Toledo, Ohio, es una ciudad de unos
300.000 habitantes, situado a orillas del lago Erie. En 2014, el lago
sufrió una 'marea verde' masiva. Alimentada por los vertidos
provenientes de la agricultura
intensiva se generaron las condiciones perfectas para esta explosión.
Todo esto nos suena, claro.
El lago había sufrido un proceso de
eutrificación, con la consiguiente explosión de algas y, posteriormente,
diversos casos de hipoxia. De todo ello, por desgracia, venimos
hablando, y mucho, en los últimos meses. Palabras desconocidas que han
venido para quedarse entre nosotros.
La
respuesta a este suceso, sin embargo, difiere de la que hemos dado como
Región en un aspecto fundamental. Allí, como aquí, la población se
lanzó a la calle para protestar por el estado de la laguna, pero ellos
lo hicieron bajo una proclama muy concreta: concedamos derechos a
nuestro lago. Las implicaciones políticas, jurídicas y filosóficas de
esta petición no escapan a nadie.
Reconocer derechos a un lago no
significa otra cosa que reconocerlo como sujeto y, en tanto que tal,
reconocerle cierta capacidad de agencia, aunque sea mínima. Cierta
capacidad de hacer cosas. Esto es algo que tradicionalmente hemos
reservado a los seres vivos y, desde el siglo XIX, también a las
empresas. Pero nunca se ha concedido esta capacidad a un lago, a una
montaña, o a un bosque? no, al menos, desde que nos hemos autocalificado
como modernos.
En Toledo, Ohio, han decidido que su lago es sujeto de derechos. En un referéndum celebrado en febrero de 2019, el 61% de los participantes decidieron que el lago Erie tenía una serie de derechos fundamentales: el derecho a existir, a prosperar y a evolucionar naturalmente; el derecho a un ambiente limpio y saludable. Y decidieron, además, que la ciudadanía que habitaba sus costas tenía la capacidad y la obligación de constituirse en portavoz del lago y en defensor de estos derechos. O dicho de otra forma: incluían al lago Erie como un miembro más de su comunidad política.
Un miembro particular, sin duda, que precisa de
otras formas de mediación y de garantías distintas a las que se
reconocen a los humanos. Se produce así un cambio profundo en la
composición de esta comunidad que, de repente, deja de responder a los
planteamientos de la modernidad para convertirse en otra cosa. Podríamos
estar tentados de llamarla postmoderna, pero no creo que así sea. Sería
más bien premoderna.
O incluso amoderna. Una comunidad híbrida, que
pone sobre la mesa nuevas cuestiones relativas a la convivencia, a la
relación con eso que hemos dado en llamar naturaleza, con la crisis
climática y, en última instancia, con la definición que tenemos de
nosotros mismos.
Este tipo de problemas, sin embargo, no deberían sorprendernos sin capacidad de respuesta. Como tantas otras veces, la filosofía nos proporciona las herramientas necesarias para empezar a pensar estas comunidades posibles, que ya no son experimentos mentales, sino que están aquí, y han para quedarse.
En este caso es Bruno Latour, en su libro Políticas de la Naturaleza,
el que nos conminaba a empezar a pensar en comunidades que fueran
(porque en realidad ya lo son) el resultado de la colaboración entre
humanos y no-humanos. Para ello, señalaba, debemos abandonar la división
moderna entre naturaleza y sociedad, que en nuestra actual crisis
ecológica se muestra totalmente inoperante, para constituir un nuevo
pacto político que cree un nuevo colectivo.
Esto no es tarea fácil, y
las críticas a Latour son numerosas, pero cada vez parece más evidente
que es una tarea que toca hacer inevitablemente.
La última Semana de la Filosofía, organizada por la Sociedad de Filosofía de la Región de Murcia el pasado mes de mayo, fue un buen ejemplo de esta capacidad de propuesta e intervención. Carmen Velayos, Antonio Campillo, Carmen Madorrán y Joaquim Sempere desgranaron propuestas (políticas, éticas, antropológicas) que nos permitirían avanzar en la constitución de este nuevo colectivo, evitando salidas totalitarias reflejadas en la hipótesis del ecofascismo.
La Región de Murcia es una de las más afectadas potencialmente por la crisis climática, buscar opciones que vayan más allá de la racionalidad técnica es por tanto una necesidad inaplazable. Y aquí la filosofía, las humanidades, tienen mucho que aportar.
(*) Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y profesor de la UMU
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