Estos días he aprendido muchas cosas o recordado que
tenía que aprenderlas. A pesar de mi profesión y de mi edad, no he
asistido a demasiadas muertes en directo, aunque bien pensado siempre
parece la primera. Estos días, el sábado 18 de enero en concreto, sí, y
corroboré que morir en el fondo no es sino un sueño del que ya no se
despierta; sin más dolor, ni gozo.
No es ese tránsito igual para todos.
Se dan grados en la intensidad o la extensión en el tiempo, en la
consciencia del momento. Las hay desde inevitables como término de
ciclo, a injustamente provocadas por las zarpas de la injusticia. Pero
el final es siempre el mismo: un letargo profundo irreversible donde ya
no se está. No se puede aspirar a mejor morir que hacerlo en calma
rodeado del amor de aquel y aquellos que elegiste para vivir.
La
muerte es para los que se quedan en el roto que deja la ausencia.
Lloramos por nosotros. Y somos nosotros quienes precisamos
racionalizarlo. La tierra no será leve, ni dejará de serlo. No habrá una
ventana en un lugar determinado del cielo para que nuestro ser querido
se asome. Pero sí la presencia de la huella que se ha dejado. La vida
que, si produce ese vacío, es porque realmente nos llenó tanto que no
sabemos qué hacer con él. De ahí las reacciones tan diversas de los
seres humanos ante este hecho natural.
La muerte de las personas que consideramos valiosas lo
que nos enseña es a seguir aprendiendo a vivir. El funeral de la
periodista Alicia Gómez Montano, a cuya muerte me estoy refiriendo con
estas reflexiones, fue como ella en toda su rotunda esplendidez. Con
lágrimas y risas. Reencuentros. Abrazos. Abrazos con ganas o rompiendo
barreras de papel. Necesidad de compartir el dolor, tanto como se hizo
con la alegría. Para salir curiosamente reconfortados por ese calor
vivido en compañía.
Para seguir aprendiendo a vivir
incluso en la lección que aportan los detalles. Desde el bolso de mano
sin el que no podíamos ir a parte alguna fuera de casa que se queda a un
lado. Qué no pasará pues con tantas cosas que nos parecen
trascendentales. Cuánto tiempo y energía perdemos en tareas inútiles.
Vivos ante la muerte ajena pero cercana, se relativizan los exabruptos
de los intolerantes, se ven con otra mirada los manejos. Casi no se mira
dónde quedan los mezquinos o la importancia dada a las ausencias. Nunca
somos más verdad que ante la muerte. En ese shock de los esquemas sale
la verdad de las emociones y hasta se desnuda el rostro del fingimiento.
Y,
desde luego, la certeza de un final invita a abrazarse a la vida, a la
risa, al amor, a los afectos, saltando por encima de escollos que se
vuelven insignificantes a la luz de lo que de verdad se quiere. Se
enmarca en claridad que solo se vive una vez y cada momento es único e
irrepetible. Para decir o poner en práctica lo que no debe quedar
dentro.
También se aprende a morir y creo que no viene
mal para ese empeño amar apasionadamente la vida. El miedo que nos
inspira la muerte propia puede racionalizarse. No con libros de
autoayuda, por supuesto. Mejor contemplándola con naturalidad, aunque
cueste, que cuesta y de hecho eludimos hasta hablar de esto.
La
"Antología de Spoon River", poema casi satírico, real, irreverente,
poema al fin, de Edgar Lee Masters, que se sigue atesorando más de un
siglo después de ser publicada, la desdramatiza en su cotidianeidad. En
uno de los epitafios que recoge, remite a Séneca para precisar que es
básicamente "la anticipación" lo que desasosiega: "la memoria despierta
en nosotros la angustia del temor y la previsión, la anticipa".
Porque,
en sí, es un momento. Y, entretanto, hay que seguir exprimiendo el jugo
de la apasionante aventura de la vida. Sin duda, poniendo los medios
para prolongarla en salud en cuanto quepa.
Que no nos
ocurra como a George Grey, que sintió su vida tan marmorizada como la
piedra donde escribió su propio epitafio, según Masters: "He estudiado
muchas veces el mármol que me han esculpido: un barco con velas arriadas
anclado en puerto. En verdad no expresa mi destino sino mi vida.
Pues
se me ofreció el amor y temí su desengaño; el dolor llamó a mi puerta,
mas tuve miedo; la ambición me reclamó y me asustó el riesgo. Anhelaba,
sin embargo, darle un sentido a mi vida. Ahora sé que debemos desplegar
las velas y encarar los vientos del destino dondequiera que nos lleven".
Aprender
a vivir es a entender, a elegir, a priorizar, a valorar lo importante, a
ser tan selectivo con el agujero por el que quieren entrar y anidar los
odios a los que no les damos apenas cabida. A abrir los ojos para ver
lo que tenemos al lado y más allá. Lo que vale la pena. Lo que queda por
hacer… hasta dormir.
(*) Periodista
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