Todos los muy bien preparados movimientos que el
presidente ha hecho en las últimas semanas están dirigidos a un solo
fin: el de que haya elecciones en noviembre y el de que éstas resulten
lo más beneficiosas posibles para el PSOE. Si por él y sus asesores
hubiera sido, los comicios podrían haberse celebrado ya, sin esperar a
cumplimentar los plazos a los que obliga la ley.
Porque
el bochornoso espectáculo que tuvo lugar en el Congreso los días 24 y
25 de julio fue para el líder socialista un punto de no retorno.
Cualquier posibilidad de entendimiento futuro con Unidas Podemos
desapareció por completo en esos días. Pedro Sánchez los debió vivir
como una afrenta personal.
Y la organización de Pablo Iglesias dejó de
ser el "socio preferente" de un futuro gobierno para convertirse en un
rival a batir sin contemplaciones. El futuro político del PSOE pasó a
depender, en primerísimo lugar, del debilitamiento de Unidas Podemos. Y
en esas estamos.
No hay nada perverso en ese giro: esas cosas pasan en
política sin que nadie tenga que escandalizarse. Además, y vista desde
fuera, esa nueva orientación responde a la lógica de los
acontecimientos. ¿O es que alguien cree que puede funcionar un gobierno
cuando uno de los socios potenciales del mismo lleva sus invectivas
contra el líder de la otra parte hasta el punto en que las llevó Pablo
Iglesias en aquellas sesiones?
Si es que alguno se
interesa un día por estas cuestiones, queda para los historiadores
comprender los motivos del errático comportamiento de Pedro Sánchez en
el tiempo que precedió a aquel rifirrafe. El porqué, de un día para
otro, aceptó la idea de un gobierno de coalición a la que hasta entonces
se había negado de plano.
Y qué cálculo había detrás de su condición
sine qua non, la de que el pacto solo sería posible si Pablo Iglesias no
entraba en el gobierno. ¿Valoró que esa exigencia iba a ser tomada como
un ultraje por alguien que ejerce el liderazgo de forma tan absoluta y
carismática? ¿Pensó que Podemos nunca aceptaría esa condición?
Cabrían otras cuantas reflexiones sobre el proceso de
negociación que siguió a la sorprendente renuncia de Iglesias a seguir
en ese juego. Pero nos quedamos con una: ¿qué habría pasado si Unidas
Podemos hubiera aceptado la oferta final del PSOE, la de la
vicepresidencia y los tres ministerios? ¿Se arrepintió Iglesias de no
haberla aceptado o para él el ultraje sufrido justificaba su cerrazón?
¿O es que intuyó que después de la caña que le había dado a Sánchez, la
gente de Podemos que entrara en el gobierno iba a pintar lo que los
guardias de las puertas de los ministerios y que ese viaje había dejado
de tener sentido?
Sea lo que fuera, tras el 25 de
julio la posibilidad de un pacto había desaparecido. Y las elecciones
eran inevitables. Nada ha ocurrido en estas últimas semanas que
modifique un ápice ese designio.
Por el contrario, esa perspectiva se ha
reforzado por culpa de la tormenta económica que parece estarse
fraguando en el horizonte. Sánchez quiere elecciones cuanto antes. Un
gobierno surgido de un hoy por hoy impensable pacto con Unidas Podemos
aguantaría poco antes de estallar. Un año a lo sumo. Y dentro de doce
meses la economía estará previsiblemente mucho peor y el PSOE podría
caer bastante por culpa de ello.
Pablo Iglesias podría
hacerle la faena al líder del PSOE si al final decide votarle en la
investidura, tal y como están pidiendo insistentemente sectores de
Izquierda Unida. No es probable que lo haga. Más bien parece que sigue
yendo a por todas y que está dispuesto a jugárselo todo en la campaña.
Sobre todo en el debate televisivo que habrá dos o tres días antes de la
votación y en el que Iglesias espera dejar muy mal parado a Sánchez,
siguiendo la estela de lo logrado en anteriores ocasiones similares.
La
próxima campaña estará por tanto marcada por el enfrentamiento entre
las dos izquierdas. Sánchez la ha comenzado de una manera sutil.
Presentando su programa electoral como una oferta a Unidas Podemos. Nada
más lejos de la realidad. Sus 330 medidas solo constituyen un
articulado y sólido proyecto para ganar votos y quitárselos a Podemos. Y
el "co-gobierno" que le ha ofrecido un añadido perfectamente
prescindible. Porque los mecanismos de control de los pactos no son
creíbles y la entrada en instituciones no tiene peso político alguno.
Podemos
no se va a tomar en serio esa oferta. Que puede incluso reforzar su
rechazo a todo cuanto venga del PSOE. Eso sí. En la campaña los
socialistas dirán cuantas veces haga falta que ellos abrieron los brazos
a las gentes de Pablo Iglesias. En julio y en septiembre. Y que si no
hubo gobierno de izquierdas no fue por culpa de ellos.
Y
puede que no les vaya mal con ese discurso. Porque lo dicen las
encuestas. Y porque en el ambiente de la calle una mayoría está por la
vuelta a la normalidad, al fin de las tensiones políticas. Y más si éste
viene acompañado por algunos regalos como los que el miércoles anunció
Sánchez. Y si Ciudadanos no consigue sacudirse los pésimos pronósticos
de las encuestas, el 10 de noviembre puede irle bastante bien a Sánchez,
a pesar de la posible abstención. Por eso quiere elecciones.
(*) Periodista
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