Son tan pocos los políticos de fuera de Catalunya, y, sobre todo, de Madrid, que tienen una mínima empatía personal con los presos políticos o los exiliados que cuando surge una voz como la de José Luis Rodríguez Zapatero
al menos hay que escucharla.
El expresidente fue responsable de dos
cosas diametralmente opuestas durante su mandato: el arranque de todo el
proceso del Estatut pero también de su frenazo y
mutilación en el Congreso de los Diputados.
Bajo su mandato, el Tribunal
Constitucional emitió aquella sentencia tan inadmisible que
descuartizaba un texto ya votado en referéndum por el pueblo de
Catalunya. Aquel fallo fue el inicio de todo el movimiento
independentista actual, de las movilizaciones, la consulta del 9-N, el
referéndum del 1-O y la declaración de independencia.
Los expresidentes del gobierno en España son como aquellos jarrones
chinos que, estén donde estén, molestan. No tienen un estatus como en
otros países y su papel deviene entre ingrato e insignificante. Dos de
los expresidentes españoles, Felipe González y José Maria Aznar,
han roto las costuras y han aprovechado, siempre que han podido, para
terciar en la política doméstica y tratar de influir al máximo en sus
propias filas.
No es el caso de Zapatero, que si bien tiene en su debe
la gestión de la crisis económica más grave que ha padecido España, en
su haber está sentar las bases para la solución del conflicto armado en
Euskadi y el abandono de la violencia por parte de la organización terrorista ETA.
Es, en clave histórica, sin duda su gran logro, y quién sabe si una de
las razones que le llevan a interrogarse sobre si puede o no jugar un
papel en el conflicto catalán y cuál debería ser dado que no tiene la
representación de nadie y solo le avala el cargo de expresidente que,
bien jugado, puede dar mucho de sí.
Este martes, Jordi Basté le arrancó en su programa El món a Rac1 que había conversado con Oriol Junqueras en prisión y que estaba bastante informado a través de un buen amigo suyo de lo que hacía y los movimientos de Puigdemont.
Pocos, muy pocos en Madrid, pueden decir eso y los que podrían hacer
una declaración similar no se atreverían a hacerlo por miedo a que no
pudieran moverse por la capital sin ser insultados.
Basté, hábil, cogió
al vuelo la noticia y, entre otras cosas, le sacó que esperaba una sentencia que no comprometiera el diálogo.
Suficiente para que la derecha saliera de sus crisis internas por unos
minutos. ¿Qué había dicho ZP? Si hablar con los independentistas es poco
menos que un delito y lo que se persigue es una condena lo más dura
posible, ¿dialogar?, ¿para qué?
Obviamente, el diálogo está verde, muy verde. No tanto por parte del
independentismo, que, como se vio en diciembre del pasado año, la última
vez que los dos gobiernos hablaron en el palacio de Pedralbes, está
dispuesto a sentarse en la mesa, sino por el Gobierno, condicionado por
una dinámica infernal en la política española.
Pero en algún momento se
deberá reanudar el diálogo, sin renuncias pero también sin vetos. Y con las urnas siempre como referente para escuchar a la ciudadanía.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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