Pese a ser un campo abonado para el adocenamiento, la política ofrece
a veces ejemplos de versos sueltos que se niegan a rimar con el
conjunto y que sugieren una personalidad poderosa y compleja. La
condición de espíritu libre suele adquirirse por edad, por falta de
ambición o por todo lo contrario: por poseer un ombligo de un tamaño
descomunal similar al cráter de un volcán.
A esta última categoría
pertenece Josep Borrell, un Juan Palomo autosuficiente para cubrir sus
necesidades, las básicas y las otras, con una capacidad para pensar en
sí mismo algo más que notable.
Este mismo jueves se anunciaba que Borrell había decidido renunciar
al escaño de eurodiputado para continuar como ministro, y se presentaba
su decisión como un ejercicio de patriotismo. Según se indicaba, ante la
perspectiva de que la investidura se retrasara y dadas los enormes e
inmediatos desafíos de la política exterior española, el que fuera
cabeza de lista a las elecciones europeas había preferido no mudarse a
Estrasburgo y continuar al frente del Departamento.
Al fin y al cabo –o
eso se decía- los parlamentarios europeos se iban ya de vacaciones y su
aliento y su inteligencia eran más necesarios en Exteriores ya que, ante
su marcha, quedaría en una situación de interinidad poco aconsejable.
Traducido al esperanto, que no había nadie en el Consejo en funciones
capaz de asumir esta responsabilidad a plena satisfacción en momentos
tan convulsos.
Tal y como se explicó aquí en su día, que la cara de Borrell
estuviera en los carteles de las elecciones europeas no fue un peaje que
tuvo que pagar Pedro Sánchez para contentar a sus futuros aliados
independentistas y asegurarse así sus apoyos en la investidura, como
algunos denunciaban escandalizados, sino una exigencia del propio
ministro.
Es más, la intención inicial de Sánchez y del líder del PSC,
Miquel Iceta, era que fuera el cabeza de lista por Barcelona en las
generales. Su vacío lo ocupó rápidamente la entonces ministra de la
Función Pública, Meritxell Batet, a quien la fortuna siempre suele
sonreír y que, convertida casi por carambola en presidenta del Congreso,
sigue encantada de haberse conocido.
Obviamente, con su salto a Europa el ministro no pretendía reverdecer
viejos laureles en un Parlamento que ya llegó a dirigir sino mostrar
sus credenciales a alguno de los altos cargos de la UE que deben ser
renovados y cuyo reparto ahora mismo se está negociando. Sin despreciar
otros destinos, que no siempre se obtiene lo que se pretende, Borrell
aspiraba a suceder al polaco Donald Tusk en la presidencia del Consejo
Europeo, un puesto con rango de jefe de Estado cuyo mandato expira este
próximo mes de noviembre.
De su decisión de continuar en el Ministerio
cabe suponer por tanto que las cosas se han complicado, ya sea porque lo
conseguido no satisface sus expectativas o porque las negociaciones
marchan a un ritmo mucho más lento de lo esperado.
No sólo es legítimo sino tremendamente necesario para el país que
haya españoles en los puestos de mando de las altas instituciones
europeas, pero conviene guardar las formas. El cabeza de lista del
partido que ha ganado las elecciones europeas no puede dejar de tomar
posesión del escaño porque le parezca peccata minuta sin que su gesto sea interpretado como una burla a los electores que le dieron su voto.
A Borrell el retraso en la investidura de Sánchez se la trae al
fresco, y la prueba es que, junto a los argumentos patrióticos para
justificar su continuidad como ministro, se deslizaba que la puerta a
ocupar un cargo de responsabilidad en la UE no estaba cerrada sino
abierta de par en par.
En resumidas cuentas, que si la ocasión llega
mañana ya le pueden ir dando a la interinidad de Exteriores, al Palacio
de Santa Cruz y a la cartera de cuero negro con letras doradas que le
dieron a la entrada. Lo de ser un verso libre con ascendencia suficiente
en el poema consiste esencialmente en eso: en hacer lo que te da la
gana.
(*) Periodista
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