lunes, 3 de agosto de 2020

El autoexilio de Juan Carlos I / José Antonio Zarzalejos *

No hay monarquía parlamentaria en un país democrático como España que pueda soportar sin daño institucional el comportamiento del rey Juan Carlos, emérito por abdicación desde el mes de junio de 2014. Desde entonces, el Rey-padre ha sido un constante dolor de cabeza para su sucesor y un factor de erosión de la Corona, algo que ha terminado por derivar en su marcha del país. De manera cíclica, informaciones de solvencia le han vinculado con una relación sentimental por completo inadecuada con Corina Larsen

De esa vinculación se han derivado unas relaciones pecuniarias peligrosas que remiten a operaciones de 'lobby' en el comercio exterior de empresas españolas, beneficios opacos en forma de presuntas comisiones y la extraordinaria manipulación de la figura de su hijo, Felipe VI, que ya en una nota contundente, renunció, por sí y en nombre de su hija, la princesa de Asturias, a la herencia que podría corresponderle tras conocer que figuraba como beneficiario de los fondos depositados en Suiza y procedentes de Arabia Saudí, parte de los cuales habrían sido destinados a retribuir a la otrora amante del Rey abdicado.

Felipe VI ha actuado con la responsabilidad que prometió hacerlo cuando fue proclamado, en junio de 2014, rey de España ante las Cortes Generales. Estos casi seis años de reinado han sido un 'continuum' de decisiones del jefe del Estado que han ratificado su propósito de renovar la Corona y situarla en los más altos estándares de reputación y respetabilidad. 

Para ello, redujo la dimensión de la familia real (los Reyes, sus padres y sus dos hijas); revocó el título ducal de Palma a su hermana la infanta Cristina (que, tozudamente, sigue sin renunciar a los derechos sucesorios, un gesto simbólico pero significativo cuando su marido cumple condena); suprimió los actos de rehabilitación de su padre previstos para 2018 en coincidencia con la celebración del 40º aniversario de la Constitución, e impulsó a don Juan Carlos a abandonar, en junio de 2019, toda actividad pública en representación de la Corona.

Tras conocerse las fechorías económicas de Juan Carlos I, que podrían derivar en actuaciones judiciales de naturaleza penal ante la Sala Segunda del Supremo, Felipe VI renuncia a la herencia de su padre que pudiera corresponderle —también la renuncia alcanza a la princesa de Asturias— y le retira la asignación económica que libremente le atribuía y que alcanzaba la cifra de 194.000 euros anuales. Sin embargo, no es suficiente. 

Salvo para los monárquicos que creen que los indudables méritos del Rey emérito enjugan sus desatinos actuales, es muy posible que los ciudadanos reclamen una mayor contundencia. El Rey emérito debería dejar de utilizar las instalaciones que corresponden a la Corona y pertenecen al Patrimonio Nacional y, manteniéndose a disposición de la Justicia, retirarse a vivir a un país europeo que sirva como expresión indudable de que no empleará su posición para evitar las responsabilidades —institucionales y políticas, y acaso penales— en que haya podido incurrir.

Esa fue la decisión —por motivos bien diferentes, pero conforme a un guion de respeto a la institución— del abdicado rey británico Eduardo VIII (11 de diciembre de 1936) que, al casarse con Wallis Simpson, no se atuvo a las normas de la dinastía. Abandonó el Reino Unido, desempeñó algunos cargos de remota relevancia y terminó sus días en Francia. Era un estorbo para la monarquía británica y actuó en consecuencia. Murió en el retiro, en Francia. La misma dinastía Windsor acaba de aplicar un protocolo implacable al príncipe Harry, nieto de la reina Isabel, al que se le priva de su tratamiento y se le retira la asignación presupuestaria. De inmediato, se desplazará a vivir una parte importante del año a otro país.

La decisión del rey Felipe ha sido la debida. Y la nota de su Casa debe leerse con atención, porque pone en evidencia el doble juego del rey Juan Carlos, al ocultar a su hijo el manejo de su nombre en la fundación nutrida con fondos opacos. Se trata de una conducta que indigna por irresponsable y que requiere un paso más: que Juan Carlos I se retire a un autoexilio para que su presencia, por escasa que sea, no sombree las actividades de la Corona y que evite su disfrute de inmuebles, vehículos y servicios de la Zarzuela. Aquellos que hacemos profesión de fe en la monarquía parlamentaria hemos de ser exigentes por completo, porque el sostenimiento de la Jefatura del Estado, su forma monárquica, está en juego.

Se inicia, además, un juicio político sumarísimo contra el rey Juan Carlos que podría ser también judicial y que trataría, por evidentes intereses ideológicos, de salpicar a Felipe VI y acentuar así la crisis sistémica que padece nuestro sistema constitucional. Juan Carlos I lo apadrinó y lo impulsó. Pero esa autoría histórica no le da derecho a la frivolidad de deteriorarlo con una conducta incalificable. Si se va a otro país, le haría a su hijo un favor y, acaso, lograría rescatar la Corona de la crisis se le viene encima.


 (*) Periodista


Por su interés, El Confidencial vuelve a publicar esta columna fechada el 16/03/2020

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