lunes, 23 de agosto de 2021

El Mar Muerto / Miguel Ángel Sánchez Sáez *

 


La primera entrada del Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce es abandonado. Define que es “el que no tiene favores que otorgar”, el que está “desprovisto de fortuna”, el que es “amigo de la verdad y el sentido común”. Mal presente, incierto futuro.

El Mar Menor, que es mío como español y murciano, el que me pertenece porque es parte de mi niñez y mis recuerdos, está abandonado. Peor aún, moribundo. Escucho que todos lo quieren y veo que ninguno hacemos nada para driblar su espantosa suerte.

Un bello titán marítimo, un gran útero que generó vida y hoy agoniza como agonizan los gigantes: apagándose lento, respirando dificultosamente, con descendiente cadencia, con el alma robada por las insensateces de quienes ni entienden ni valoran.

Me recuerda al gran cetáceo que sintiéndose morir y no encontrando la intimidad para hacerlo en paz y silencio, queda varado en una playa concurrida, a la vista de todos, sin que nadie guarde la considerada distancia y el respetuoso silencio que merece el vivo que se enfrenta al momento supremo de la muerte.

“¡¡Qué duro es morir!!”, exclamó entre atroces dolores el que acabó confinado en la inhóspita Santa Elena después de reinar sobre Europa entera. “No hay mayor espectáculo en el mundo que un gran hombre luchando contra la adversidad”, pone en su boca el biógrafo Emil Ludwig. Es para pensar un poco en eso.

Y también en esto. El Mar Menor apagándose sin encontrar una gota de misericordia. Para que la vergüenza no duela tanto, mejor ignorarlo, mejor pensar que otros vendrán y algo harán. Pero aquí no viene nadie. No venimos ninguno.

El que quiera saber y no dejarse llevar por lo que dicen y se creen los más listos, sólo tiene que dedicarle unos minutos a leer la “Ley 3/2020 de 27 de julio de recuperación del Mar Menor”. Los culpables están ahí inmisericordemente señalados sin que la rojez del rubor aparezca en sus rostros.

De muy crío me bañé en sus aguas limpias. Escuchaba hablar en los Alcázares, Los Nietos o Los Narejos de un lugar llamado Mar de Cristal que ni siquiera mi rebosante imaginación era capaz de dibujar. Tan bello debía ser aquel lugar bautizado con un nombre así… Me volví a bañar una y mil veces en La Manga cuando La Manga se asentaba en tierras y arenas sin emponzoñar por el cemento y el hormigón, que empezaban a mostrar su señorío en el recién inaugurado Entremares.

Usábamos entonces básicos ladrillos para pescar. Bastaba con echarlos junto a la orilla y dejar que chirretes y zorros buscaran cobijo en su interior. Al día siguiente, temprano, con las aguas siempre calmadas, taponabas con tus pequeñas manos sus agujeros y al extraerlos del agua sentías el aleteo de la vida. Qué inmensa alegría apreciar aquello y correr como se corre cuando el agua te llega no más alto del muslo para depositar tu premio en un sencillo cubo de plástico que aguardaba en la orilla. Y allí te recreabas mirando a los pececillos moverse buscando una salida imposible.

Aquel Mar Menor albergaba el tesoro de la vida multiplicado con cada una de las criaturas que lo poblaban, que eran muchas, inmensas e incontables. Nuestro bendito mar que hoy espera en el corredor el cumplimiento de la fatal sentencia, reflejaba los haces de sol como sólo pueden replicar las piedras preciosas.

La pala, el cubo y el rastrillo, la endeble sombrilla, una discreta hamaca o sillita plegable, la tienda de la esquina, la presumida feria de verano, las calles sin apenas pavimentos, los bañadores de señora mayor negros que cubrían bien alto y bien bajo con algo que se parecía a una faldita. El hambre voraz de los que están creciendo y gastaron en capuzones su energía. El premio helado de hielo limitado al rico polo de naranja y limón, la maceta o al corte de dos sabores. El tío de los chambis. El tiempo de verano en el Mar Menor y sus pueblos menudos con principio y fin. Y en la lejanía, la silueta del próximo.

Ya nada es igual, ni se pretende. Las cosas cambian, las vacaciones se democratizan, la turba acudimos y hacemos masa uniforme sin espacios. Se marchó el silencio y llegaron los semáforos y los atascos; se marcharon aquellos niños y llegaron las vías de alta capacidad para el tráfico; se marcharon los barcos artesanales y aparecieron las motos acuáticas, los vertidos, la mierda en proporciones de plaga bíblica, el imperio de la oferta y la demanda en una España que despertaba con respiración agitada, apagando de un soplido la llama natural que llevaba ardiendo milenios vigilando el orden y el equilibrio de las cosas.

No es cierto que el hombre sea incompatible con lo bueno y lo auténtico. Bastaría con que recortara un poco sus garras y dejara de asfixiar lo que tiene derecho a pervivir. A que no quisiese beber de un trago lo que merece tener su prórroga para regenerarse. Difícil, sí.

Capaces de llegar con sofisticadas máquinas más allá del sistema solar, hemos alcanzado tanta altura que ya no vemos lo que pasa aquí dentro.

Si nadie lo remedia, no pasará mucho hasta que un día sea recogida la última sombrilla, alguien se de el último baño y otro alguien de profesión pescador recoja en sus redes el último ser vivo del Mar Menor.

Entonces la gente sensible se dará cuenta de lo que ha hecho y al mirar atrás habrá de conformarse con ver una albufera podrida en su grado máximo de descomposición, a la que tendrá que rebautizar como Mar Muerto. No den las personas y las autoridades lugar a eso. Desde pequeños sabemos que hay un remedio para todo, menos para la muerte.

*Arrepentimiento: Fiel servidor y secuaz del Castigo. Suele traducirse en una actitud de enmienda que no es incompatible con la continuidad del pecado. Ambrose Bierce (Diccionario del Infierno).

 

(*)  Promotor emisoras de radio en Mojácar


 https://lasgastrocronicas.com/2021/08/22/el-mar-muerto/

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