El llamado ‘negacionismo’ es una afirmación en sí misma. Una afirmación para tapar el miedo. Un miedo incontrolable. Indecible. Puro miedo. Ciertamente, el miedo es humano. Nos desnuda. Pero el negacionista, lejos de reconocer y de paliar su miedo, lo oculta. Escamotea su miedo exhibiendo con jactancia un discurso provisto de medias verdades y/o de falsas certezas.
Dice saber más que un científico porque él es quien posee el conocimiento, la sabiduría. Puro yoísmo revenido. Su verdad es irrefutable, sin fisuras. La verdad es propiedad suya. O del mago Merlín de turno. Todo un hilo conductor hacia el delirio. Técnicamente implica un doble dinamismo: de negación y de reversión de la perspectiva. Lo explica Camus: "La estupidez insiste siempre".
Lo que tradicionalmente ha dado miedo a la gente es la oscuridad, el desconocimiento, lo novedoso y lo más ajeno a uno mismo. La ignorancia activa la angustia y el miedo. Y las explicaciones. El humano las elabora desde las más creíbles hasta las más inverosímiles. La diferencia estriba en que uno necesita conocer, mientras que el negacionista precisa creer.
El primero realiza conjeturas y atribuciones de sentido, puede fallar. El segundo toma por objetiva su subjetividad, luego es infalible. Alejado del conocimiento construye una férrea creencia desde su subjetividad.
Por eso sus ideas negacionistas son irreductibles. Porque los disparates son suyos. No razona, fabula. Y así moldea la realidad. Ya es alguien importante. En su cobardía. En su necedad.
(*) Psiquiatra
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