Los pasados de los partidos políticos están llenos de piedras. Son
viejos del día de ayer y carecen de pasados que vayan más allá de unos
pocos años. El más viejo de los contendientes, el PSOE, aparece tan
ajado después de tantas refundaciones como una Bette Davis
de la política.
Las arrugas no les van bien a los dirigentes y por eso
constituyen auténticas tribus a gusto del jefe en la que no desentone
nadie. Mantienen las siglas como una marca de fábrica para no
arriesgarse a confundir al electorado, pero el producto es nuevo. Quedan
las piedras. Se las echan a la mochila en la esperanza de que no la
abra nadie y en el peor de los casos decir que no era suya, que se la
cedieron sin que ellos supieran qué iba dentro.
¿Qué tiene que ver el PSOE fundacional de Pablo Iglesias con el de Pedro Sánchez, si ni tan siquiera se parece al de Felipe González? ¿Y el PP de Casado?
Cualquier similitud con los Siete Magníficos de Fraga Iribarne es
metralla de combate electoral. Aznar, en su aspiración de convertirse en
el Churchill patriótico, no puede cegarnos en la incontestable realidad
de ser una piedra, otra más en la mochila del PP. Negándose a ejercer
de jarrón chino, ese destino que el ahora alabado estadista, González y
Asociados, consideraba inevitable para cualquier expresidente.
Todas esas son piedras finas, cantos rodados en la mochila de un PP que trata de refundarse pasando lista, como en la mili,
para ir colocando en cuarentena a los implicados en la corrupción, por
acción o por omisión. Ahora echan mano de los toreros. Ningún partido se
suicida de borrachera en la fiesta de cotillón; para eso hay que ser
muy joven como “Nosotras ¡ay! Podemos”, que tiene una mochila llena de
lápices de colores.
Si la memoria sirviera para algo que no fuera la literatura sería muy sencillo mostrar la estupidez de algunas comparaciones. José María Aznar
fue un cazador de señuelos, valga la metáfora ahora que la izquierda
asentada descubre las especies animales amenazadas mientras se nos
mueren los precarios. Han pasado del “ponga un pobre en su mesa” a “besa
al cerdo ante el cadalso”.
El señuelo de la cacería de Aznar era Adolfo Suárez.
No le quería como pieza de su partido sino como figura en la estantería
de su casa, por eso aceptó que si el jabalí enfermo y cansado se le
resistía no estaba mal aceptar al jabato.
Así fue como Adolfo Suárez Illana
fue nombrado candidato digital para enseñorearse en las praderas de
Castilla-La Mancha, como si rejoneara en las praderas de su suegro, el
terrateniente Flores. Se lo advirtieron al Churchill
de La Rioja, “a este chaval le falta seso”, pero él no escuchaba más
que a su buena estrella -Aznar es de los atrevidos que nunca se
equivocan, porque no tiene memoria de sus errores-.
Y así, Suárez Jr. se
presentó a las autonómicas. Bono le barrió
y el chaval, aunque se quedó hecho unos zorros, echó la culpa al PP y
exigió a Aznar “todo el poder en Castilla-La Mancha”. Le despidió para
siempre jamás, por tonto y zangolotino. Lo acaba de recuperar Casado como número dos por Madrid,
ahí es nada la que va a armar el chaval. Siempre que habla mete la
pata. ¿Quieren una prueba más de que la memoria no cuenta? Solo pesa en
el morral de los partidos.
Ocurre como con Franco.
La izquierda institucional creía tener ahí una brecha hacia el corazón
del PP. No les basta con la corrupción sistémica porque es una epidemia
que afecta a todos los que llevan más de diez años formando la casta,
ésa que ha crecido tan rápido en los últimos años que ya no salva a
nadie.
Sánchez, que hace política como
quien juega al baloncesto, siempre tratando de encestar en el campo
contrario, pretendió hacer la canasta de su mediocre encarnadura
política sacando a Franco del Valle de los Caídos. Consiguió convertirle
en una patata caliente que ahora no sabe cómo escupir. Que lo resuelva
el Supremo, como quien dice: “El que venga detrás que lo arregle”.
En vez de pensárselo dos veces y calibrar las nunca explicitadas razones
por las que ninguno de sus antecesores se metió en ese berenjenal,
creyó encontrar el procedimiento para ponerse las medallas del antifranquismo
que ni olió, y de paso remover las piedras de la mochila del PP.
En vez
de preocuparse por dar fin a la flagrante injuria que aún siguen
sufriendo los familiares de asesinados tras el Levantamiento del 18 de
Julio, él fue a encestar y se quedó sin balón. En vez de cerrar la
herida la destapó y descubrió que aún está supurando.
Feliz izquierda sin memoria y ya con mochila. Decir que Franco fue un dictador criminal comparable a sus compadres Hitler y Mussolini
es una obviedad, pero para repetir obviedades no se paga el cargo ni se
hace campaña. Hay que añadir a la obviedad una evidencia que nos hace
ser precavidos, si no con la palabra, sí con los gestos.
A diferencia de
sus hermanos siameses, Franco ganó dos guerras; la primera la de
nuestros padres y la segunda la nuestra. Murió en la cama y tras décadas
de apoyo de las democracias occidentales, con los Estados Unidos a la
cabeza. El falaz garante de demócratas servidores del Imperio le
concedió un seguro de vida y la oposición fuimos incapaces de
derribarlo. La sociedad le enterró entre sollozos.
No hagamos de nuestro fracaso una infantil venganza post-morten.
Los nietos se rebelaron, es lo que cabía esperar, pero cuando hablamos
de sacar al franquismo del PP estamos cometiendo una omisión capital. 40
años de dictadura sangrienta hasta el último momento no pueden hacernos
olvidar que no somos vencedores de ninguna batalla épica, todo lo más
hábiles negociadores de nuestras derrotas y lo suficientemente
conscientes de nuestras limitaciones como para no llenarnos la boca con
el antifranquismo de los chicos asentados que se han creído las
mentirijillas de sus mayores.
La transición, tan sacralizada, tiene un
lado laico y cruel para quienes hubimos de aceptarla, es decir, todos.
¡Saquen a Franco de la política, idiotas! Tengo en mi memoria aquel día de diciembre del 77 en que Santiago Carrillo se encaró a Manuel Fraga
en las Cortes para decirle que de haber otra guerra civil no la
ganarían los mismos. Se produjo un silencio espeso y luego, como en el
verso, “fuese y no hubo nada”.
(*) Periodista
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