Desde los tiempos de César, cuando se
llevó como trofeo de guerra a Vercingétorix a Roma, al poder le encanta
exhibir su gloria y nada mejor que obligando a desfilar a los vencidos
en condiciones humillantes.
La siniestra cabalgata de ayer desde
Lledoners y las otras dos prisiones, adobada con las vejaciones a los/as
presas es una prueba irrefutable de malos tratos, degradantes y
humillantes.
A un paso ya de la tortura, desde luego, psicológica.
Añádase a ello la perspectiva de tres traslados semanales de ida y
vuelta desde las prisiones al Supremo durante el proceso.
El
paso está dándose ya pues el trato que reciben en los centros
penitenciarios refuerza la tendencia a vejaciones de los funcionarios
armados del Estado. Medidas absolutamente arbitrarias, irracionales,
sirven para atacar la autoestima de los reclusos y tratan de
deshumanizarlos. Les han requisado todas las prendas de color amarillo,
incluido un rotulador. Y los ordenadores.
Todo
es entorpecer, obstaculizar, impedir que los presos tengan el sosiego
necesario (y los medios materiales) para preparar su defensa. Los
tribunales, el ministerio del Interior, el gobierno, todos aúnan
esfuerzos en contra de los presos políticos en un frente cerrado. El gobierno, por ejemplo, impide que TV3 trasmita desde la sala. Lo que no prohíbe el juez, lo prohíbe el comisario.
Es
tortura, es maltrato, abuso psicológico. El Estado está cubriéndose de
gloria. El ministro de Asuntos Catalanes y Propaganda, Borrell, destina
cientos de miles de euros a producir material audiovisual, vídeos,
vamos, para propagar la visión oficial del Estado: una minoría de
descerebrados que ya están a buen recaudo, dando cuenta de sus
crímenes, ha encandilado a una porción apreciable de catalanes que,
inducidos a error por la propaganda de los medios de comunicación
separatistas, siguen a los descerebrados sin saber bien qué hacen.
Ahora
despertarán de su ensueño cuando caigan las justas condenas del Estado
español, perdón, de la justicia española.
Saben
muy bien a lo que se enfrentan, a una sublevación popular; pero no
quieren reconocerlo. Es la receta más segura para el fracaso, porque la
exhibición de fuerza no es fuerza. Así como el valor no se puede fingir,
tampoco la fuerza.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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