El viernes 2 de septiembre del 2016, horas antes de que tuviese lugar la segunda votación de la fallida investidura de Mariano Rajoy,
dos personas reservaron la habitación 405 del hotel Palace de Madrid,
con vistas a la carrera de San Jerónimo.
Al filo de las siete de la
tarde, los huéspedes de la 405, acompañados de otras personas,
desplegaron una pancarta en la ventana, con unos globos. Para acabar de
llamar la atención de los transeúntes destaparon unos botes de humo.
Humo azul. La pancarta decía: “Había una vez un circo”.
(Mariano Rajoy no fue investido hasta el 29 de octubre,
cuando ya estaba a punto de expirar el plazo que habría dado pie a otras
elecciones, las terceras en un año. Como el lector recordará –es
importante ejercitar la memoria en estos tiempos confusos–, Rajoy obtuvo
la investidura después de una trifulca fenomenal en el PSOE, que acabó
con la defenestración de Pedro Sánchez tras una virulenta
reunión del comité federal a finales de septiembre.
Nueve meses después,
Sánchez recuperaba la secretaría general del PSOE interpretando la
“melodía Podemos” en las primarias socialistas, con severa derrota de Susana Díaz,
que había sido arropada por casi todos los notables del partido. Díaz
no supo leer la trascendencia de su derrota, como se ha podido comprobar
en fecha reciente en Andalucía.
Al cabo de un año, el defenestrado
alcanzaba la presidencia del Gobierno. Seis meses después de la
triunfante moción de censura, Sánchez se halla en alta mar, con fuerte
oleaje. En el puente de mando todos se santiguan).
Volvemos a la pancarta del Palace. La acción fue llevada a
cabo por militantes del Hogar Social de Madrid, organización que se
inspira en el último formato del neofascismo italiano, el movimiento
Casa Pound. (El nombre recuerda al poeta norteamericano Ezra Pound, entusiasta admirador de Benito Mussolini). Casa Pound aún no tiene representación parlamentaria, pero aplaude a menudo al nuevo hombre fuerte de Italia, Matteo Salvini, el ministro del Interior que ama exhibirse con chaqueta de policía. “Somos los fascistas del tercer milenio”, afirman.
“Un neofascismo con acento social podría llegar a germinar
si el sistema político español se bloquea y la voz de los más
damnificados por la crisis es ahogada. Después de Podemos, partido que
acepta la Unión Europea, el euro y la pertenencia a la OTAN, puede venir
algo muy distinto. Los cambios ya no avisan con mucha antelación”.
Escribir estas líneas en septiembre del 2016 podía ser algo
extravagante. (Tuve ese temor al concluir el artículo). Hoy quizá no lo
sea tanto.
Dos años y medio después, el griterío es ensordecedor. El
Gobierno surgido de la moción de censura tiene dificultades para
conseguir que sus decisiones concretas (por ejemplo, la subida del
salario mínimo a 900 euros) presidan el debate público. Nadie sabe si se
podrán aprobar los presupuestos del 2019. El calentamiento social
prosigue. La protesta de los taxistas empieza a recordar al movimiento
de los chalecos amarillos franceses.
Podemos, el partido que dio voz a
la protesta y la condujo al Parlamento, se halla ahora ante una patética
crisis, de fuerte sesgo personalista. El legitimista catalán Carles Puigdemont recurre
desde Bruselas ante el “ilegítimo” Tribunal Constitucional una decisión
de la Mesa del Parlament, con mayoría independentista. Ciudadanos, que
dice admirar al liberal Emmanuel Macron, converge con la extrema
derecha en Andalucía. Y el Partido Popular teme ahora verse desbordado
por Vox, grupo trumpiano con incrustaciones fascistas.
La pancarta, la pancarta...
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
No hay comentarios:
Publicar un comentario