Lo de que España es diferente (“Spain is diffent”)
fue curiosamente un lema surgido durante el franquismo para vender el
turismo, que rápidamente fue aprovechado por los
nacionalistas-separatistas para sostener que España era ciertamente
diferente, pero no por ofrecer bellezas singulares, aventuras sin igual o
un carácter más auténtico, sino porque, sin que casi nadie lo hubiera
advertido hasta entonces, se trataba de la única nación de Europa
occidental con siglos de historia que en realidad…, no era tal ni lo
había sido nunca.
Y, sin embargo, si España resulta un caso atípico, comparada con el resto de los Estados reconocidos por la ONU,
es debido a sus fronteras estables y claras, su continuidad en el
tiempo, su permanente reconocimiento a lo largo de la historia como
unidad política y económica y…, a su cohesión cultural y lingüística ya
que aquí, a pesar de las diversas lenguas que subsisten, el castellano
siempre ha sido una lengua franca en la que se entendían todos los
habitantes de España.
¿España diversa? Claro, de las 10.000 flores conocidas en Europa, más de
la mitad se encuentran en España. Pero aparte de esta diversidad, por
lo demás somos un país de lo más normal, y no menos homogéneo que la
mayoría de los países de Europa y del mundo. China contiene cincuenta y
seis grupos étnicos diferentes y nadie discute su unidad nacional. E
incluso otras naciones pretendidamente más unitarias presumen de ser más
diversas que nadie, y en concreto más que nosotros.
Así, el historiador
francés F. Braudel señala: “Francia es diversidad’ (…) Inglaterra, Alemania, Italia o España,
miradas de cerca, son también ellas mismas diversas, pero no
ciertamente con la misma profusión o la misma insistencia. Siendo así
que no hay una Francia una pues lo que hay son Francias, así como no hay
una Bretaña, sino que hay Bretañas, una Provenza sino Provenzas”.
Claro,
siendo franceses, puestos a ser diversos “tienen que” ser los más
diversos del mundo; cuestión de mantener alta la auto-estima colectiva,
hecho nada baladí.
Pero tal vez sí exista después de todo un aspecto que nos diferencia del
resto, y es el sorprendente e incompresible menosprecio por todo
aquello que nos une o que compartimos, lo que representa el interés
general; es decir, lo común. Esto se mostraría por de pronto en cómo
enfocamos nuestra propia Historia como un relato de malos y malos,
resaltando más aquellos aspectos que más nos dividen o debilitan,
mientras ocultamos o cuestionamos nuestras grandes gestas o las hazañas
que hicieron nuestros antepasados…, los de todos.
Mientras otros tienen que aplicar diversas artimañas para fabricar sus
héroes o redecorar su vida con biografías pagadas al peso (los casos de
Napoleón o Ricardo Corazón de León resultan
paradigmáticos), nosotros tiramos piedras sobre el tejado que nos cubre
a todos. Nuestro pasado “tiene que ser” peor que el del resto, aunque John H. Elliot
demuestre, por ejemplo, en referencia a la España de los Habsburgo,
que, en contra de lo se ha dicho, las supuestas especificidades
españolas que entonces se daban ―despilfarros de la Corte, el
parasitismo de la burocracia, la abundancia de licenciados
universitarios sin empleo, el desprecio generalizado por el trabajo
manual y la inclinación a la pereza― formaban parte de igual modo de la
Francia de Luis XIII y la Inglaterra de Jacobo I. Algo similar cabría afirmar de otras épocas, incluida ésta.
Un mito compartido
Este desprecio de
lo común viene también de la insistencia obsesiva en dividir el país en,
al menos, dos mitades: no ya norte-sur, izquierdas-derechas,
taurinos-antitaurinos, sino los que creen que España “es” y los que
piensan que “no es”. Ciertamente lo de las dos Españas irreconciliables
no es patrimonio exclusivo nuestro. J. Pérez
ha sostenido que este el mito se encuentra de forma semejante en otras
naciones europeas.
De hecho, paradójicamente, el ensayista y crítico
literario portugués, Fidelino de Figueiredo, que escribió un libro titulado precisamente Las dos Españas,
era él mismo un producto de los dos Portugales ─estuvo en España
exiliado entre 1927 y 1929, huyendo del régimen portugués, y luego en
Brasil entre 1938 y 1950─, a pesar de lo cual, tuvo tiempo para
descubrir que en todas las literaturas ibéricas latía una misma unidad
espiritual (cfr. Pyrene escrita en 1935).
No obstante, ciertamente nuestros escritores y poetas han hecho especial
hincapié en el enfrentamiento irreconciliable como verdadero carácter
nacional. Larra hablaba de la “media España muerta de la otra media” y Antonio Machado (Proverbios y cantares) proclamaba que “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.
Por algo será. Mostramos una tendencia casi congénita ─a pesar de
nuestra hoy denostada Transición y el consenso que la permitió─ a
dividirnos cada vez en más pedazos, y por tanto a debilitarnos.
Despreciamos lo común cuando en pleno siglo XXI justificamos o incluso
alentamos privilegios territoriales, más propios de la Europa feudal.
Despreciamos lo común cuando nos empeñamos en resucitar el mito de las
dos Españas, con gran regocijo de nuestros adversarios o competidores,
encantados de vernos pelearnos a bastonazos porque nos prefieren
enfrentados que remando juntos en la misma dirección. Despreciamos lo
común cuando permitimos que empresas que querían venir aquí, huyendo del
Brexit, acaben huyendo igualmente de nosotros yendo a otro lado.
(*) Doctor en Derecho y en Ciencias de las Religiones
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