Portugal es la tierra donde sucede todo lo que no se
esperaba que sucediese. ¿Qué esperar de un Estado nación con casi mil
años de historia que, para hacerse independiente, ve a un hijo declarar
la guerra a su madre? ¿O que su día nacional es el día de un poeta? ¿O
que posee en Belém la torre militar más gay de Europa?
Aquí
todo es imposible y posible. Hablo de un pueblo que en 1500, con tan
solo un millón de habitantes y sin ejército, llega a todo el mundo,
llevando consigo lo peor y lo mejor de Europa. Al desembarcar en India,
como diría Eduardo Lourenço, Portugal no solo se situó en el centro del
mundo. Situó a Europa en el mapa del mundo, hasta entonces totalmente
desconocida en Asia y en las Américas.
Somos un pueblo que bautizó como Corazón y Barbados a dos islas por pura
evocación poética. Que introdujo el coco y el mango en Brasil; la
guindilla en India, que luego dio origen al curry, hoy su plato
nacional; la costumbre del té en la corte inglesa; la tempura y más de
60 palabras empleadas en el día a día de Japón; el alfabeto latino en
Vietnam; la palabra mandarín en España (el que manda) o el ukelele en
Hawái, creando nuevos paisajes culturales que se cree que siempre habían
estado ahí.
Pero siempre está bien recordar lo improbable de todo esto:
como el hecho de que, en una franja de tierra con una partida de
analfabetos y un gigante como vecino, surge de ella un Camões, un Gil
Vicente o un Fernão Mendes Pinto (que debería ser el verdadero símbolo
de la nación, el retrato fiel de muerto de hambre, cuya peregrinación,
muy superior a la escrita sobre Marco Polo, es solo el reflejo de un
desesperado en busca de algo mejor.
Y aquí entramos en las crónicas de los desesperados. Y si
existe un denominador común en casi toda la producción artística en
Portugal es la desesperación: Fernando de Magallanes que, rechazado por
su corte, vende a España la idea de la circunnavegación, lo que le
acarreó amenazas de muerte y destierro por ello; Camões, que casi muere
para salvar su obra, como contó Saramago; Fernando Pessoa, descubierto y
exaltado casi 20 años después de su muerte y Agostinho da Silva o Jorge
de Sena, cuya única forma de sobrevivir fue emigrar a Brasil.
Así,
cuando me piden escribir sobre la cultura en Portugal, siempre me
acuerdo del linaje de desharrapados y excluidos que somos. Incluso hoy,
si quisiesen encontrar un icono actual de la cultura portuguesa, es
posible que lo vean tras la barra de algún bar o trabajando en un hostal
para mantener su creación de artista y, al final, además, ser acusado
de vivir a costa del Estado.
Como diría uno de
nuestros mayores artistas plásticos y diseñador gráfico, Fernando Lemos:
“En Portugal nunca se nace ni se existe antes de los 100 años. Aquí
solo se respeta y celebra el centenario. Hasta entonces, no existimos”.
Tal vez por eso, Almada Negreiros haya escrito que Portugal es “la
patria donde Camões murió de hambre y donde todos se llenan el estómago
para hablar de Camões”.
Pero, en el país de los improbables, es posible
un hombre de origen humilde y poco más que la enseñanza primaria, que
comienza a escribir novelas a los 60 años y que gana el Nobel a los 76,
como nuestro gran Saramago.
En el país de los improbables, un joven de
21 años como Vhils, que crece en un barrio obrero cualquiera de la otra
margen del río, y solo es reconocido en Portugal tras ganar fama a
escala planetaria. Porque aquí, en Portugal, solo existimos cuando nos
reconocen fuera. Hasta entonces, somos invisibles.
¿Y qué decir de
Carlos Paredes, el funcionario administrativo de un hospital que hablaba
a través de su guitarra? ¿O de Amália, que nace en la miseria, entre
putas y borrachos, y se convierte en diva de la nación? ¿O de Carmen
Miranda, que solo después de emigrar se convierte en estrella y símbolo
del Brasil sin fronteras?
Portugal ha destacado a
nivel internacional gracias a un abanico de artistas que, con una visión
diferente e innovadora, han creado obras inapelables y revolucionarias
para la cultura del país, en los campos más variados. Paula Rego,
probablemente una de nuestras mayores artistas vivas, tiene una obra
amplia, universalmente elogiada, y ha sido objeto de varias
retrospectivas y exposiciones. Su importancia es tal que ha sido
reconocida por el ex presidente de la República, Jorge Sampaio, quien
invitó a la artista a pintar el provocador Ciclo de la Vida de la Virgen
María y de la Pasión de Cristo en la capilla presidencial del Palacio
de Belém.
La música portuguesa está viviendo sus años más prolíficos y
eclécticos, ya que cuenta con creadores que, en distintos estilos y
géneros, ha llamado la atención de los portugueses hacia su propia
lengua, y de admiradores de todo el mundo que llenan espectáculos de
músicos como Salvador Sobral, Noiserv o Buraka Som Sistema (proyecto
singular que muestra cómo la fusión de culturas de países de lengua
portuguesa puede crear algo completamente nuevo).
En literatura, Valter
Hugo Mãe destaca como uno de los mayores escritores de su generación, y
ya ha logrado la aclamación del público y de la crítica con novelas
impresionantes e innovadoras como el El Apocalipsis de los trabajadores o
La máquina de hacer españoles.
