En el artículo de la semana pasada, entre otros, señalaba cómo la
Unión Monetaria impone una serie de limitaciones a los gobiernos,
dejándoles poco margen para que la orientación de sus políticas
económicas diverja. La distinción entre izquierda y derecha se diluye.
Quizás sea en el campo de la política fiscal y tributaria donde
aparentemente las diferencias podrían ser mayores, al menos en el
relato.
El nombramiento de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y su
anunciada bajada de impuestos, ha hecho surgir opiniones muy
encontradas y discursos muy diversos, dando la impresión de que existen
en la política planteamientos antitéticos.
Para comenzar, habrá que afirmar que en esta materia se da una gran
confusión, mezclada con un cúmulo de intereses. La mayoría de los
tertulianos y creadores de opinión son favorables a la bajada de
impuestos. Es probable que casi todos ellos estén pensando en su propio
bolsillo, y para justificar su posición hacen afirmaciones de lo más
peregrinas. No hace mucho escuché por radio a un líder actual de las
ondas hacer una entrevista al secretario general de uno de los
principales sindicatos.
Se refería este último a la existencia de más de
seis puntos de diferencia entre la presión fiscal española y la media
de la UE. El periodista, supongo que llevado por sus prejuicios en esta
materia, le objetó que había otra forma de elevar la presión fiscal
diferente a subir los impuestos, la de potenciar la actividad económica,
y mostraba con ello el desconocimiento que tiene acerca de este
concepto.
La presión fiscal se define como una fracción cuyo numerador es la
recaudación impositiva y el denominador la producción o la renta.
Potenciar la actividad económica con toda seguridad incrementa la
recaudación fiscal, es decir el numerador, pero debido precisamente a
que se ha aumentado el producto y la renta, es decir el denominador, con
lo que la presión fiscal se mantendrá más o menos estable. Para elevar
esta última variable solo existen dos caminos, subir los impuestos o
combatir el fraude fiscal. En ambos casos se trata de drenar recursos al
sector privado para trasladarlos al público.
Hay una socialización,
aunque parcial, de la economía. Bien es verdad que esa socialización es
relativa. Buena parte de lo que se detrae al sector privado en forma de
impuestos retorna a la sociedad, primero, en forma de trasferencias y
prestaciones sociales y, segundo, en forma de bienes y servicios
públicos; aunque en ambos casos, seguramente, no a los mismos ciudadanos
a los que se les ha gravado, o por lo menos no en la misma medida, y
tal vez sea esto último lo que molesta a los extractos más favorecidos
de la sociedad. La socialización es también relativa porque, en la
actualidad, muchos de los bienes y servicios públicos son gestionados a
través de empresas privadas.
Hay quienes mantienen un discurso demagógico. Con la intención de
proclamar la fuerte presión fiscal que según ellos soportamos, dividen
el año en dos mitades. Solo en una de ellas trabajamos para nosotros; en
la otra, para Hacienda. Olvidan hasta qué punto toda nuestra vida
precisa del espacio y el contexto que el Estado crea y de los bienes y
servicios que proporciona. Es más, estos últimos resultan tanto más
necesarios que los privados, que en muchos casos sin el concurso de los
públicos serían inviables.
Todo esto se encuentra en el orden del discurso, de la teoría, de la
ideología, pero, ¿qué ocurre en la práctica? La realidad es que las
políticas fiscales aplicadas por Aznar y Zapatero, por ejemplo, apenas
presentan diferencias, como no sea que la de este ha sido incluso más
regresiva que la de aquel: eliminación del impuesto sobre el patrimonio;
sucesivas rebajas en el IRPF, que no solo redujeron la recaudación sino
que hicieron al impuesto más regresivo; o las múltiples modificaciones
en el impuesto de sociedades, casi hasta vaciarlo de contenido para las
grandes corporaciones.
En el extremo, llegaron incluso a hablar de tipo
único en el IRPF, algo a lo que no se ha atrevido ningún partido de
derechas, y cuya aplicación —por supuesto— resulta inviable.
Paradójicamente, los gobiernos de Rajoy tuvieron que instrumentar una
política fiscal mucho más dura, seguramente no por convicción sino por
necesidad debido a la crisis económica. Es muy probable que la derecha
mediática y económica no se lo haya perdonado nunca y una de las razones
por las que ha sido tan criticado por los suyos.
