La noche del 28A millones de votantes progresistas se
fueron a la cama contentos porque había ganado la izquierda, seguros de
que solo podía gobernar esa misma izquierda y confiados en que sería
fácil llegar a un acuerdo para un gobierno de izquierdas, como se les
había prometido en la campaña y demostrado con la moción de censura.
La
otra cara de la moneda la daban millones de votantes conservadores, que
se fueron a dormir resignados ante la perspectiva inevitable de cuatro
años de gobierno progresista.
Tanto el PSOE como Unidas Podemos tuvieron
especial cuidado en no hacer o decir algo que empeorase tales
percepciones hasta las elecciones municipales y autonómicas del 26M.
Mientras, nos contaban que no empezaban a negociar porque, al parecer,
los dirigentes progresistas no saben hacer dos cosas a la vez; una
excusa que hoy suena más bien a coartada.
Fue elegir
alcaldías y autonomías y empezar los problemas. Se desencadenó, de
manera casi inmediata, esta exuberancia irracional de la desconfianza
que va a terminar, si alguien no lo remedia, en una última semana que
más parece la enésima entrega de una de esas franquicias de serie B que
se presentan con ínfulas de superproducción: los actores son malos, los
efectos especiales cantan a kilómetros, las escenas de acción son tan
largas como cutres y los diálogos parecen sacados de una función de
bachillerato.
Luego de pasarnos meses hablando del Juego del Cobarde y
especular con quién frenaría primero para no estamparse barranco abajo,
volvemos a los orígenes: el viejo y clásico Dilema del prisionero, donde
el problema reside en que los jugadores creen que el otro se aproveche
de tu actitud cooperativa preocupa más que acabar desnucado en el fondo
del barranco.
Según las encuestas publicadas hasta
hoy, uno de cada diez votantes ya declara abiertamente que no irá a
votar. Es el doble de cuantos lo habían anunciado en anteriores
elecciones. Solo dos de cada diez votantes de izquierdas quieren volver a
las urnas. En cambio, seis de cada diez electores conservadores lo
están deseando. Si en algo están de acuerdo todos los sondeos es en
detectar cansancio, decepción e irritación. Y es fácil entenderlo.
Imaginen
que, en vez de unas elecciones, estuviéramos hablando de una final de
la Champions y a los seguidores de los equipos ganador y perdedor les
dijeran, meses después, que hay que volver a disputar la final porque el
campeón nos sabe qué hacer con la copa y ha renunciado al titulo. Los
aficionados del equipo al cual le regalan la segunda oportunidad
pagarían la entrada encantados. A los aficionados que ya habían ganado
el título les va a costar entender la necesidad o la conveniencia de
volver a disputarlo; aún más la obligación de volver a pagar la entrada.
(*) Periodista y profesor
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