Pablo Casado, dicen que reforzado por el resultado andaluz —perdió solo 316.000 votos en la oposición y el PSOE de los ERE 402.000—, volvió a exigir ayer otro 155, esta vez por tiempo indefinido, alegando que la situación en Cataluña es insostenible.
El error —no solo de Casado—
es no ver que el evidente desorden en Cataluña —más político que de
orden público, porque pese a todo Barcelona no es París— es la
consecuencia y la prueba de que el unilateralismo independentista ha perdido la brújula de navegar tras la aplicación sucesiva del moderado 155 de Rajoy y de la desinflamación de Pedro Sánchez.
Lo escribí el pasado miércoles
tras una semana de protestas de distintos colectivos (médicos,
bomberos, profesores, estudiantes y funcionarios) contra la política
social de la Generalitat —detalles sin importancia para Eduard Pujol,
uno de los hombres de Puigdemont en Barcelona— y por la convocatoria de
una huelga de hambre por parte de Jordi Sànchez, número dos de JxCAT y de los 'consellers' de dicha lista, contra el criterio de Oriol Junqueras y los de la lista de ERC.
Que el independentismo tenga serias divisiones es incluso lógico tras el gran ridículo de la DUI —paliado, dato a no olvidar, por su victoria en las posteriores elecciones del 21-D—, pero que convoquen algo tan serio y relevante como una huelga de hambre contra la Justicia española
sin acuerdo previo es mucho menos comprensible. Indica una gran
fractura interna que ni la prisión provisional e incondicional sin
fianza durante muchos meses ha logrado evitar.
Fueron las protestas contra la Generalitat, la huelga de hambre descoordinada y el hecho de que el mundo de la antigua CDC todavía no tiene candidato a
la alcaldía de Barcelona lo que me confirmó —lo escribí el miércoles de
la semana pasada— que el independentismo había perdido la brújula de
navegar.
Pero lo acontecido los últimos ocho días es mucho más espectacular. No
es ya que haya perdido la brújula, es que sus contradicciones han hecho
que su liderazgo esté agonizante. Tiene un 'president' en Waterloo (Puigdemont) cada día mas desconectado e impotente ante el día a día de Cataluña.
A otro presidente, Quim Torra, en avanzado estado de desintegración, porque ni quiere ni sabe dirigir un Gobierno. Y a un antiguo vicepresidente, Oriol Junqueras (un 'president' en potencia), que no puede poner orden desde la cárcel (comprensible), pero que también es víctima, como el día de la DUI, de creer que no debe plantar cara al maximalismo, a una parte de la clientela que se disputa el puigdemontismo.
Y la ausencia de liderazgo hace que dos actores secundarios tengan que intentar salvar los muebles. Por una parte, Elsa Artadi, una economista que viene de Mas Collell (el secesionismo racional) pero que está próxima (o ha estado) a Puigdemont (el independentismo primitivo).
Por la otra, el prudente Pere Aragonès, actual vicepresidente económico, un hombre de Junqueras.
No pueden marcar directrices porque no lideran, pero les toca imponer
un poco de racionalidad en el último momento y mantener abierto un canal
de comunicación con el Gobierno de Madrid. Son los coroneles
(racionales a la fuerza) de un sueño político que de error en error
camina hacia la irracionalidad y la desintegración.
Y lo pueden hacer
—mal o bien— porque, dato a no olvidar, pese a todo el secesionismo ganó
las elecciones del 21-D convocadas por Rajoy tras el 155.
Ese es
el capital del independentismo, es lógico que quieran utilizarlo, no
rendirse y negociar. Lo que pasa es que los repetidos errores
—maximizados por Torra— lo pueden malbaratar.
En los últimos días, Torra ha demostrado varias veces su incapacidad.
Primero, en el estallido de una huelga de hambre que no debía ser
convocada porque no ayudará a reducir la tensión ante el juicio ni
favorecerá a los presos.
En todo caso, no podía convocarse evidenciando
la profunda aversión entre Puigdemont y Jordi Sànchez y Oriol Junqueras.
Entre JxCAT y la antigua CDC por una parte y ERC por la otra. Torra no
tiene la culpa de esta aversión, pero ante algo tan serio como una
huelga de hambre, debía intentar arbitrar.
El segundo y más grave
error es que el presidente de un Gobierno no puede discrepar
públicamente de su ministro de Interior, en este caso Miquel Buch, criticando la actuación de los Mossos en las manifestaciones del día de la Constitución en Girona y Tarrassa. Ni pedir una purga y reorganización de los Mossos por haber actuado con demasiada contundencia. En todo caso, se sustituye al responsable de Interior.
Pero el problema de fondo es que el jefe del Ejecutivo no puede incitar a los manifestantes (los CDR)
a generar presión en la calle, como hizo en el aniversario del 1 de
octubre, ayudando así a generar serios problemas de orden público. Ni
tampoco puede tomar luego su defensa frente a la policía o el
'conseller', como hizo el 6 de diciembre al exigir la purga.
Lo más grave es que la sensación de que 'aquí no manda nadie' provocó que los Mossos
no impidieran el corte de tráfico el pasado sábado durante 15 horas
—por un reducido grupo de CDR— en la autopista más transitada de España,
que une la costa mediterránea con Francia.
Y que al día siguiente
volviera el desorden con el levantamiento de barreras de peaje. Los CDR
anunciaron que el corte sería permanente hasta que Cataluña fuera
independiente. ¿Permitió el 'conseller' la interrupción de 15 horas para
que los CDR se acabaran retirando… hasta la próxima? La sensación de
caos y desgobierno es inevitable.
