Ahora mismo, propaganda aparte, las cosas están así. De
entrada, hay dos posibilidades obvias: que el referéndum tenga o no
tenga lugar. Si el Gobierno español, gracias a la Fiscalía y al TC,
consigue impedirlo, habrá que ver la reacción que se produce en la
calle, así como el alcance y la persistencia del movimiento de protesta.
En el caso de que las altas instituciones del Estado impongan una especie de pax romana, con cargos inhabilitados o encarcelados, como ya reclama Albert Rivera, es evidente que la cuestión, en lugar de resolverse, se habrá podrido irreversiblemente. En política, una herida podrida termina infectando todo. El sistema de 1978 quedará muy tocado. Aunque fuera muy clara, la victoria de Rajoy y del statu quo español sería inequívocamente pírrica, del mismo modo que la derrota del independentismo sería épica y permitiría un nuevo comienzo.
Ahora bien, en un contexto de sanciones e inhabilitaciones
impuestas por el Estado, no puede descartarse la posibilidad de que las
urnas aparezcan el día previsto y que, por lo tanto, se produzca una
votación. Será más o menos folklórica, por supuesto. Pero, dejando de
lado las cuestiones de procedimiento (juntas, locales de votación,
censo, mesas, seguridad, etcétera), el éxito o el fracaso de este
referéndum dependerá esencialmente de la participación.
Si es inferior a
la del 9-N, es evidente que la aventura de estos dos años será
percibida como estéril. Si después de apostarlo todo a una sola carta,
el independentismo no consigue llevar a las urnas más gente de la que ya
participó el año 2014, mostrará algo más que límites. Demostrará
impotencia. Ciertamente, el miedo habrá influido: las amenazas y los
requerimientos del Fiscal General, del TC y del Gobierno. Pero el miedo
es un ingrediente que hay que tener previsto antes de comenzar la
aventura. A la revolución va uno curado de espantos. Si la hipótesis del
fiasco se cumple, el independentismo quedará debilitado por haber
impuesto con exiguas fuerzas una estrategia de alto riesgo y de fortuna
incierta a una Catalunya más plural de lo que se quiere admitir.
Pero si el referéndum, en circunstancias de extrema
dificultad, lograra superar la participación del 9-N, el independentismo
obtendría una gran victoria. Una victoria que dejaría en fuera de juego
al PSC y a los que (está por ver qué harán los Comunes), sin sumarse al
inmovilismo de PP y Ciudadanos, han intentado oponerse al referéndum.
El analista electoral Jaime Miquel habla de “quebequización”, concepto
que implicaría la práctica catalanista del votante del no, el cual, a
pesar de querer mantenerse en España, desobedecería de facto a los
partidos que habrían combatido el referéndum.
¿La hipótesis del éxito de participación haría factible la
independencia? Sólo en el caso de que este éxito fuera estratosférico
(resultado que no se producirá). Ahora bien, una alta participación en
el referéndum precipitaría sin duda una crisis de régimen en España.
Siempre que Catalunya se mueve en serio, en España se produce un vuelco
histórico.
(*) Columnista y escritor catalán
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