La del coronavirus, como toda crisis, dejará tras de sí secuelas y
también enseñanzas. Pondrá al descubierto facetas de la realidad que
quizás intuíamos, pero que no teníamos valor para confesarnos. Una está
ya emergiendo. El Estado está desnudo. Nos estamos quedando sin Estado,
se nos va de las manos. En los momentos de crisis es cuando se pone a
prueba el músculo de la sociedad, de esa sociedad organizada
políticamente que es el Estado. Ya en 2008 intuimos que este fallaba y
era incapaz de dar solución a muchos de los problemas que se
presentaban. Desde entonces, los indicios de su anemia se vienen
repitiendo y esta crisis nos los está confirmando.
Habrá quien diga que lo que hace aguas no es el Estado, sino el
Gobierno, los políticos. Acudir a los defectos de los políticos para
explicar las cosas que van mal es siempre socorrido. El Gobierno de
Zapatero en 2008 dejó muy claro que no era el más indicado para
enfrentar aquella crisis, ni por supuesto el de Sánchez lo es para
afrontar la de ahora. Todos los días lo comprobamos. Pero ahí no acaba
todo.
Montesquieu, al describir su sistema político, lo justificaba de la
siguiente manera: No se puede confiar en que los gobernantes sean
buenos; si lo son mejor, qué mejor. Pero es preciso construir un sistema
en el que los poderes públicos se controlen mutuamente, de modo que,
aunque quieran, no puedan apartarse de las reglas y de la ley. Creo que
esta aseveración continua siendo perfectamente válida en nuestros días.
Nos quedaríamos en la superficie si detrás de la ineptitud de los
respectivos gobiernos no vislumbrásemos un problema de mayor calado.
Es
más, ¿el mismo hecho de que personas tan incompetentes y mediocres hayan
llegado a la cima del poder no se debe en parte a las profundas brechas
que presenta nuestra organización política? En el caso del actual
Gobierno la respuesta resulta incuestionable. Solo hay que examinar
todos los factores que han hecho posible que Pedro Sánchez ocupe la
Moncloa.
El tema es de suma envergadura y también de enorme gravedad. Se
enmarca en un proceso en el que el Estado ha ido perdiendo competencias
por arriba hacia la Unión Europea y por abajo hacia los entes
territoriales, y en ambos casos las cesiones no han sido satisfactorias;
los resultados, nefastos. Hemos ido destruyendo el Estado sin que nada
ni nadie fuese capaz de sustituirlo. Ahora bien, un problema tan
complejo no se puede abarcar en un artículo de un diario, por mucha
amplitud que tuviese. Me limitaré por tanto a resaltar, y de forma
somera, algunos hechos que se han puesto de manifiesto en esta crisis,
de los que muy posiblemente casi todos nos hayamos percatado.
Las sociedades cuando atraviesan por situaciones críticas, como en
las guerras, para ganar en eficacia no tienen más remedio que prescindir
de grados de libertad y configurarse políticamente alrededor de un
mando único y fuerte. Nuestra Constitución, a pesar de los defectos que
acumula en lo tocante al ámbito territorial, reconoce tres estados de
anormalidad política, estado de alarma, de excepción y de sitio, en los
que los ciudadanos pierden progresivamente algunos de sus derechos y los
órganos territoriales se ven forzados a devolver al gobierno central
parte de sus competencias.
En los momentos actuales, todo el mundo habla de que estamos en una
guerra e incluso se emplea continuamente un lenguaje bélico, por lo que
no tiene nada de extraña la declaración, al menos del estado de alarma, y
que el gobierno central haya asumido el control y la dirección en todo
lo referente a la crisis. Es más, a la vista de lo que ha ocurrido
después, no hay demasiadas dudas de que la declaración se pospuso
indebidamente. Se estuvo mareando la perdiz con la coordinación, el buen
talante y lo bien que se llevaban todos, gobierno central y
autonómicos, pero, por lo que se ve, tal comportamiento resultó
totalmente ineficaz.
El estado de alarma debería haberse declarado mucho antes, porque una
crisis como esta no se podía gestionar desde 17 Comunidades Autónomas
cada una de ellas actuando por su cuenta. Ello no quiere decir que
hubiese habido que adelantar también el confinamiento, al menos con
idéntico rigor con el que se ha establecido. Si se han unido ambas
realidades es porque la primera se decretó con mucho retraso. Lo normal
es que con anterioridad al aislamiento se hubieran planificado todas las
actuaciones de forma centralizada y se hubiese efectuado el
aprovisionamiento de todo el material y de los equipos que
previsiblemente se iban a necesitar. Desde luego, la situación que se
avecinaba no era para que cada administración actuase por su cuenta.