Se podría pensar que en Europa la falta de armonización fiscal
origina políticas fiscales muy heterogéneas, lo cual en principio puede
ser cierto, pero ello obedece más a diferencias entre los países que al
signo político de los gobiernos. Países como Luxemburgo, Irlanda,
Holanda y, últimamente, Portugal actúan a menudo, ante la pasividad de
la UE, como paraísos fiscales ejerciendo el dumping fiscal. Pero
precisamente esa competencia desleal va conformando una especie de
armonización fiscal automática, solo que a la baja, porque todos los
países terminan rebajando impuestos para no perder competitividad.
Si se
examina con detenimiento la evolución de los sistemas fiscales de los
Estados se observa como todos ellos, en mayor o menor medida, han ido
derivando hacia estructuras más regresivas. Incremento de los impuestos
indirectos y reducción de los directos; disminución del gravamen sobre
el capital y del impuesto de sociedades; exenciones y rebajas, cuando no
eliminación, de los impuestos de sucesiones y patrimonio; y minoración
tanto de los tramos como de los tipos marginales altos de la tarifa del
impuesto sobre la renta, con lo que este tributo ha perdido
progresividad poco a poco.
En el caso español existe un agravante, el Estado de las Autonomías y
la creciente asunción por estas de la llamada responsabilidad fiscal y
de la autonomía normativa. Especialmente desafortunada fue la cesión de
los impuestos de patrimonio y de sucesiones y donaciones. El modelo
europeo se repite con todos sus defectos, pero a una escala geográfica
mucho más pequeña con lo que los resultados son aun más negativos. Las
distintas Comunidades Autónomas entran en competencia acerca de quién
baja más los tributos y todas —quieran o no quieran— no tienen más
remedio que reducirlos.
La promesa de la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid de bajar
los impuestos en esta autonomía, ha hecho que desde el resto de las
Comunidades Autónomas, especialmente desde las gobernadas por el PSOE,
hayan surgido voces indignadas y muy críticas. Tanto Ximo Puig desde
Valencia como Adrián Barbón desde Asturias han gritado que en España no
tiene sentido que haya paraísos fiscales ni competencia tributaria entre
autonomías. No corresponde al espíritu de la Constitución, afirma el
asturiano.
Sin duda todas estas críticas tienen razón. No tiene sentido ni
quizás esté en el espíritu de la Constitución, pero por desgracia sí
está en la letra y en la ley. El Estado de las Autonomías, al menos como
se ha ido concretando pacto tras pacto y normativa tras normativa,
genera contradicciones sin cuento y no es la menor la de las
discrepancias fiscales que se producen entre los territorios,
estableciéndose entre ellos una competencia desleal. Pero habría que
preguntar a los que ahora se quejan si están dispuestos a dar marcha
atrás en el proceso y a renunciar, por ejemplo, a la capacidad normativa
de las Comunidades Autónomas.
Menos razón tiene el vicepresidente de la Comunidad de Madrid. Aguado
califica de infierno fiscal al resto de las autonomías y afirma que la
fiscalidad baja o moderada ha funcionado, ha generado crecimiento
económico y puestos de trabajo. Con carácter general tal afirmación es
falsa. El argumento de que la reducción de impuestos reactiva la
economía no tiene demasiada consistencia, ya que olvida el descenso en
el gasto público que es preciso acometer como contrapartida y que a su
vez deprimirá la actividad económica, incluso en mayor medida que lo que
puede haberla incentivado la bajada tributaria.
Desde Keynes se sabe
que el aumento del gasto público tiene más potencialidad para reactivar
la economía que la minoración de impuestos, ya que los receptores en el
primer caso tienen una propensión a consumir mayor que en el segundo, y
por lo tanto incentivarán la demanda en un porcentaje superior.
Esto es con carácter general, pero cuando se produce el dumping
fiscal los efectos pueden ser diferentes. El primer país o Comunidad
Autónoma que se adelanta en disminuir la imposición puede obtener
beneficios adicionales al robar a los otros países o autonomías un trozo
de la tarta.
Por ejemplo, las exenciones o desgravaciones en los
impuestos de patrimonio y sucesiones en una Comunidad Autónoma pueden
incrementar la recaudación de esta autonomía, principalmente vía
impuesto sobre la renta, ya que determinados contribuyentes, en
particular los de patrimonio e ingresos altos, trasladarán, si les es
posible, su residencia a ella. Ahora bien, es de prever que esos
beneficios serán transitorios puesto que lógicamente el resto de las
autonomías reaccionarán adoptando medidas similares. El resultado será
una menor recaudación generalizada y mayor regresividad en el sistema
fiscal.
