Pablo Iglesias, guste o no (admito que a mí me satura) es el político
total. En el debate de la moción de censura no tuvo interlocutores de
su tamaño, salvo la segunda intervención de Rivera en el bronco ten con
ten que mantuvieron, y el bloque central protagonizado por Rajoy, pero
para aceptar esto último hay que hacer abstracción de que el presidente
del Ejecutivo es una anomalía democrática, pues hace tiempo que el peso
de la corrupción consentida y amparada por él a gran escala y, lo que es
peor, la instrumentación por su Gobierno de las instituciones del
Estado, singularmente las del estamento judicial, convierten su
supervivencia en una excepción en el entorno europeo, donde por menos de
la cuarta parte de lo que lleva encima estaría ya convenientemente
aliviado de cualquier tipo de responsabilidad pública.
El arte
parlamentario de Rajoy, muy hábilmente construido, consiste en fintar
todas las apelaciones en su contra, incluyendo las más directas,
oponiendo a ellas una supuesta hoja de servicios presentada como lo más
relevante del debate político frente a la trivialidad de la corrupción y
los manejos para taparla, aunque sea a costa de minar el Estado de
Derecho.
Una exhibición de cinismo sin freno con que intenta transmitir que el desorden democrático es un mal menor si se compensa con resultados de gestión, por mucho que éstos sean también discutibles a efectos de un alcance social sólido. El humor refranesco y la sorna gallega le ayudan a distanciarse de cualquier argumentación que sugiera profundidad, y proyecta a su clá una imagen simpática, casi de sabio despistado, como si estuviera de vuelta de las juveniles quimeras de sus oponentes podemitas.
Esta teatralización es muy útil para contentar a una parte gruesa de su electorado, que no atiende a complejidades y para la que Podemos o incluso antes el PSOE constituyen espantajos. Rajoy actúa fingiendo indiferencia, algo así como si ahuyentara moscas en el intento de hablar de lo principal, sus sonsonetes.
Una exhibición de cinismo sin freno con que intenta transmitir que el desorden democrático es un mal menor si se compensa con resultados de gestión, por mucho que éstos sean también discutibles a efectos de un alcance social sólido. El humor refranesco y la sorna gallega le ayudan a distanciarse de cualquier argumentación que sugiera profundidad, y proyecta a su clá una imagen simpática, casi de sabio despistado, como si estuviera de vuelta de las juveniles quimeras de sus oponentes podemitas.
Esta teatralización es muy útil para contentar a una parte gruesa de su electorado, que no atiende a complejidades y para la que Podemos o incluso antes el PSOE constituyen espantajos. Rajoy actúa fingiendo indiferencia, algo así como si ahuyentara moscas en el intento de hablar de lo principal, sus sonsonetes.
Para rematar,
el PP acude a Rafael Hernando, quien muy gustosamente se presta a hacer
el papel del animador de los chistes gruesos y sacia el forofismo
eliminando toda contención, de modo que si Rajoy ha dejado insatisfecho
al PP profundo, él está ahí para remediarlo, sin mayores consecuencias,
pues los portavoces convencionales barren después la caspa que ha dejado
con el guiño de que «Rafa es así». No es fácil dar con quien haga ese
tipo de trabajitos.
Pero el fenómeno realmente novedoso es
Iglesias, y esto aunque lo tengamos ya demasiado visto y esa
sobreexposición transmita en ocasiones un efecto cargante. Sin embargo,
véanlo: según el tramo o el interlocutor nos parece un activista
extraparlamentario o el más ortodoxo de los líderes institucionales.
Pasa de proclamas extremistas a enunciados sobre los que advierte que
pueden ser compartidos por todos. Lo acapara todo, está en todos los
planos y, lo más espectacular es que siendo uno de los protagonistas del
debate se presenta también como moderador. Dicta a cada portavoz lo que
espera oír de él antes de que hable, le anuncia lo que le conviene
decir y establece la frontera de lo correcto y lo incorrecto.
