parece haberles dado
la razón: ahí está la ley alemana como última clonación de la española.
La España blanca del "A quién le importa lo que yo haga, a quién le
importa lo que yo diga" ha ganado la batalla sobre la España negra, en
la que todavía se asociaba, en los años 80, la epidemia del Sida con el
castigo divino a la sodomía. Y no eran sólo la derecha más reaccionaria o
el sector integrista de la jerarquía católica quienes mantenían el
estandarte de la inquisición sobre la sexualidad en pie. Estamos ya en
los 90 cuando el ministro del Interior José Luis Corcuera se jacta, puro
en ristre en una plaza de toros, de saber que un conocido periodista
"pierde aceite" o cuando Rodríguez Ibarra invoca "la ley de Mahoma", que
equipara "al que da" con "el que toma", para tratar de amplificar el
infame montaje de algunos de sus correligionarios contra mí.
La aventura colectiva que comenzó aquella "noche de los votos lentos"
de hace 40 años, justo cuando se cumplían 40 más del apogeo de la
solidaridad con la República malherida, no ha proporcionado a España ni
una democracia de calidad, ni una solución territorial estable, ni un
sistema socialmente justo, ni una economía competitiva. Pero sí le ha
proporcionado un marco legal que ha hecho posible, con su propia
duración, un paulatino pero inexorable cambio social, hasta convertirnos
en uno de los lugares de la tierra en que las personas pueden sentirse
más libres y protegidas en su dignidad como seres humanos. Ni más ni
menos. En ese sentido se ha cumplido la profecía de Alfonso Guerra y a
España "no la conoce ya ni la madre que la parió". Afortunadamente.
Pues bien, es de justicia reconocer que el impulsor de lo que ha
terminado siendo un giro copernicano en nuestro trayecto histórico como
sociedad organizada, factor necesario aunque no suficiente para que el
proceso se pusiera en marcha, fue Juan Carlos I. Ningún elefante,
ninguna Corinna, ningún fondo hispano-saudí han cambiado esa verdad, por
muy maltrecho que dejaran al hoy emérito.
La tradición borbónica mediante la que los hijos tratan de enterrar
en vida y de mala manera a los padres se ha cumplido esta semana,
poniendo de relieve las contraindicaciones que, como advertí casi en
solitario, tenía la abdicación. Con toda su fría racionalidad al lado,
Felipe VI tendrá qué preguntarse cómo ha podido incurrir en el mayor
patinazo de sus tres años de reinado, al excluir a su padre de un
homenaje en el que le correspondía el foco principal. Pero nadie podrá
arrebatar a Juan Carlos I el orgullo de haber convertido un país al que
los más comprometidos acudían a denunciar la vulneración de la libertad,
en un país al que los más jubilosos acuden a celebrar sus conquistas
cotidianas.
(*) Periodista y editor de
El Español