Cada día que pasa, y sin fallar uno solo, la relación de
fuerza se inclina a favor de la izquierda. Y no porque crezca su número
de escaños, que son los mismos, justitos, que el día de la investidura.
Sino, porque partiendo de esa base, las decisiones que el Gobierno está
tomando a un ritmo inusitado le confieren la capacidad de iniciativa que
es necesaria para dominar la escena.
Al tiempo que las carencias y la
división interna de la derecha no dejan de debilitarla. Y su primera
figura, Pablo Casado, aparece como un líder superado por los
acontecimientos, perdido.
Si esas tendencias no se
modifican sustancialmente, y en el horizonte no se atisban elementos que
puedan hacerlo cuando menos a medio plazo, el mito de que Pedro Sánchez
es un político con suerte adquirirá nueva fuerza. Hace tan sólo dos
semanas, cuando aún se hacían cábalas sobre cómo lograría ser investido,
había un consenso bastante amplio, aunque no unánime, de que el suyo
sería un gobierno muy difícil, casi imposible.
Diez días después de la toma de posesión de los
ministros, el panorama desmiente radicalmente esos negros vaticinios. La
coalición entre el PSOE y Unidas no registra la mínima tensión. Es más,
la unidad y sintonía entre ambas formaciones parece ser cada día más
sólida y no se escucha voz discordante alguna con ese entendimiento en
el interior de ninguno de los partidos.
Se han tomado muy en serio lo de
no dar pábulo a rumores de división y la presión de la derecha no hace
sino reforzar esa actitud. Y si las cosas van bien, las elecciones, que
podrían reabrir los enfrentamientos, no tendrán lugar hasta dentro de
cuatro años.
Por otra parte, el Gobierno está actuando
con una presteza encomiable y sin dudas. Ha subido las pensiones y los
sueldos de los funcionarios, ha propiciado un acuerdo entre patronal y
sindicatos para elevar el salario mínimo y ha nombrado a una fiscal
general del Estado que parece dispuesta a propiciar cambios importantes
en la cúpula del poder judicial.
Ninguna de esas
decisiones es de carácter izquierdista o revolucionario. Ni siquiera la
última de las citadas, por mucho revuelo que haya causado entre quienes
temen que Dolores Delgado vaya a recortar sus privilegios y la manada
mediática que sigue fielmente sus dictados. Pero buena parte de ellas
son muy populares y, lo que es tan importante como eso, dan la imagen de
que el Gobierno sabe lo que quiere hacer y de que tiene la sartén por
el mango.
La subida del salario mínimo añade un
detalle político muy importante. El de que ha contado con la
aquiescencia del sindicato patronal CEOE. No porque sí, claro está. Su
presidente, Antonio Garamendi, ha aceptado un aumento de 50 euros,
porque el porcentaje que eso representa, y no más, debería ser la guía
para las negociaciones de los convenios colectivos que se avecinan y que
son las que de verdad interesan a los empresarios.
Que
en términos generales han debido comprender que ha llegado el momento
de aceptar aumentos, aunque moderados, de los salarios tras unos cuantos
años de congelación o de recortes. Desde el FMI hasta distintas
instituciones europeas han dicho que eso es necesario. Sobre todo para
animar la demanda interna.
Pero en términos políticos
ese entendimiento entre la CEOE, el Gobierno y los sindicatos, es un
palo para la dirección del PP. Y también para Vox. Porque significa que
la cúpula patronal se distancia abiertamente de la campaña de acoso y
derribo del Gobierno de coalición que ha lanzado Pablo Casado. Y que
prefiere la vía de la negociación.
Seguramente porque
ha comprendido que Sánchez e Iglesias van a seguir en el poder y que es
con ellos y no con Casado con quienes han de entenderse para defender
sus intereses. Ya habrá tiempo para el enfrentamiento cuando el Gobierno
dé pasos más significativos de los que ha dado hasta ahora en su
política de reformas.
Sea como sea, los empresarios le
han hecho un feo al líder del PP. Y ahí surge una incógnita. ¿Habló
Casado con Garamendi antes de lanzarse por la pendiente de la guerra sin
cuartel, y sin mucho futuro, contra la izquierda?
Da
toda la impresión de que no. Y lo mismo parece en lo que se refiere a
Isabel Díaz Ayuso y al llamado pin parental. Que la presidenta de la
Comunidad de Madrid se negara a apoyar esa iniciativa seguramente
responde al firme rechazo que esta había provocado en la dirección
madrileña de Ciudadanos. Que puede haber llegado hasta la amenaza de
romper el pacto de gobierno con el PP. Ante ese peligro, Díaz Ayuso ha
preferido desobedecer a su líder. En Andalucía está ocurriendo algo
parecido.
Y ahí otro error de cálculo, o distracción
grave, por parte de Pablo Casado. El de considerar que Ciudadanos no
existe, cuando esa formación sigue siendo la clave de que la derecha
mande en unas cuantas comunidades autónomas y además está en un proceso
de lucha por su supervivencia que puede terminar modificando
significativamente su actual orientación política y desplazar ese
partido hacia el centro.
La polémica sobre el pin
parental parece acabada. Casado no ha sabido mantener ese pulso. Porque
no ha sabido prepararse mínimamente para esa batalla, porque esa
exigencia carecía de toda base argumental y porque sumarse al carro del
pin parental sólo se explica por la obsesión que tiene el líder del PP
porque Vox no se le escape aún más por la derecha.
Seguramente
los sondeos justifican esa inquietud. Pero lo más probable es que el
atractivo que el partido de Santiago Abascal ejerce entre sectores del
electorado de derecha se deba más a la lamentable imagen de impotencia y
de improvisación que Pablo Casado da cada día ante las cámaras que a la
seducción que sobre ellos pueda generar el líder de Vox.
Lo
malo, para él y para los suyos, es que a estas alturas no parece que
Casado pueda ya rectificar y emprender un nuevo rumbo mínimamente
creíble. Puede que lo intente, si se lo permite José María Aznar, su
asesor áulico que en estos días pasados no ha dejado de entrar en la
sede de Génova. Pero seguramente no le va a salir bien. Y además va a
necesitar tiempo. Unos meses que seguramente Pedro Sánchez y Pablo
Iglesias van a saber aprovechar.
(*) Periodista
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