La clase política está
pasando las Navidades más angustiosas de las últimas décadas. Se le
atraganta el turrón y sin necesidad de comer polvorones se empapizan con
declaraciones de vuelo tan corto que, apenas salen de su boca, ya
exigen agua para hacerlas tragar; no están los tiempos para champán.
¿Qué va a ser de nosotros?, se preguntan.
Estamos en tiempo de tuertos. ¡Vaya problema que tiene la derecha en Andalucía!,
exclaman los derrotados. Las angustias, cuando se tiene el poder o
cuando está al alcance de la mano, son menos acuciantes que si toca
digerir el eructo de la decadencia. Los discursos,
ya se sabe, son siempre triunfalistas. Se exhiben demasiados capitanes
del Titanic pero sin Titanic: apenas una chalupa.
Pero nadie tan tonto
como para soñar que no pasa nada, que todo está bajo control, cuando la
verdad es que no hay previsión posible. Estoy convencido de que el
primero que no sabe cuándo convocará elecciones es el presidente Sánchez y de ahí que todo se mueva con ansiedad mientras las redes, ésas que pescan incautos, echan humo.
La única certeza es que con la ansiedad se multiplica la mala leche,
auténtico sucedáneo de la pastelería navideña. Los tragaldabas de las
columnas salomónicas que se prodigan por tierra, mar y aire, aseguran
que el problema de la derecha es “Vox”. Me
temo que estamos en el punto de vista de los tuertos, porque el problema
de la izquierda está en haber hecho inevitable un fenómeno como “Vox” y
asumir lo que de letal tiene para una ciudadanía que ha pasado de la izquierda imaginaria a considerar la extrema derecha como paliativo.
Lo más obvio es lo que nadie quiere explicar, y se reduce
a la hegemonía de la izquierda tuerta, con un discurso tan falaz que
acabará en la inanidad siguiendo la grisácea estela de los socialistas
catalanes del PSC, ahora redescubiertos por los mismos que los
abandonaron. Una izquierda catalanista es
un juego de palabras sin virtualidad política, porque el catalanismo
vive de sus propias leyendas y de sus turbadoras vergüenzas. Que ahí
haya lugar para los trepas sin destino no significa que sea una opción
tentadora para los ciudadanos que viven y trabajan sin subvenciones.
Dejemos de imitar a los tuertos analíticos y afrontemos la realidad: ¿cómo se explica a un votante español que Santiago Abascal es un extremista de la derecha y el señor Quim Torra no? El único argumento es el del hooligan:
los de mi equipo, los de mi tribu, los nacional-católicos catalanes no
son tan extremosos como los del equipo contrario.
Claro está que la
condición imprescindible de esta falacia reside en que primero hay que
hacerse socio y luego una fe ciega, rasgos que no tienen nada que ver
con la convivencia. Mientras un nacionalista racista, xenófobo y
ultracatólico sea presidente honorífico de la Generalidad de Cataluña no podemos excluir la deriva reaccionaria de la derecha hispana.
Hubo un tiempo en el que la izquierda se
jactaba de ser el elemento racional de una sociedad en plena lucha de
clases. Eso se ha perdido si es que alguna vez fue cierto. Metidos
estamos en un buen berenjenal en el que lo políticamente correcto nos
consiente salir por peteneras.
Los sueños de República que
aún persisten en mí mismo y en muchos otros, perplejos ante los neo
republicanos de la barretina, nos obligan a decir que entre una
República ultramontana, de clerigalla y xenofobia, de pijos asentados a
costa del dinero público, y una Monarquía constitucional, no hay opción.
La idea de República exige un consenso que no se da en este momento,
más bien al contrario, y me inclino a pensar que quizá la inocuidad de
este brindis al sol de la República sea el buscado salvavidas de una
izquierda abocada a entrar en “la casta” para la que ha hecho méritos de
palanganero.
Los nuevos de la hornada patriótica que abarca a toda
España, con especial delectación en Cataluña, no están al tanto de que
en la votación sobre la Monarquía de la Constitución del 78,
el PSOE se abstuvo; entonces se debía a su historia, gesto muy
criticado por Santiago Carrillo recién convertido al monarquismo y a la
realidad.
No nos engañemos porque la protección
policial que protege a los afines, sus guardaespaldas, sus reuniones
parecidas a tribus en espera de un pesebre, todo eso no puede impedirles
ver una realidad incontestable que sufre la ciudadanía. La convivencia hay
que contemplarla como es y para la gente de tropa, que somos todos los
que no vivimos del erario, esa convivencia se está deteriorando a pasos
agigantados.
Y no es producto de “Vox” sino el efecto que se está
gestando en la gente desde hace una década por el deterioro social, la
precarización del empleo, la ausencia de sindicatos dignos de tal nombre y muchas otras cosas que arrasan la frágil sociedad española.
Si a la sociedad española
se le ha atragantado la inefable casta política, aunque no lo digan
todavía de manera rotunda las locuaces urnas de la abstención -en
Andalucía parecen ser el tesoro mejor guardado y al que nadie quiere
llegar pese a su considerable volumen, un 43 %-, ese fantasma lleva
irremisiblemente al voto del rechazo, y ése no es ya Podemos sino Vox. A
menos que ejerzamos de tuertos.
¿Quién puede dudar de que se está produciendo un deterioro letal de la convivencia cuando en Cataluña se
pueden cortar autopistas, embadurnar las casas del adversario,
amenazarle de muerte, sin que las instituciones encargadas de velar por
la libre opinión hagan nada fuera de considerarlas manifestaciones de la
libertad de los suyos?
Y sin embargo, en un rasgo de surrealismo
involuntario, el Consejero de Interior, Miquel Buch,
un gañán que puede joderte la vida, amenaza con abrir expediente a un
mozo de esquadra que en un rasgo de sensatez poco propia de un
uniformado, le dijo a un funcionario manifestante: “¡La república no
existe, idiota!”. Como el gañán no se atreve a castigar por afirmar la
evidencia de que “la república de los 8 segundos no existe”, le
expedienta por llamar “idiota” a un agresor.
Es
duro tener que bregar con los idiotas, y más cuando nos gobiernan, pero
en aras de esa convivencia que en Cataluña toma forma de paraíso
perdido, no quedan otras alternativas que esperar tiempos mejores y
entretanto desearles, incluso a ellos, felices fiestas, antes de que nos
machaquen impunemente. Eso sí, “pacíficamente”.
(*) Periodista
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