MADRID.- El relato
más sobrio sobre las consecuencias de una pandemia, sin apenas
literatura, lo escribió Daniel Defoe a comienzos del siglo XVIII. En su Diario del año de la peste,
que firmó con las iniciales H.F., narra con una precisión de cirujano
cómo el contagio de la enfermedad fue conocido en Londres a través de la
correspondencia entre comerciantes. Eran tiempos, dice Defoe, "en los
que carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de
los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana,
como hoy se ve hacer". Nada nuevo bajo el sol. Defoe sabía de lo que
hablaba. De hecho, se le considera el pionero en la prensa económica a
través de sus artículos sobre el comercio.
En aquel tiempo solo se sabía que la peste se había mostrado muy
violenta en 1663, sobre todo en Amsterdam y Rotterdam, adonde habría
sido llevada, "según unos, de Italia", dice Defoe, "según otros, de
Levante, entre las mercancías transportadas por la flota turca; otros
decían que la habían traído de Candia [Creta], y otros que de Chipre.
Pero no importaba de dónde había venido; todo el mundo coincidía en que
estaba otra vez en Holanda", contó el autor de Robinson Crusoe hace casi trescientos años.
Hoy se sabe que el coronavirus —esta
página
ayuda a entender su expansión en tiempo real— ha venido también de
oriente. Concretamente, de la ciudad china de Wuhan, y, muy
probablemente, de su imponente
mercado mayorista de mariscos.
El
resultado es muy conocido, como lo han denominado algunos, China se
enfrenta a su Chernóbil particular. Tanto en lo económico, por su
impacto sobre el crecimiento del PIB, como en lo político, por la
pérdida de
credibilidad
de la administración en términos de transparencia. Pero también por las
graves consecuencias que tendrá el COVID-19 para medio mundo a través
del contagio de las cadenas de aprovisionamiento de las empresas.
Las
cadenas de suministro globales, como se sabe, son redes de producción
que ensamblan productos utilizando partes fabricadas de todo el mundo
(los llamados bienes intermedios). Hoy, nada menos que el 80% del
comercio mundial está impulsado por estas cadenas de aprovisionamiento
dirigidas, en su mayoría, por grandes corporaciones.
De hecho, el
comercio de bienes intermedios (los que sirven para fabricar productos) duplica en estos momentos el comercio de bienes finales
y es especialmente importante en la fabricación avanzada, como los
automóviles, cuyo peso en algunas economías, también en la española, es
algo más que significativo. Como le sucede al turismo. Precisamente, dos
de los tres sectores estratégicos de la economía española (el tercero
es la industria agroalimentaria).
Pasar factura
Es decir, el coronavirus pasa factura a la
economía real, pero también a la financiera y ambas se retroalimentan,
lo que explica que solo las cinco grandes tecnológicas americanas
(Apple, Google y compañía) se hayan dejado por el camino en seis
sesiones el equivalente a 700.000 millones de dólares de capitalización,
lo que supone el 58% del PIB de España.
Es verdad que Wall Street
ha pulverizado en los últimos años récord tras récord y que hay razones
para pensar en la existencia de una burbuja de valoración de los
activos, pero no es menos cierto que hay razones económicas de peso para
explicar lo que está sucediendo —el viejo pánico bursátil— más allá de
la mera especulación.
No
se trata, por lo tanto, de una simple corrección técnica de los
mercados. Como ha recordado José Ramón Díez Guijarro, jefe de Bankia
Research, el consumo de carbón
en China se encuentra un 40% por debajo de los niveles del año pasado
por estas fechas (y hay que tener en cuenta que el carbón
representa el 60% del consumo total de energía de China); la demanda de acero
también se ha desplomado en una proporción parecida; mientras que, al
mismo tiempo, se estima que solo entre un 50% y un 80% de los
trabajadores está físicamente en sus puestos.
"Es decir", concluye, "el
mes de febrero ha supuesto una disrupción total en la cadena de producción del país".
Y en un mundo globalizado —es una obviedad—, lo que pasa en China se
traslada con la misma rapidez que el virus al resto del planeta. La
patronal de estiba y desestiba de los puertos españoles ha estimado,
inicialmente, que, la actividad en algunas instalaciones de contenedores
caerá hasta el 30%, y lo que es más preocupante, esa cifra se puede ir
"acrecentando" en las próximas semanas.
No en vano, según datos
del Puertos del Estado, 8,7 millones de toneladas con origen o destino
hacia China utilizan los puertos españoles, principalmente los de
Barcelona, Valencia y Algeciras. Y hay que tener en cuenta que lo peor
puede estar por venir.
Según Anesco, la paralización de los puertos
chinos tarda en trasladarse a España unas cuatro semanas, y teniendo en
cuenta que la alerta por el contagio saltó a finales de enero, eso
quiere decir que sus efectos han comenzado a notarse con rotundidad a
partir de la última semana de febrero. Ningún buque había salido del
puerto de Ningbo-Zhoushan, el mayor de China, hasta el pasado 25 de
febrero.
No hay que olvidar que cerca del 40% de las mercancías
procedentes de China lo son en tránsito; es decir, que tienen como
destino final terceros países, y que, por lo tanto, utilizan los puertos
españoles como las mejores conexiones para llegar a su destino final.
