No hay monarquía parlamentaria en un país democrático
como España que pueda soportar sin daño institucional el comportamiento
del rey Juan Carlos, emérito por abdicación desde el mes de junio de
2014. Desde entonces, el Rey-padre ha sido un constante dolor de cabeza
para su sucesor y un factor de erosión de la Corona, algo que ha terminado por derivar en su marcha del país. De manera cíclica, informaciones de solvencia le han vinculado con una relación sentimental por completo inadecuada con Corina Larsen.
De esa vinculación se han derivado unas relaciones pecuniarias
peligrosas que remiten a operaciones de 'lobby' en el comercio exterior
de empresas españolas, beneficios opacos en forma de presuntas
comisiones y la extraordinaria manipulación de la figura de su hijo, Felipe VI, que ya en una nota contundente, renunció, por sí y en nombre de su hija, la princesa de Asturias,
a la herencia que podría corresponderle tras conocer que figuraba como
beneficiario de los fondos depositados en Suiza y procedentes de Arabia Saudí, parte de los cuales habrían sido destinados a retribuir a la otrora amante del Rey abdicado.
Felipe VI ha actuado con la responsabilidad que prometió hacerlo cuando fue
proclamado, en junio de 2014, rey de España ante las Cortes Generales.
Estos casi seis años de reinado han sido un 'continuum' de decisiones
del jefe del Estado que han ratificado su propósito de renovar la Corona
y situarla en los más altos estándares de reputación y respetabilidad.
Para ello, redujo la dimensión de la familia real (los
Reyes, sus padres y sus dos hijas); revocó el título ducal de Palma a su
hermana la infanta Cristina (que, tozudamente, sigue sin renunciar a
los derechos sucesorios, un gesto simbólico pero significativo cuando su
marido cumple condena); suprimió los actos de rehabilitación de su
padre previstos para 2018 en coincidencia con la celebración del 40º
aniversario de la Constitución, e impulsó a don Juan Carlos a abandonar,
en junio de 2019, toda actividad pública en representación de la Corona.
Tras conocerse las fechorías económicas de Juan Carlos I,
que podrían derivar en actuaciones judiciales de naturaleza penal ante
la Sala Segunda del Supremo, Felipe VI renuncia a la herencia de su
padre que pudiera corresponderle —también la renuncia alcanza a la
princesa de Asturias— y le retira la asignación económica que libremente
le atribuía y que alcanzaba la cifra de 194.000 euros anuales.
Sin embargo, no es suficiente.
Salvo para los monárquicos que creen que
los indudables méritos del Rey emérito enjugan sus desatinos actuales,
es muy posible que los ciudadanos reclamen una mayor contundencia. El
Rey emérito debería dejar de utilizar las instalaciones que corresponden
a la Corona y pertenecen al Patrimonio Nacional y, manteniéndose a
disposición de la Justicia, retirarse a vivir a un país europeo que
sirva como expresión indudable de que no empleará su posición para
evitar las responsabilidades —institucionales y políticas, y acaso
penales— en que haya podido incurrir.
Esa fue la
decisión —por motivos bien diferentes, pero conforme a un guion de
respeto a la institución— del abdicado rey británico Eduardo VIII (11 de
diciembre de 1936) que, al casarse con Wallis Simpson,
no se atuvo a las normas de la dinastía. Abandonó el Reino Unido,
desempeñó algunos cargos de remota relevancia y terminó sus días en
Francia. Era un estorbo para la monarquía británica y actuó en
consecuencia. Murió en el retiro, en Francia. La misma dinastía Windsor
acaba de aplicar un protocolo implacable al príncipe Harry, nieto de la
reina Isabel, al que se le priva de su tratamiento y se le retira la
asignación presupuestaria. De inmediato, se desplazará a vivir una parte
importante del año a otro país.
La decisión del rey Felipe ha sido la debida. Y la nota de
su Casa debe leerse con atención, porque pone en evidencia el doble
juego del rey Juan Carlos, al ocultar a su hijo el manejo de su nombre
en la fundación nutrida con fondos opacos. Se trata de una conducta que
indigna por irresponsable y que requiere un paso más: que Juan Carlos I
se retire a un autoexilio para que su presencia, por
escasa que sea, no sombree las actividades de la Corona y que evite su
disfrute de inmuebles, vehículos y servicios de la Zarzuela.
Aquellos que hacemos profesión de fe en la monarquía parlamentaria
hemos de ser exigentes por completo, porque el sostenimiento de la
Jefatura del Estado, su forma monárquica, está en juego.
Se
inicia, además, un juicio político sumarísimo contra el rey Juan Carlos
que podría ser también judicial y que trataría, por evidentes intereses
ideológicos, de salpicar a Felipe VI y acentuar así la
crisis sistémica que padece nuestro sistema constitucional. Juan Carlos
I lo apadrinó y lo impulsó. Pero esa autoría histórica no le da derecho
a la frivolidad de deteriorarlo con una conducta incalificable. Si se
va a otro país, le haría a su hijo un favor y, acaso, lograría rescatar
la Corona de la crisis se le viene encima.
(*) Periodista
Por su interés, El Confidencial vuelve a publicar esta columna fechada el 16/03/2020
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