Mala fama tienen los políticos. La gente
los reputa falsos, vividores, chaqueteros, chupones... en fin, lo que
nadie querría en casa. Ahora les ha caído encima otro estigma: ni
siquiera saben su oficio. Si lo que caracteriza la política es la
capacidad para llegar a acuerdos, resulta que los cuatro ineptos que el
lunes regalaron a la audiencia una muestra insólita de la vulgaridad más
roma, lo hicieron porque durante tres meses no consiguieron llegar a
acuerdo alguno.
Y
lo peor es que, por cuanto se vio en el debate del lunes, no están hoy
más cerca de conseguirlo que hace un mes. Incluso dieron la impresión
de que saben que, después del 26 de junio, tampoco conseguirán pactar y,
por tanto, a lo mejor es necesario ir a unas terceras elecciones. Los
pelos de punta ante la perspectiva de forma que, muy contundentes,
dijeron todos que no habría terceras elecciones. Pero ¿qué crédito
pueden tener? Ni ellos mismos se lo conceden. Así, para evitar que los
critiquen, incluso que los insulten, traen propuestas que juzgan
lógicas, incuestionables y que solo por accidente coinciden con sus
intereses.
El
Sobresueldos lleva meses pidiendo que se permita gobernar al partido
más votado y afirmando que es lo que ordena el sentido común. Por
supuesto, todos los sondeos señalan a su partido como el más votado.
Pero esto es irrelevante. Si no lo fuera, ¿alguien duda de que un hombre
de la entereza moral del Sobresueldos también pediría que gobernara el
más votado?
De
forma parecida, Jordi Sevilla, el gurú económico de Rodríguez Zapatero,
a quien debe de parecer que no terminó de hundir suficientemente España
en su mandato y pretende culminar la obra, introduce un
perfeccionamiento en el postulado del Sobresueldos: debe gobernar no la
lista más votada, sino la coalición que obtenga más apoyo parlamentario.
El caso es el mismo: Sevilla supone que esa coalición será la suya pero
su inmarcesible generosidad y sentido de la justicia lo llevaría a
formular igual deseo, aunque no beneficiara en particular a su partido.
En
realidad, no se sabe qué admirar más en ambas propuestas si la caradura
de quienes las hacen o su creencia de que las gentes somos idiotas, que
viene a ser lo mismo. La Constitución que estos dos frescales dicen
respetar en grado sumo ya prevé que gobierne la mayoría electoral y/o
parlamentaria. ¿En dónde, pues, está la novedad? Sencillo: en que,
cuando esa mayoría electoral y/o parlamentaria no alcanza a ser la
mayoría absoluta, los otros parlamentarios que sí la alcanzan, pueden
plantear una moción de censura y echar al gobierno. La novedad reside en
que los dos pájaros lo que están proponiendo es que los parlamentarios
se comprometan a no hacer uso de un derecho que la Constitución les
otorga. Algunos, incluso, creemos que no solo es un derecho, sino un
deber de la oposición el derribar al gobierno si puede. Eso es la
democracia.
Lo
que no es democracia es emascular la Constitución (que bastante
raquítica es) para ocultar que estos inútiles -pagados a cuerpo de
emperador con dineros públicos- volverán a ser incapaces de constituir
gobierno y lo que quieren es ocultarlo para no verse obligados a la
vergüenza de unas terceras elecciones.
Para ocultar que, además de unos ineptos, son unos tramposos.
Por fin aparece
Cataluña en un debate en la televisión entre las principales fuerzas
parlamentarias del Estado y lo hace para escenificar la fuerza y la
voluntad del “no” al derecho de los catalanes a la autodeterminación. El
nacionalismo español de derechas y el de izquierdas renovaron su
voluntad unitaria jacobina con el aplauso del catalanismo hispánico de
Rivera, encantado de encontrar tan favorable eco.
Hasta
Podemos clarificó el alcance de sus propuestas catalanas, que tanta
confusión han causado en el Principado en donde los votantes de En
Comú-Podem no tienen claro exactamente qué estarán votando. Ayer
pudieron verlo: estarán votando a favor de un referéndum que se hará en
toda España y que tampoco es evidente que se haga porque no será línea
roja en las negociaciones para la formación de un gobierno nacional
español. Es decir, no estarán votando nada.
Parece
llegado el momento de la confusión. Suele pasar en los trayectos
prolongados y difíciles. Luego del no de la CUP a los presupuestos de la
Generalitat y, sin duda, como remedio para no quedar encajada en el
papel de aguafiestas por una sola causa, la organización asamblearia ha
decidido ampliar y profundizar los motivos de la discrepancia y darle
mayor empaque. Además de seguir gobernando con presupuestos prorrogados y
por lo tanto desajustados a los objetivos perentorios que el gobierno
quiere alcanzar, es preciso acelerar la hoja de ruta para que no haya
desfallecimiento. ¿Cómo? Mostrando la clara e inequívoca voluntad de
avanzar hacia la independencia. ¿No se acusa a la CUP de no querer la
independencia en el fondo, razón por la cual se rechazaron los
presupuestos? Pues ahora ha de quedar patente quién es quién en la vía
independentista. Quién quiere la independencia y quién la finge.
¿La
fórmula? Que se organice un referéndum unilateral de independencia
(RUI) ya. Las autoridades se olvidan de planificar una declaración
unilateral de independencia (DUI) y se pronuncian por el RUI. El caballo
de batalla se llama ahora RUI. Siempre hay que tener un caballo cuando
se quiere ir a la batalla y este cumple la función de clarificar las
cosas y poner a cada cual en su sitio. La CUP no es el furgón de cola
del tren de la independencia, sino la locomotora.
Sobre
todo cumple la función de prolongar la práctica de la extorsión frente
al gobierno independentista de la Generalitat, a base de ponerlo en la
incertidumbre de tomar una decisión que lo enajene de una parte
importante de su apoyo social. La independencia es un objetivo del
conjunto de la sociedad catalana. Transversal se dice ahora. No
solamente de sus sectores más radicales o combativos que no por serlo
tienen necesariamente que ser los más sinceros. También lo es de
aquellos otros que tratan de conseguir los cambios políticos y sociales
no por la confrontación sino para la reforma y la transición paulatinas.
Un
RUI y un RUI inmediato tiene todos los elementos de una ruptura
repentina, algo que no se concilia con la fórmula reiteradamente
invocada de Puigdemont de ir “de la ley a la ley”. Un RUI implica un
salto en el vacío en el que, sin duda, podrá saberse quién está
dispuesto a todo para conseguir el objetivo de una vez y quienes
prefieren hacerlo paulatinamente. Es como un procedimiento de prueba de
limpieza de sangre patriótica. Pero estratégicamente no parece lo más
acertado. Al contrario, presenta tal cantidad de riesgos que bien puede
entenderse como una maniobra más de extorsión con la finalidad última de
que descarrile el proceso. El perfil de la buena conciencia se alza
frente a la lentitud de todo procedimiento pragmático.
Está
claro que un RUI lleva a la confrontación directa con el Estado en una
situación de ilegalidad que será muy difícil explicar en el exterior,
ante la comunidad internacional de la que, en muy buena medida depende
el proceso. Por el contrario, una DUI, siendo tan ilegal como el
referéndum tiene un ámbito judicial natural en el que puede sustanciarse
de inmediato, que es la Corte Internacional de la Haya. En lugar de una
confrontación directa en la calle en una escalada de acción/reacción
entre el Estado y Cataluña estaremos en un terreno en el que ambas
partes, teniendo sus derechos reconocidos, podrán aducir sus argumentos
ante un órgano imparcial.
No hay color.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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