A no ser que el resultado final desmienta a todas las
encuestas, menos a la del CIS, la noche del 10 de noviembre Pedro
Sánchez cosechará un fracaso sin paliativos. No sólo porque formar
gobierno le resultará bastante más difícil que tras las elecciones de
hace seis meses, sino porque confirmará que toda su estrategia estaba
equivocada, que le hubiera ido bastante mejor aceptando una coalición
con Unidas Podemos, por incierto y poco sólido que pudiera ser ese
gabinete.
Si los sondeos aciertan, el panorama
político español seguirá marcado por la inestabilidad y, lo que es peor,
amenazado por un viento de extrema derecha que puede terminar siendo
dominante a medio plazo y condicionado por la crisis catalana que el
nuevo gabinete será bastante más incapaz de paliar que el que habría
resultado de un pacto entre las izquierdas. La cosa habrá por tanto
empeorado y bastante.
Siempre si José Félix Tezanos no acierta, los asesores de
Sánchez habrán cometido dos graves errores: uno, el ya citado de la
repetición electoral y, dos, partiendo de ese rechazo del acuerdo con
Iglesias, el de no haber adelantado los trámites parlamentarios para la
misma con el fin de evitar que las elecciones tuvieran lugar después de
que se conociera la sentencia del procés.
Se podía
hacer. Bastaba con dar por imposible el acuerdo con Unidas Podemos a
principios de julio, y para entonces Sánchez debía de haber concluido
que lo era, para que los comicios se celebraran a principios de octubre.
Es decir, unos días antes de que, como se sabía desde hacía meses, el
Tribunal Supremo hiciera público su incendiario veredicto.
Si
el PSOE no hizo ni lo uno ni lo otro, el pacto y la aceleración del
proceso electoral, no fue por despiste, sino porque su líder y sus
asesores estaban convencidos de que la estrategia alternativa iba a ser
más beneficiosa para sus intereses. La repetición electoral les evitaba
el mal trago de gobernar con Unidas Podemos, que muchos de los
referentes socialistas, no pocos de los poderes fácticos cuya opinión es
muy tenida en cuenta en Ferraz y el propio Sánchez veían como una
solución impracticable, por principio.
Además, debían
de estar convencidos de que unas segundas elecciones les iban a
proporcionar mejores resultados. Las encuestas les decían que el PSOE
quitaría votos a Podemos y a Ciudadanos y que el PP no había de crecer
mucho. Por aquel entonces, hace dos meses, los pronosticadores no veían,
ni de lejos, que el partido de Albert Rivera se iba a hundir, que Vox
iba a subir como la espuma o que Unidas Podemos iba a aguantar
relativamente.
Con todo, su error más grave fue el de
creer que la agitación social que inevitablemente seguiría a la
publicación de la sentencia no iba a ser negativa para los intereses del
PSOE, sino que incluso podía ser beneficiosa. Debían de creer que el
aumento de la tensión en Cataluña generaría en amplios sectores del
electorado español una demanda de gestión equilibrada por parte del
gobierno y que la consideraría más eficaz que la dureza sin límites que
propondría la derecha. El hecho de que el ministro Marlaska lograra
acordar con su homólogo Buch que los Mossos d' Esquadra actuaran sin
remilgos para mantener el orden público, debió dar a Sánchez una
seguridad adicional en la validez de su estrategia.
Pero
ni él ni sus asesores contaban con que un sector del independentismo,
minoritario pero significativo y sobre todo decidido y bien organizado,
se lanzara a hacer arder las noches de Barcelona y de otras ciudades
catalanas y a cortar decenas de carreteras día tras día, un elemento no
secundario de la revuelta, porque sin ser tan espectacular como la quema
de contenedores llega y encabrita a muchos miles de personas y hace
mucho daño económico. El que los servicios de información españoles no
se olieran que eso podía ocurrir, como no se olieron el éxito
independentista del 1 de octubre de 2017, fue un serio inconveniente
para el líder socialista.
Esas noches de fuego,
pedradas y cargas policiales cambiaron la marcha de las cosas. Porque
provocaron indignación y no poco temor en muchos españoles. Y el mensaje
de sosiego que Sánchez había empezado a proponer quedó arrumbado casi
de golpe obligando al líder socialista a cambiar de discurso, a ponerse
también él en plan duro, pero a contrapié y sin la credibilidad
necesaria.
La cosa estaba saliendo mal y no parecía
tener remedio. Pero los beneficiarios de esos errores de cálculo y de
gestión no iban a ser los partidos de derecha, PP y Ciudadanos, sino
Vox. El partido de Abascal empezó a crecer esas noches y desde entonces
no ha parado.
Ciudadanos había hecho demasiadas cosas
mal en el pasado reciente como para colocarse a la cabeza de la
manifestación de la dureza. Pablo Casado seguía apareciendo como un
personaje a medio hacer, que había oscilado demasiado bruscamente y sin
explicaciones de la ultraderecha al centro, como para liderar la demanda
de arreglar de una vez por todas las cosas en Cataluña. Vox tenía el
terreno abierto y lo ha ocupado, probablemente atrayéndose también a
unos cuantos votantes socialistas.
Meteduras de pata
aparte, intolerables en alguien que debería de tener un mínimo de altura
política, Pedro Sánchez está en una situación no envidiable. Puede
perder escaños respecto del 28A. Ese Unidas Podemos que él creía que
mordería el polvo sigue ahí, nada más y nada menos que proponiéndole de
nuevo la coalición. Si quiere huir de ese escenario no tendrá más
remedio que llegar a algún tipo de acuerdo con el PP, quién sabe si
también con Ciudadanos como complemento. Y a través de ese pacto se
encontrará con un Vox que va a condicionar como nunca la política de la
derecha, empezando por Cataluña.
Habrá que esperar. Sobre todo a ver si el CIS se equivocaba o no. Pero la cosa pinta muy chunga.
(*) Periodista
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