Nada menos que el 9,1% de las importaciones españolas vienen de China.
Cisnes negros
Las cifras solo ponen de manifiesto una realidad. Mientras que el
SARS,
el antecedente más directo del COVID-19, surgió en 2003, un tiempo en
el que la integración económica del planeta era todavía limitada y la
actividad estaba en pleno auge, hoy la
globalización
ha hecho a la economía mundial más interdependiente que nunca. La cara
positiva es que se fomenta el comercio, pero la más amarga es que
también es más vulnerable a la aparición de cisnes negros, la célebre
metáfora de Taleb.
Una significativa diferencia
que explica la preocupación mundial. Entre otras cosas, porque está
demostrado que detrás de una crisis financiera y de la economía real
siempre aparecen los populismos, y con ellos el nacionalismo económico.
Pero ahora en un contexto de bajo crecimiento. Cuando estalló el SARS,
hace 17 años, China crecía un 10% y el PIB mundial lo hacía por encima
del 4%.
Hoy China crece casi la mitad (la menor tasa en 30 años) y el planeta no llega al 3%, con grandes áreas, como la eurozona, que
apenas avanzará un 1,2% este año. China entonces representaba menos del 9% de la producción mundial y hoy llega al 20%.
¿Qué significa esto? Pues que la salida en V
a la crisis del coronavirus (caída pronunciada seguida de una
recuperación intensa) es más improbable. Y la globalización, por primera
vez de una forma relevante, está en el centro del problema. Ya hay
pocas dudas de que la expansión mundial del comercio ha tocado techo y
ya solo queda la
desglobalización.
Un dato lo acredita. Según la OMC, entre octubre de 2018 y octubre de 2019 el comercio afectado por
medidas restrictivas
sobre las importaciones adoptadas por miembros de la organización
ascendió a 747.000 millones de dólares, con un aumento del 27% en
relación con el anterior periodo. Como
sostiene Enrique Fanjul,
del español
Instituto Elcano, diversos factores (ascenso de salarios en los
países en desarrollo, robotización, proteccionismo) están haciendo que las cadenas globales de valor pierdan fuerza.
Fundamentalmente,
por tres razones. La inteligencia artificial alienta la vuelta de
muchas instalaciones industriales a los países de origen; los aranceles a
determinados productos han venido para quedarse (la Organización
Mundial de Comercio es una institución moribunda sin jueces que diriman
los litigios porque EEUU no quiere) y, por último, el virus ha alertado a
muchas empresas de la vulnerabilidad de sus cadenas de
aprovisionamiento por su gran dependencia de China.
Algo
que puede
animar a sacrificar eficiencia (producir en sitios más baratos) a cambio
de mayor seguridad (producir donde el aprovisionamiento está
garantizado, aunque los costes laborales sean más elevados).
Sin margen
Es
decir, a largo plazo se trata de reconstruir 'stocks' que permitan a
las empresas disponer de bienes intermedios sin depender tanto de China,
que si antes era la fábrica del mundo ahora acapara la mayoría de los
eslabones de la economía global, y cuyo desacoplamiento con EEUU es cada
vez más evidente.
¿Qué hacer? No parece que el escenario mundial sea el mejor. La política monetaria está prácticamente
agotada
y no puede dar mucho más de sí, salvo en EEUU, donde ya hay un 100% de
probabilidades de que la Reserva Federal rebaje un cuarto de puntos los
tipos de interés en marzo y medio punto adicional, si la situación se
tuerce más de lo previsto, en junio. Un margen que no tiene el BCE, a
quien el COVID-19 ha pillado, nuevamente, con el pie cambiado.
Como
ha explicado en
El Confidencial Juan Ramón Rallo,
los daños económicos del virus tienen que ver con un 'shock' de oferta
(caída de la producción por la paralización de las fábricas) y, por lo
tanto, aunque la política monetaria fuera más expansiva (en el caso del
BCE adentrándose en el tenebroso mundo de los tipos negativos) poco puede hacer.
La política fiscal, por su parte, tiene serias limitaciones, y no
solamente por las restricciones que vienen de Bruselas. En algunos
países, entre ellos España, no se aprovechó la fase más expansiva del
ciclo para reducir la deuda pública, que no es más que
la acumulación de abultados déficits.
En su lugar, como ha reprochado de
forma reiterada la Comisión Europea, se optó por bajar los impuestos
por razones electorales o se renunció a encontrar nuevas bases
imponibles, lo que ha dejado al Estado sin márgenes para hacer políticas
de demanda. Tampoco de oferta, más allá de cambios normativos, para
ensanchar el potencial de crecimiento de la economía. La
curva de Laffer, como demuestra
este artículo
publicado recientemente en Nada es Gratis, ni está ni se la espera. El
cuadro macro de la ministra española Calviño está en apuros.
No en vano, la expansión de los últimos años se ha basado en el consumo privado, cuya propensión al ahorro
(menos gasto) aumenta en la misma medida que crecen las incertidumbres,
y hay pocas dudas de que caídas pronunciadas de las bolsas y el
enfriamiento de algunas economías claves para las exportaciones
españolas, como Italia, Francia o Alemania, suponen un incremento de la
aversión al riesgo económico, que, a veces, es más contumaz que el
propio virus. Acostúmbrese a esta expresión: aversión al riesgo.