Hoy, como llevamos intentando ver y oír desde hace varias semanas, le toca al dictadorzuelo de turno, el prime minister de una nación tradicionalmente tranquila que, ahora, dirige sus pasos hacia la discordia y convulsión social propiciadas por las imposiciones de uno de los máximos exponentes del NOM (Nuevo Orden Mundial) y sus políticas progresistas.
Si a ello le añadimos los problemas de impuestos, la inestabilidad de empleos, los bajos salarios y el declive económico o por cuestiones medioambientales de Canadá entre los países del G7, la imagen y gestión del gobierno no están muy alejadas del circo montado o, peor aún, del abismo al que se encamina. Y de circos, bien sabemos por estos lares patrios con funciones diarias y a la carta. Da igual el color.
Digo "llevamos intentando" porque el silencio de los medios internacionales ciertamente empieza a dar lástima, vergüenza ajena, como, de igual forma, la ausencia de comunicados o declaraciones por parte de los estados "democráticos" occidentales sobre la despótica exhibición de fuerza y despropósitos de un ególatra y narcisista Trudeau, enemigo de atenerse a hechos y razones cuando la duda o la réplica aparecen en sus comparecencias en público.
Este asunto no parece ir en su sueldo, el oficial, porque, aparentemente, también echa mano del erario público para pagar cuestiones relativas al cuidado de sus hijos —¿les suena?— o emolumentos destinados a la promoción de su egocéntrica persona —¿les vuelve a sonar?—.
Ese mutismo global y consensuado en el caso canadiense no es más que la evidencia de la complicidad de un mundo occidental entregado a la suerte de los tiránicos renglones de un dictado, el de las agendas impuestas, y el látigo de sus élites. La insidiosa sombra de Soros es alargada y el "diabólico" Justin ha sido presa propicia a pesar de ese aspecto chulesco y de perdonavidas del que hace gala.
El "lince" de Trudeau, que no destacó por su brillantez en ninguna de sus etapas académicas, optó por el camino fácil, el ya políticamente marcado por su padre y abuelo materno, y, en el año 2013, hizo un guiño a China declarando su admiración por la gestión y administración de la nación oriental, la del origen del mal que, nueve años más tarde, asola nuestro planeta.
Su peloteo con la dictadura comunista tuvo tal repercusión que no tardaría mucho en darse un garbeo por allí en 2015 e, incluso, ser ridículamente "bautizado" como Little Potato. Desconocemos, por otra parte, si tuvo tiempo de refrescar la memoria con la revuelta pacífica estudiantil de Tiananmen para que, años después, haya implementado esa especie de déjà-vu en el vasto territorio que preside.
Y lo de hacer el ridículo es parte del atrezzo que le acompaña, como a politicastros del entorno nacional, cuando se trata de cuestiones de protocolo o buscar excusas para ocultar sus deficiencias, carencias y dubitativo e insuficiente discurso. Al parecer, esa lección no la aprendió de un padre con curiosas y sospechosas amistades, como las del "comandante" Fidel Castro, o el abuelo Sinclair.
Por aquel entonces, un Trudeau confiado y sonriente se postraba ante la dictadura comunista como consecuencia del desarrollo económico del gigante asiático al mismo tiempo que destapaba su particular tarro de las esencias con unas declaraciones respecto a "la flexibilidad y libertad de acciones que el régimen en cuestión proporcionaba a sus nacionales."
Ni que decir tiene que la opinión pública, por entonces subvencionada a través de los medios, se le echó encima mientras sacaba a la luz las "lindezas de libertad" y un sinfín de abusos contra los derechos humanos de la población china. Evidentemente, no hay más ciego que el que no quiere ver.
Sin embargo, esa demostración de "clarividencia", ridiculizada incluso por la CBC (Canadian Broadcasting Corporation and Société Radio-Canada) y medios de su propia cuerda, no supuso un hándicap en el salto al poder del susodicho allá por noviembre de 2015. Todo lo contrario.
Trudeau, sorprendentemente, arrasaría en las elecciones para convertirse en el vigésimotercer presidente del país norteamericano. La realidad, como la que desgraciadamente sufrimos y padecemos en la actualidad, supera a la más distópica de las ficciones.
Y si su ascenso al poder llenó de perplejidad a propios y extraños, no lo han sido menos el eco e intensidad del "Convoy de la Libertad" desde sus inicios en la Columbia Británica el pasado 22 de enero. La protesta de los camioneros por las restricciones sanitarias de la pandemia, la obligatoriedad de las vacunas y el control de sus ciudadanos ha gestado un movimiento pacífico que, si en algún momento se ha tornado violento, no ha sido precisamente por las reivindicaciones de los propios transportistas o los cientos de miles de apoyos hallados en su travesía por la libertad, sino por la desmesurada represión policial contra, por ejemplo, población indefensa como ancianos y niños "terroristas" —así calificados por la viceprimera ministra Chrystia Freeland— a los que, incluso, se les ha llegado a acusar de aparecer como escudos humanos de familiares y progenitores.
Amparado en el daño económico al país y el "riesgo" para la seguridad de su población, Trudeau el "valiente" ha salido de su escondite, ese en el que cobardemente se había refugiado bajo la excusa de un contacto con un portador del COVID, para enseñar la patita rescatando e invocando el Canada's Emergencies Act y, así, hacer uso de la fuerza del estado en el socorro de provincias para localizar, requisar y paralizar las cuentas bancarias y bienes de unos manifestantes con causa y sin complejos tras el músculo que su justa demanda ha ido adquiriendo entre gran parte de la ciudadanía a lo largo de estos últimos treinta días.
El esperpento es tal que esta ley marcial, bajo otra nomenclatura, sólo se había puesto en práctica en tres ocasiones durante el pasado siglo: 1914, 1939 y 1970. Las primeras, obviamente, por las dos guerras mundiales; la tercera, en tiempo de paz, por la "Crisis de octubre" con el mandato presidencial de papá Trudeau. De tal palo, tal astilla.
Lo sorprendente, por otro lado, también ha sido la demonización de esa gente hastiada por la manipulación y mentira de unas cifras de contagiados que, como en otras partes del orbe, dejan muy a las claras el cúmulo de despropósitos institucionales y la ineficacia de las vacunas con la variante ómicron a pesar de los cinco laboratorios ya aprobados en tierras canadienses.
Ni que decir tiene que, al contrario que con los excesos de violencia y vandalismo en episodios del movimiento BLM (Black Lives Matter), el gobierno canadiense ha ejercido el uso de medios y puesta en práctica de intentos de solución y medidas algo "más" radicales dejando entrever su doble vara de medir en función del sesgo ideológico e intenciones de los promotores de una u otra revuelta.
Así, en los últimos días, se han producido diferentes denuncias de asociaciones de derechos civiles contra prácticas antidemocráticas al estilo de regímenes comunistas o de novelas distópicas como la orwelliana "1984". Al final, el pueblo se erige en el principal perdedor de esta desigual batalla a la que, sin su consentimiento, ha sido dirigido por los intereses del globalismo.
Como dijo J. F. Kennedy, "aquellos que impiden una revolución pacífica hacen que la revolución violenta sea inevitable". Hoy, con el eco de esas palabras, sin George Orwell ni Aldous Huxley y su curativo soma, el hecho está consumado y a Canadá, como al resto de estados, se le ha privado de un "mundo feliz" a pesar de su pacífica y justificada insumisión contra la tiranía global de este mundo moderno.
(*) Profesor de Teoria de la Educación en la UJCI y en la USP-CEU, de Madrid
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