Poca duda cabe de que el motivo del retraso hay que buscarlo en la
pretensión del Gobierno de no enemistarse con sus socios, los
secesionistas catalanes y vascos. No obstante, a pesar de la dilación,
reaccionaron indignados afirmando que se trataba de un 155 encubierto.
Pero, mirando una vez más al fondo de la cuestión y prescindiendo de la
bondad o maldad de los políticos, la causa última se encuentra en la
debilidad de un Estado que permite que su Gobierno pueda deber la
investidura y el mantenerse en el poder a un partido que está claramente
a favor de dar un golpe contra el propio Estado.
En la moción de censura de 2018, Aitor Esteban inició su intervención
mofándose del gran Estado español cuyo Gobierno estaba pendiente de los
cinco diputados del PNV. El comentario era tremendamente humillante,
pero cierto. Y no solo era respecto de los cinco diputados del PNV, sino
también de los diputados del PDC y de los de Esquerra, que acababan de
sublevarse en Cataluña.
Además, esta situación insólita se volvió a
repetir en enero de este año cuando Pedro Sánchez fue elegido presidente
del gobierno con los votos de los independentistas y los golpistas.
Habrá quien afirme que la responsabilidad es de Pedro Sánchez, que ha
aceptado gobernar de esa manera. No diré que no, sin duda su
culpabilidad es grande. Pero retornando a lo que se decía al principio
del artículo sobre Montesquieu, el origen hay que situarlo en la
indigencia política de un Estado cuya estructura legal lo permite.
Tal vez el descubrimiento más relevante, pero también el más
lamentable, se haya producido después de decretar el estado de alarma,
pues al anunciar que se centralizaba todo el poder en el Gobierno, y más
concretamente en el Ministerio de Sanidad, nos hemos quedado
absurdamente sorprendidos (absurdamente, porque debíamos de haber sido
conscientes de ello antes) al constatar que el Ministerio de Sanidad no
existía, que el rey estaba desnudo.
Después de transferir Aznar, hace 25
años, toda la sanidad a las Comunidades Autónomas, el Ministerio es un
cascarón sin contenido y, lo que es peor, sin instrumentos ni estructura
para asumir el papel que en este momento se le asigna. Al mismo tiempo,
el ministro de Sanidad, al que se nombra general con mando en plaza, es
un profesor de Filosofía del PSC, amigo de ICETA, al que se había
colocado en ese ministerio sin competencias únicamente para que
estuviese en el Gobierno y pudiese participar en la famosa mesa de
diálogo con la Generalitat.
Los errores, las ineptitudes, los fallos, se han multiplicado por
doquier, sobre todo en algo tan básico y al mismo tiempo tan necesario
como la adquisición y el aprovisionamiento del material sanitario. Se
han sucedido anécdotas propias de un vodevil, pero que se convertían
inmediatamente en trágicas por los desenlaces lúgubres o las situaciones
dramáticas que las rodean. Cuando pase todo y se haga balance, se
conocerá en qué grado de desconcierto nos hemos movido.
Al final, el resultado ha sido que en gran medida cada Comunidad ha
debido apañarse por sí misma, lo que nos puede dar idea de las
consecuencias. Diecisiete pequeñas Comunidades (en este orden todas son
pequeñas) compitiendo incluso entre sí y contra su propio Gobierno en un
mercado totalmente tensionado, en el que también participan las
primeras potencias mundiales. Además, se ha perdido un tiempo precioso
porque el mercado se va enrareciendo cada vez más, especialmente ahora
que entra en liza EE. UU.
La carencia de medios, de estructura y de experiencia práctica en el
Ministerio ha forzado a que cada Comunidad haga la guerra por su cuenta,
no solo en materia de aprovisionamiento, sino en casi todos los
aspectos, creándose una situación un poco caótica. Incluso hemos
escuchado al ministro de Sanidad pedir la solidaridad de unas
Comunidades respecto a otras, en lugar de usar la autoridad y el mando
único del que estaba investido para distribuir adecuadamente el
material.