Finalmente, Torra dio marcha atrás, no ha habido cambios en los
Mossos y el 'conseller' Miquel Buch sigue en su puesto. Pero pese a que
la Generalitat logró desconvocar la huelga de funcionarios de ayer, un grupo de Mossos cortó durante dos horas el tráfico en la Gran Vía barcelonesa (mas larga y más estratégica que la madrileña).
El Gobierno catalán se queja de tener pocas competencias, pero la realidad es que ha demostrado no saber gestionar una de tanta relevancia como la policial. Y su autoridad moral para reclamar más poder ha quedado erosionada.
El tercer error en pocos días es haber ensalzado y puesto como modelo para Cataluña la independencia de Eslovenia.
Al decir que los eslovenos no retrocedieron y consiguieron lo que
querían —la independencia— pese a la oposición del desaparecido Estado
yugoslavo, Torra demuestra una gran ignorancia geopolítica.
Pero lo más grave es que la vía eslovena comportó violencia y muertos
y que luego la desintegración de la antigua Yugoslavia provocó una de
las mayores barbaries en la Europa de la segunda mitad del siglo XX.
Evocar la crisis yugoslava es algo que solo puede generar malestar y división en la sociedad catalana,
aumentar la incomprensión de la opinión pública española respecto a lo
que sucede en Cataluña y perjudicar a los presos independentistas, que afrontan un delicado juicio ante el Supremo dentro de pocos días.
Si
Torra fuera un ensayista y un agitador cultural nacionalista —que al
parecer es su vocación—, solo sería un error. Si es el presidente de la
Generalitat, la consecuencia inmediata debería ser la desautorización y
la dimisión.
Aquí ha habido desautorización —lo explicaba bien ayer y con detalle Marcos Lamelas en El Confidencial—,
pero no dimisión, porque el independentismo carece de la operatividad
imprescindible para cambiar el liderazgo. En el fondo, el problema no es
Torra. El problema es quienes nombraron a Torra, que
por acción (Puigdemont) u omisión (Artur Mas) fueron los dos últimos
presidentes de CDC, el partido tradicionalmente preferido de gran parte
del empresariado catalán.
La desautorización era inevitable. El Foment, CCOO y la UGT, en una nota conjunta (cosa poco habitual), pidieron que no se incrementara la tensión política.
La Pimec, a la que a veces se acusa de proximidad al independentismo,
no vaciló en pedir, por boca de su presidente, Josep González, que el
Gobierno se dedique a gobernar, no a incrementar la tensión.
El Gobierno
de Madrid advirtió de que si la Generalitat no sabía mantener el orden,
enviaría la policía a Cataluña y en voz baja advirtió de la posibilidad de recurrir a la Ley de Seguridad Nacional
y tomar el control directo de los Mossos. Los líderes del PP y Cs
insistieron en su demanda de otro 155, pero esta vez pudieron defender
sus argumentos en la mala fe y las amenazas de Torra.
Por eso el Consell Executiu del martes —y la rueda de prensa posterior de Elsa Artadi— fue una rectificación suave en las formas (en realidad, una enmienda a la totalidad) de las actitudes de Torra durante los últimos días.
El secesionismo carece de la capacidad de reconocer errores y de
determinación para aprovechar la política de desinflamación y abrir una
negociación con Pedro Sánchez. Y cuando el juicio a los presos —asunto grave que Tardà califica de gran desastre nacional español—
se avecina sin que la Fiscalía suavice sus posiciones, estalla de rabia
e impotencia, saca a la luz sus contradicciones y Torra avanza en su
combustión presidencial.
Pero el independentismo sabe que su situación sería peor si la derecha estuviera en La Moncloa. Por eso estalla contra Pedro Sánchez, pero tampoco quiere ayudar a derribarle. Tardà cuidó ayer las formas más que en sus últimas intervenciones.
El PP y Cs apuestan por que la exigencia del 155
debilite progresivamente y acabe haciendo caer a Sánchez. Quizá sea
así, pero la política de desinflamación reposa sobre algo irrebatible:
pese a todos sus errores y su ridículo ante el 155 de Rajoy, el
secesionismo ganó las elecciones del 21-D con un 47% de los votos. ¿Se
puede gobernar Cataluña y mantener la democracia española aplicando
indefinidamente el 155 al 47% de catalanes que revalidaron la mayoría
independentista? ¿Cuándo acabaría el nuevo 155 y qué heridas habría
dejado para el futuro?
Pedro Sánchez sabe que esa es su fuerza. El independentismo presiona para imponerle medidas, pero no puede. Y tiene miedo de derribarle.
El PP y Cs no están en La Moncloa y su fórmula es más arriesgada que la
cauta (aunque gandula) de Rajoy.
Por eso Sánchez advierte al
independentismo (no dudará en aplicar la ley en caso necesario) y les
indica que la desinflamación no es gratis y solo será
admitida por la sociedad española —se ha visto en Andalucía— si tiene
algún resultado positivo.
Por eso no descarta —e incluso sugiere—
levantar acta del rechazo a la desinflamación —¿tras el no a los
Presupuestos de 2019?—, convocar elecciones y que sea lo que Dios
quiera.
Como es optimista —y pese a todo, ayer demostró que está en forma—, cree que Dios votará por él.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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