Conocí a Pepe Oneto en el viaje oficial que el pionero Adolfo Suárez
hizo a Cuba en 1978. España estaba de moda en los inicios de la
transición y la primicia era importante. Se trataba prácticamente de la
primera visita de un líder democrático a Fidel y en el avión
presidencial se agolpaban más de treinta periodistas.
En la isla, las
autoridades cubanas retuvieron momentáneamente el pasaporte de Oneto y
“bromearon” con que querían cambiar impresiones con Oneto sobre
artículos suyos sobre el castrismo. Yo, pardillo de la Dirección de
prensa de Exteriores que pastoreaba a la canallesca periodística, hice
gestiones con Oneto para recuperar el pasaporte.
Algo más tarde, en otro viaje a Argentina, Pepe tuvo un contratiempo
más serio. Un ultraderechista argentino que había vivido en España había
hecho comentarios desabridos sobre nuestro periodista y sus relatos
sobre la Junta militar argentina -Pepe era enormemente leído y “Cambio
16” tenía eco en países iberoamericanos-, y, acabado uno de los actos a
los que asistimos, apareció con un grupito en actitud poco amistosa
preguntando por Oneto que acababa de marcharse.
Algún periodista
bonaerense nos comentó que el grupo era conocidamente belicoso. Hablé
con nuestro Embajador y salí apresuradamente hacia la calle de
restaurantes donde debía estar Pepe. Lo localicé en el que me sonaba que
había mencionado y, sin dejarle tomar el postre, lo trasladé a la
Residencia del Embajador hasta nuestra marcha del país.
Este fue el principio de mi larga amistad con Pepe Oneto. Los dos
sobresaltos me hicieron charlar más con él de lo que habría sido normal,
conocerlo. Fue un regalo.
Luego nos hemos visto con frecuencia. Fue un esperado y reiterado
visitante en nuestra casa de Nueva York, bromeaba conmigo diciéndome que
Madrid se había vuelto tan agotador que nos veíamos más cuando estaba
yo en la ciudad de los rascacielos. La llegada de los Oneto era siempre
enriquecedora.
Pepe traía noticias de los avatares de España, con una
certera visión que escapa a un diplomático a seis mil kilómetros de
distancia y era un excelente conversador que, sin acaparar la charla,
destilaba un humor sui generis, yo diría que irrepetible.
En otro viaje
real a Arabia saudita donde comprábamos un transistor en un
establecimiento, le vendimos, ante los ojos atónitos del dueño que
interiormente disfrutaba, un caro televisor a un beduino que sólo
balbuceaba un poquito de inglés. El dueño casi nos contrata.
Vi a Pepe y Paloma hace unos tres meses en unas estupendas jornadas
granadinas a las que nos invitaron los Peñafiel en su aniversario.
Fuimos en coche y Oneto estaba impecable de salud y de talante.
Ingenioso, socarrón, realista, conocedor, simpático. Sobre todo, amigo.
Así es como voy a recordar a Oneto. Es sabido que era un formidable
profesional, objetivo, agudo, sin casarse con nadie. También que gozaba
de un sentido del humor envidiable. Para mí, sin embargo, aparte de las
risas me detengo que era un amigo de los que, en nuestra época en que,
por la edad, estamos de vuelta y hemos visto y sufrido mucho cinismo,
hay pocos.
Amigo, así lo recordaré. Y como me ocurrió con mi desaparecido
hermano, o recientemente con Pérez Llorca, esta es una triste fecha
cuando uno quiere creer en algo. Creer en que hay algo más allá en
donde, con un poco de suerte, uno pueda encontrarse a Pepe y saber que
vas a seguir charlando con él sin que la cosa termine.
(*) Diplomático
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