Lo que no tiene razón de ser son los reproches surgidos desde
Cataluña; curiosamente desde uno de los principales, si no el principal,
periódico de la región, La Vanguardia, caracterizado por su
conservadurismo y tendencia liberal, amante siempre de la bajada de
impuestos. Basa su perorata en que Madrid goza de una situación
privilegiada, lo cual es cierto, pero no por la capitalidad sino por la
concentración de poder económico; algo similar a lo que ocurre en
Cataluña, o al menos ocurría hasta que el procés expulsó a muchas
empresas hacia otras regiones de España.
Precisamente estas situaciones
privilegiadas, concretadas en última instancia en una renta per cápita
superior a la de la mayoría de las comunidades, debe compensarse
mediante el sistema de financiación autonómica con transferencias a las
regiones menos favorecidas.
Así ocurre en el caso de Madrid, pero en
mucha menor medida en el de Cataluña, hecho que quedó complemente de
manifiesto con la publicación de las deseadas balanzas fiscales, tan
reclamadas por el nacionalismo y olvidadas en cuanto que se vio que los
resultados no eran favorables para sus argumentos. Los resultados no
podían ser distintos, puesto que el actual sistema de financiación, del
que tanto reniega ahora el nacionalismo, se elaboró en tiempos de
Zapatero y el tripartito, a conveniencia de Cataluña.
Si los catalanes son de los españoles que pagan más impuestos y la
Generalitat la institución autonómica más endeudada, no es porque el
sistema de financiación autonómica les perjudique; todo lo contrario.
Tampoco es porque los catalanes disfruten de mejores servicios públicos
(no parece que sea así), y mucho menos porque el gobierno de la
Generalitat sea de izquierdas.
Lo llevo escribiendo desde hace muchos
años, el partido más de derechas desde la óptica social y económica ha
sido siempre CiU. Solo se necesita repasar las actas del Congreso de los
Diputados y constatar cuales han sido todas sus proposiciones. La razón
de los mayores impuestos y del fuerte endeudamiento es otra: la
desviación de recursos a finalidades espurias, irregulares o
partidistas, cuando no delictivas.
Es curioso que La Vanguardia, entre los reproches comentados,
haya introducido la corrupción de la Comunidad de Madrid, pues esta,
grave como todas las corrupciones, ha sido coyuntural y obedece a una
determinada época. La de Cataluña, sin embargo, es estructural. El 3 por
ciento ha estado presente desde el inicio, enraizado completamente en
todo el tejido económico, público o privado. Ha contado con el silencio
cómplice de toda la sociedad. Todos lo sabían y todos callaban, desde la
prensa hasta la oposición, pasando por los empresarios y todo tipo de
organizaciones y asociaciones. Del 3 por ciento o similar se han nutrido
las cuentas privadas en Andorra o en otros paraísos fiscales de los
dirigentes del nacionalismo, pero también la financiación de CiU, e
incluso se han costeado aquellas actuaciones tendentes a fomentar el
independentismo que no podían hacerse a las claras.
Los recursos de la Generalitat se han destinado asimismo a lo que
Pujol llamaba “crear país”, es decir, a propagar el nacionalismo dentro y
fuera de Cataluña, mediante la creación de chiringuitos, la subvención
de las actividades más variopintas, y de ayudas a los medios de
comunicación públicos y privados.
El mayor gasto de la Generalitat se
explica también porque paga los sueldos más altos de las
Administraciones españolas, comenzando por el presidente, cuya
remuneración es la más elevada de todas las Comunidades Autónomas,
incluso mayor que la del presidente del Gobierno, y siguiendo por los
propios ex presidentes que gozan de prebendas que no tienen comparación
en ninguna otra Autonomía. Hay que suponer que los sueldos de los
funcionarios, al menos de los altos, gozan de la misma ventaja
comparativa. Ello se percibe a menudo con suma claridad cuando se
comparan ciertos colectivos como el de la policía o el de los
funcionarios de prisiones.
La Vanguardia, en la línea del victimismo nacionalista,
insinúa que la Comunidad de Madrid pide al resto de los españoles que
financien las rebajas fiscales de los madrileños. Es el “Madrid nos
roba” de siempre, pero aquí los únicos que roban es un grupo de
catalanes a otros catalanes y quizás a todos los españoles. Eso sí, con
la complicidad de ciertos medios y empresas que son partícipes a título
lucrativo.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario