Si un estudiante de Derecho de una Universidad de un país
lejano o un simple curioso tiene en sus manos un ejemplar de la
Constitución española de 1978, su lectura le llevará a la convicción de
que el esquema y el desarrollo, responde a los cánones del
constitucionalismo moderno.
La soberanía reside en el pueblo español del
cual emanan todos los poderes del Estado, el Parlamento es el
representante de la voluntad popular, y existe una independencia de
poderes hasta con un cierto predominio del Poder judicial al que se
concede la posibilidad de fiscalizar la legalidad ordinaria de las
decisiones de los otros dos poderes del Estado. Y cierra el círculo con
un Tribunal Constitucional, que es el intérprete y guardián de la
interpretación del texto constitucional.
Quizá le
pueda llamar la atención el hecho de que se encomiende al Ejército la
salvaguarda del orden institucional, abriendo la posibilidad de que
algún indigente en valores democráticos y constitucionales, nostálgico
del pasado dictatorial, pretenda justificar su intervención en casos,
como por ejemplo el de Cataluña. Como en todo país democrático, está
prevista la intervención del Ejército, pero sólo excepcionalmente y bajo
control gubernamental y parlamentario, en los casos del Estado de sitio
equivalente, en otros países, al Estado de alarma o guerra.
Pero la democracia no consiste en una, más o menos bella y
armónica estructura literaria de los equilibrios y contrapesos, entre
los tres podres del Estado. Su esencia radica fundamentalmente en el
respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos, que constituyen
el núcleo duro de la Constitución, integrados también ahora por los
derechos económicos, sociales y culturales. Todo ello sin perjuicio de
reconocer que en todos los países pueda haber excesos del poder, leyes
injustas o por lo menos anómalas, o sentencias y resoluciones con
notorio desprecio de los valores y principios que constituyen el sostén
de la democracia.
En una democracia no cabe ni el
elogio ni, por supuesto, la legitimación de dictadores que han pasado a
la Historia como uno de los mayores represores y exterminadores de una
gran parte de su población por el hecho de no comulgar con los sagrados
principios del Movimiento nacional y de permanecer fieles y adictos a
una Constitución republicana impecable y adelantada a su tiempo,
conclusión a la que también llegaría ese estudiante o curioso, al que me
refería al comienzo de este artículo, si tuviese en sus manos el texto
de la Constitución de 1931.
Los estadounidenses
pasaron también por una cruel guerra civil, con un ingente número de
muertos, entre los estados sureños que pretendían mantener la esclavitud
y los unionistas que propugnaban su abolición y rechazaban los intentos
sececionistas del Sur. Ninguno de los bandos puso en cuestión los
principios de la Declaración de Virginia, plasmados en la Constitución
de 1787 y las sucesivas Enmiendas que refuerzan los valores de la
Libertad.
Terminada su contienda la política de los vencedores
unionistas se esforzó en restaurar la unidad nacional y otorgar la
plenitud de sus derechos civiles a los esclavos liberados. Los vencidos
regresaron tranquilamente a sus granjas, ciudades y lugares de origen.
En
España, terminada una Guerra Civil en la que, como en todas, hubo
excesos y se cometieron barbaridades entre los contendientes, la verdad
histórica documentada, demuestra que ninguno de los cometidos por los
defensores de la legalidad democrática republicana se puede achacar a
una decisión expresa, firmada y ordenada por el Gobierno de la
República.
Todos los historiadores coinciden en documentar
irrefutablemente, los designios exterminadores de los protagonistas del
golpe militar (Franco, Mola y Queipo de Llano) y la sistemática
eliminación, en la posguerra, de gran parte de los vencidos, con
ejecuciones sumarísimas, campos de concentración, depuraciones y el
exilio interior y exterior.
Ningún demócrata europeo
comulga con las ideas de los regímenes nazi y fascista, de Hitler y
Mussolini sin poner en cuestión sus convicciones democráticas. Pero
nuestro país, marcado por el miedo inoculado por cuarenta años de
dictadura, no ha sido capaz de restaurar el honor de la Segunda
República, en pura coherencia con nuestra actual legalidad democrática.
Estas carencias se han vivido durante los más de cuarenta años de
vigencia de nuestra Constitución. Son muchas las muestras del peso del
fascismo que hemos tenido que padecer durante toda la llamada transición
democrática, dejémosla simplemente en transición, es decir el paso o
tránsito de una dictadura a una democracia.
El último episodio lo
estamos viviendo con la exhumación de Franco y la descalificación
irracional y sectaria de la llamada Ley de la Memoria Histórica. Todas
las incidencias que han surgido a su alrededor ponen de relieve la
carencia de valores democráticos de muchos de los intervinientes, unos
activamente y otros pasivamente, en la defensa de perpetuar una
ignominia difícilmente tolerable en un país culto, democrático y
medianamente sensible y coherente.
No entiendo cómo
partidos políticos que dicen pertenecer a la Internacional Liberal,
véase Ciudadanos o al Grupo Popular Europeo, véase PP, se oponen a la
salida de los restos de Franco de un mausoleo que perpetúa y exalta la
ignominia de un dictador sanguinario. Incluso algunos ridiculizan de
modo nauseabundo el apoyo público necesario y obligatorio para
desenterrar los cadáveres que yacen en las cunetas con sus cráneos
agujereados por sus ideas republicanas y democráticas.
Me repugna la
miseria intelectual de los que mantienen su desprecio a sus
compatriotas, esgrimiendo como argumento una obviedad. Efectivamente,
hay cosas que requieren una atención inmediata, como por ejemplo, comer,
respirar, disfrutar y gozar de los servicios de lo que se ha dado en
denominar el Estado de bienestar. Sí, es cierto, pero la dignidad
democrática no puede esperar y es perfectamente compatible con las
políticas del día a día y sobre todo con mirar hacia el futuro con una
conciencia limpia.
Lamentablemente estas carencias
democráticas están muy arraigadas en un importante sector de la sociedad
española. Acabamos de escuchar a una incontinente y desenfadada
presidenta de una comunidad autónoma mantener viva la llama del golpe
militar, justificándolo por el peligro que representa el Partido
Socialista, Unidas Podemos y la extrema izquierda, para la estabilidad
de nuestra democracia.
Por lo visto, quiere convertir a España en una
dictadura comunista y volver a quemar iglesias. La estupidez es mucho
más grave, porque no está dicho en la barra de un bar, cargada de copas o
en plena exaltación patriótica de charanga y pandereta, sino en el
hemiciclo de un Parlamento que representa la soberanía popular de los
madrileños, conquistada por lo que lucharon, murieron y fueron
torturados por una "ejemplar" dictadura.
Se ha unido al festival
fascista, el secretario general de Vox que, en pleno delirio mental, ha
acusado a las Trece Rosas de "torturar, asesinar y violar vilmente". Ha
salido tan contento del estudio de televisión.
Podríamos
seguir con los agravios a los valores democráticos por los partidos
políticos que se dicen liberales y de centro derecha. En este punto,
tengo que reconocer que la única postura política coherente me parece la
de Vox, porque no disfraza su añoranza de la España, Una, Grande y
Libre, exaltando al dictador o reclamando la descentralización y la
extinción del Estado de las Autonomías.
En definitiva creo que hay base
más que razonable para decir que nuestra democracia, en muchos aspectos,
es una bella fachada. Como sucede con la reforma de edificios antiguos
que se vacían por dentro, si uno se asoma al interior encuentra
clamorosos y dolorosos vacíos.
(*) Fiscal y magistrado emérito del Tribunal Supremo
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