Al portavoz socialista, José Luis Ávalos, no sólo lo aleccionó antes de que se estrenara, sino después; incluso en la réplica llegó a matizar algunas de sus expresiones para mejorárselas, como el profesor que reinterpreta: «Usted lo que ha querido decir...». A Ávalos se lo comió con patatas a fuerza de proximidad y manoseo, y llegó a recomendarle que ´no retrocediera´, una vez que el socialista, que estuvo por momentos entre plasta, dubitativo y excesivamente coloquial, no terminaba de expresar literalmente lo que Iglesias había decidido que le convenía decir.
Y esto a pesar de que el conjunto de la exposición del socialista parecía. hasta en la descripoción de los epígrafes. un resumen sintético de lo que ya había emanado de los largos discursos de Montero e Iglesias, lo cual hacía todavía más paradójico el distanciamiento a la hora de votar mientras la tribuna se convertía en un sofá para interpretar la escena que se identifica con ese asiento.
La multiplicidad de registros de Iglesias frente a un discurso tan tallado como el de Ávalos, que más lo estropeaba cuanto más improvisaba a su margen, no dejaba lugar a dudas sobre quién parecía el líder de la fuerza mayoritaria entre ambas. El socialista tuvo que escuchar hasta complacido los piropos de Iglesias a causa de que aquél militara en el PCE (que no en el PSOE) durante el tardofranquismo. Se lo llevó a su terreno hasta el punto de que, en propia lógica, costaba entender que el PSOE no votara a favor de la moción de Podemos, y su portavoz tuvo que reconocer implícitamente que era así por la mima razón que había reprochado inicialmente a Iglesias: mero interés de partido.
Al portavoz socialista, José Luis Ávalos, no sólo lo aleccionó antes de que se estrenara, sino después; incluso en la réplica llegó a matizar algunas de sus expresiones para mejorárselas, como el profesor que reinterpreta: «Usted lo que ha querido decir...». A Ávalos se lo comió con patatas a fuerza de proximidad y manoseo, y llegó a recomendarle que ´no retrocediera´, una vez que el socialista, que estuvo por momentos entre plasta, dubitativo y excesivamente coloquial, no terminaba de expresar literalmente lo que Iglesias había decidido que le convenía decir.
Y esto a pesar de que el conjunto de la exposición del socialista parecía. hasta en la descripoción de los epígrafes. un resumen sintético de lo que ya había emanado de los largos discursos de Montero e Iglesias, lo cual hacía todavía más paradójico el distanciamiento a la hora de votar mientras la tribuna se convertía en un sofá para interpretar la escena que se identifica con ese asiento.
La multiplicidad de registros de Iglesias frente a un discurso tan tallado como el de Ávalos, que más lo estropeaba cuanto más improvisaba a su margen, no dejaba lugar a dudas sobre quién parecía el líder de la fuerza mayoritaria entre ambas. El socialista tuvo que escuchar hasta complacido los piropos de Iglesias a causa de que aquél militara en el PCE (que no en el PSOE) durante el tardofranquismo. Se lo llevó a su terreno hasta el punto de que, en propia lógica, costaba entender que el PSOE no votara a favor de la moción de Podemos, y su portavoz tuvo que reconocer implícitamente que era así por la mima razón que había reprochado inicialmente a Iglesias: mero interés de partido.
Iglesias
se maneja con extraordinaria ductilidad; permeabiliza los discursos
ajenos; atribuye a sus interlocutores intenciones o ideas que éstos no
han expresado, pero que les supone y éstos no atinan a rechazar como
propias, para demolerlos después convenientemente... Se hace enseguida
dueño del cuadrilátero, y aunque muestra una excesiva presunción de
superioridad intelectual hasta parece razonable que lo haga a la vista
de que se lo puede permitir ante ciertos oponentes. Vista la
adaptabilidad de Iglesias, uno intuye que sólo hay una manera de
noquearlo, y no es por acción: se trataría de esperar a que se pase de
listo.
(*) Columnista
http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2017/06/15/pablo-iglesias-politico-total/837582.html
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