En el cine, Miguel Gomes, con su obra
maestra Tabú, es el mayor exponente de su generación; en el humor, Bruno
Aleixo; en ciencia, António Damásio ha realizado investigaciones sobre
el funcionamiento del cerebro que son estudiadas y seguidas a nivel
mundial; y en física, João Magueijo ha propuesto una nueva y polémica
teoría sobre la velocidad de la luz, en el libro Más rápido que la luz,
que ha sido debatida en toda la comunidad científica.
Y, finalmente,
pero no menos importante: Joana Vasconcelos, probablemente una de las
artistas portuguesas más internacionales cuya obra, a pesar de que no
reúne la aprobación de todos, ha sido exhibida en el Palacio de
Versalles y en el Guggenheim gracias a su mérito y esfuerzo.
Para un
país tan pequeño y aparentemente tan insignificante, esta resumida
muestra de ejemplos deja claro cómo los portugueses son enormemente más
importantes que su dimensión geográfica.
Cuando era
niño, me gustaba imaginar que Portugal era el país que tenía más mentes
brillantes por metro cuadrado. E incluso hoy quiero creer en ello, al
ver un gol de Cristiano Ronaldo o un discurso de António Guterres al
presidir la ONU.
Pero el problema es: en Portugal todo
es casualidad, todo es accidente, no existe y nunca ha existido una
política de Estado para la cultura. Todo es una suma de improbables.
Estamos hechos de éxitos exclusivamente individuales, que no significan
nada, ya que a cada éxito, aquí, recomenzamos siempre de cero.
Y
quizás sea eso lo que nos convierte en improbables: nuestra
resiliencia. Somos un pueblo a punto de completar un milenio de
existencia, una especie de musgo que insiste en resistir. El
pueblo-cucaracha que sobrevive a todo, incluso a la indiferencia y al
maltrato de los suyos.
Entonces, cuando retratan a Portugal como el país de la melancolía, lamento no estar de acuerdo. Creo que solo somos indiferentes a las amarguras de la historia: líderes que abandonan varias veces a su pueblo, terremotos que destruyen varias veces el país, una guerra colonial ridícula y anacrónica que duró unos desesperantes 13 años. Una indiferencia que nos vuelve los reyes del sarcasmo y de la protesta.
La verdad es que 50 años de
dictadura nos han vuelto apáticos. Porque es más fácil ser víctima que
actuar. Es más fácil ser los pobrecitos y culpar a los demás. Somos “el
pueblo pequeño, el pueblo niño”, de Cesariny, que cree que su salvación
está en los astros. Nuestra eterna fe en el Espíritu Santo y en el
éxtasis.
Y así, basta ver imágenes de los años 40 para darnos cuenta de
que éramos, y todavía somos, un pueblo rural. Mientras en Nueva York los
zepelines sobrevolaban los rascacielos, en Portugal las mujeres del
pueblo caminaban descalzas.
Pero finalmente llega la
revolución que destituyó un régimen en descomposición, la revolución más
bonita que se recuerde. Con un ejército liberador que respeta las
señales de tráfico antes de intentar la revolución y que coloca claveles
rojos en las bocas de los fusiles. La Revolución de los Claveles.
Bonito, ¿verdad?
Pero de poco o nada ha servido a los invisibles, porque el 25 de abril nunca ha llegado a la cultura.
Desgraciadamente,
la élite portuguesa siempre ha sido mediocre, y todavía lo es. Una
élite que cree que la cultura se resume en saber hablar francés, tocar
el piano y quizás tener algunas antigüedades en casa. Que nunca se ha
preocupado por el bien común, sino por el poder por el estatus del
poder, no para ejercerlo en pro de alguna meta.
La política cultural del
Estado portugués está perfectamente simbolizada en la sede del
Ministerio de Cultura, un antiguo palacio real nunca terminado y que
cuenta desde hace más de 200 años con una falsa pared, una falsa fachada
que remata el conjunto arquitectónico. En el fondo, en términos
políticos, todo aquí es fachada.
Y si, a lo largo de la historia, en la
mayoría de países, el arte es y siempre ha sido un ejercicio de
burgueses, aquí, por el contrario, siempre ha sido un ejercicio de
desharrapados que, como yo, con 40 años y ganando mil euros al mes,
ingenuamente creen que pueden hacer algo por su país.
Pero
quizás sea esta plácida inocencia, este mar gigante, el que nos hace a
todos soñar, el que convierte a Portugal, y en especial a Lisboa, en un
dulce y adictivo purgatorio que no conseguimos abandonar. Lo que me
lleva a pensar que tal vez sea nuestra indiferencia, nuestra
displicencia congénita o nuestra genética naíf las que han hecho que los
Malkovich, Madonna, Michael Fassbender o Monica Belluci hayan escogido
este lugar para vivir. Porque aquí, por más acompañados que estemos,
estaremos siempre solos.
Acabamos de celebrar el 10 de
junio, día nacional de Camões, y siempre que veo a agentes culturales
recibiendo condecoraciones, sueño con el día en el que alguien diga:
señor presidente, señor primer ministro, tengo la mayor consideración
por usted pero, en honor de todos aquellos que me han precedido, ¡quiero
que el Estado portugués se meta las condecoraciones por donde le
quepan!
Hoy somos solo 10 millones. Algunos estudios
sobre natalidad alertan de que podemos desaparecer este mismo siglo. Por
mi parte, no lo creo. ¡Un pueblo-cucaracha sobrevive siempre!
(*) Director de Cine
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