No deja de ser significativo que haya sido el ejército la institución
que se ha comportado sin fisuras, vertebrando todo el territorio
nacional, dando una inmensa sensación de eficacia, y no es por
casualidad que, como es sabido, esta área estatal haya permanecido al
margen de cualquier transferencia a las Comunidades Autónomas. Incluso
el mismo Torra, después de que en un principio la Generalitat hubiera
rechazado con petulancia y desdén la colaboración del ejército, se ha
tragado su orgullo y le ha tenido que pedir ayuda para desinfectar todas
las residencias de mayores en Cataluña. ¿Qué dice ahora ese portento de
alcaldesa que hay en Barcelona, cuando hará unos dos años, al acercarse
unos militares a saludarla cortésmente, les espetó con su mala
educación que no eran bien venidos?
El hecho de que en esta crisis destaque el buen papel que está
haciendo el ejército nos remite a otra crisis, la del golpe de Estado
perpetrado en Cataluña, y a otra institución, la de la justicia, que hoy
por hoy tampoco está transferida a las Autonomías. En esa crisis
también se mostraron las profundas carencias y goteras de nuestro
Estado, creándose las situaciones más esperpénticas. Continúan
gobernando en Cataluña los mismos partidos que emplearon el enorme poder
que les concedía el control de la Generalitat para dar un golpe de
Estado del que no se retractan. Todo lo contrario, afirman rotundamente
que volverán a intentarlo. Y si no lo hacen, es precisamente por miedo a
la justicia.
No es el diálogo de Sánchez el que tiene paralizados sus propósitos,
sino el Tribunal Supremo. Incluso en plena pandemia cuando desde la
Generalitat una vez más se pretende dar un trato privilegiado a los
golpistas permitiéndoles pasar el confinamiento en sus casas, la simple
advertencia del alto tribunal ha frenado en seco sus intenciones.
Podríamos preguntarnos qué hubiera pasado con el golpe de Estado en
Cataluña si la competencia de justicia, al igual que la de prisiones,
estuviese transferida, según llevan reclaman los independentistas.
Desde las instancias sanchistas, para disculpar la nefasta gestión
que está haciendo el Gobierno, sitúan el origen de los problemas en los
supuestos recortes de Rajoy. No seré yo el que niegue la insuficiencia
del gasto en sanidad. Solo hay que constatar las largas listas de
espera, en mayor o menor medida, en todos los hospitales y Autonomías,
pero esta limitación presupuestaria no es privativa de la sanidad, sino
que afecta a la mayoría de los capítulos del gasto. No podría ser de
otra manera cuando en España, la presión fiscal es seis puntos inferior a
la media europea e inferior en cinco puntos el porcentaje del gasto
público sobre el PIB.
El reducido tamaño del sector público, dividido además en diecisiete
Comunidades Autónomas, es una señal más de la precariedad de nuestro
Estado. Pero estas carencias se remontan bastante más allá del Gobierno
de Rajoy. Hunden sus raíces al menos en la firma del Tratado de
Maastricht, en los criterios de convergencia y en la política de
austeridad implantada en toda la Unión Europea. Ciertamente la crisis
del 2008 y la pertenencia a la Unión Monetaria obligaron a precarizar
aun más el sector público. Pero la culpa no fue en exclusiva de Rajoy,
ni siquiera le corresponde la mayor parte. En 2011 la diferencia de
presión fiscal con la media europea era de ocho puntos. Mayor
responsabilidad tuvieron Aznar y Zapatero, en cuyos gobiernos hay que
situar el origen. En economía, los efectos se dilatan mucho respecto a
las causas.
Pero acudamos una vez más a Montesquieu y, prescindiendo de los
respectivos gobiernos, hemos de considerar que el origen último de esta
depauperación de nuestro Estado se encuentra en el hecho de haber
renunciado a múltiples competencias (principalmente el control de
nuestra moneda) para entregarlas a instituciones con profundos déficits
democráticos y carentes de toda visión social y de cohesión al menos
entre regiones. Algo de esto he tratado en el artículo de la semana
anterior y más profusamente en mi libro “Contra el euro”, en Editorial
Península. En cualquier caso, esta problemática supera con mucho el
alcance de este artículo. Si me he referido a ella es porque sus
consecuencias se están haciendo presentes también en la crisis actual y
se harán aún más visibles en la recesión económica que se avecina.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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