Justo al día siguiente de sus primeros 100 días de gobierno y nada más
expresar su deseo de sostenerse en La Moncloa nada menos que hasta el
2030, como hizo el domingo en Oviedo para reivindicar unos frutos en
semilla, el presidente Sánchez empezó a sufrir los primeros síntomas
graves de una maldición que perdió a Felipe González.
Fue a raíz de que
algunos palafreneros tuvieran la ocurrencia de regalarle el oído con que
aquel PSOE igualaría los más de 70 años de poder
ininterrumpido del PRI en México. Aquella arrogancia de un PSOE
ensoberbecido devino en maldición que le cegó y arrastró en su caída a
las instituciones bajo su encomienda. Resultó tan perjudicial para el
sistema como la "venganza de Moctezuma" para el normal funcionamiento
del organismo humano. Ya advirtió el poeta sobre cómo cambian las cosas
con la mudanza de los días.
En esos 100 días, Sánchez ha corrido a 100 -incluso a mayor velocidad
subido a aviones y helicópteros- para hacer una política de todo a 100
enormemente útil para su notoriedad y contentar a su variopinta
coalición de apoyos. No obstante, fue regresar de la capital asturiana e
iniciar su semana de perdición.
A las pocas horas del festín asturiano ad maiorem gloriam suam, cumplíose el viejo adagio latino: Post festum, pestum
con una ministra de Sanidad obligada a dimitir -la segunda en tres
meses- por plagiar un montón su trabajo de final de máster en el seno de
un Gobierno que parece el camarote de los hermanos Marx.
No
parece concluirse otra cosa cuando, por ejemplo, el ministro de
Exteriores -"Borrell, cuidado con él", sobre el que antaño avisaba
Antonio Gala desde su tronera de El Mundo- da un salto de volatinero
para tirarle de las puñetas al juez Llarena. Le afeó ante las cámaras de
la BBC que le niegue la libertad provisional a los golpistas del 1-O,
obviando que el principal cabecilla de la rebelión escapó por piernas
-es un decir- y hoy es un prófugo de la Justicia.
Como no es político de
pararse en barras, el jacobino Borrell cogió carrerilla y
declaró con un par de narices "nación" a Cataluña. Ello después de que,
hecho un jabato, hubiese abanderado la gran manifestación
constitucionalista del 8-O en Barcelona en defensa de la Carta Magna y
de la integridad territorial de España.
Sánchez
cometió el error garrafal de no decir la verdad en sede parlamentaria
cuando aseveró campanudo que su tesis, sobre la que hay sospechas de
plagio, era de acceso libre.
Para colmo de males y desdichas,
el camarote del Palacio de La Moncloa -en realidad, un taller de
rectificados y de cambios de opinión al minuto- ha sido esta septimana horribilis
un polvorín a punto de estallar por las desavenencias entre Exteriores y
Defensa al bloquear Margarita Robles las 400 bombas vendidas a Arabia
Saudí tras un bombardeo indiscriminado de los saudíes en Yemen.
Al poner
en riesgo -y de los nervios a la presidenta socialista de Andalucía y
al alcalde podemita de Cádiz- la construcción de las cinco corbetas en
los astilleros de Navantia, el ministro Borrell ha discurrido que, con
el grado de sofisticación de estos misiles, no caben daños colaterales.
Si Zapatero dio garantías de que unas armas vendidas a
Israel no serían empleadas contra los palestinos, sin más aval que su
palabra, Borrell no le ha ido a la zaga en este Gobierno de los líos.
Ante
la catalepsia del Gobierno, con las constantes vitales planas, en el
Ala Oeste del Despacho Presidencial, debió diseñarse una operación
relámpago del tenor de la que hizo triunfar contra pronóstico la moción
de censura contra Rajoy con 84 diputados en un hemiciclo de 350.
Aprovechando que el trabajo de máster de la ministra Montón no podía
superar la máquina detectora de plagios, Sánchez
pretendió salir del atolladero haciendo lo que, en ajedrez, se llama un
gambito de rey, esto es, sacrificar un peón para recuperar la iniciativa
en el tablero. Un movimiento audaz, desde luego, pero que deja flancos
desguarnecidos al adversario.
A Sánchez se le ha pasado el arroz para ir a las elecciones con el viento de cola
Así,
dado que el miércoles el nuevo líder del PP, Pablo Casado, debutaba
como jefe de la oposición en la sesión de control del Gobierno, Sánchez
forzó la dimisión de su ministra más querida. Perseguía marcarle, en el
día de su alternativa, la senda de Carmen Montón. No en vano la jueza ha
remitido al Tribunal Supremo los dos supuestos delitos que le atribuye
con relación al máster que obtuvo en la Universidad Rey Juan Carlos.
Si González logró la irrelevancia de Fraga arrellanándole en el sillón de jefe oficial de la oposición, él encerraría a Casado en una jaula
en la que podría piar un poco, pero sin sacar las uñas. De paso, hacía
bueno que la mancha de mora (el plagio de Montón) con otra verde (el
máster de Casado) se quita. Miel sobre hojuelas, ¡pardiez!
No
esperaba Sánchez -de ahí su descompostura y lividez- que los costados
que dejó desguarnecidos su gambito de rey los aprovechara un tercero en
discordia, el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, para dejarlo en
evidencia. En la mejor de sus faenas parlamentarias, este cortó orejas a
diestro y siniestro.
No sólo arruinó el estreno con picadores de Casado
en el coso de la Carrera de San Jerónimo, dejándolo reducido a un par
de líneas en las crónicas del festejo, sino que, tras señalar el pecado
original del nuevo líder del PP a la espera de lo que dilucide el
Tribunal Supremo con su máster, le sacó a Sánchez las macas de su tesis doctoral. Ello le produjo al presidente el mismo efecto que plantar la franela roja delante del toro.
En
su ofuscación, cayó en la hábil celada de Rivera, trastabillándose como
si le hubiera dado un golpe en el talón de Aquiles. Ello le precipitó
en el error garrafal de no decir la verdad en sede parlamentaria cuando
aseveró campanudo que la tesis doctoral, sobre la que hay sospechas de posible plagio y de autoría subrogada por
parte de algún vientre de alquiler que luego aparecería como coautor
del libro de la tesis, era de acceso libre.
Esto no ocurrió, tras dos
días de presión de la opinión pública, hasta el mediodía del viernes,
una vez que se diseñó una estrategia de comunicación para dorar la
píldora, tras una intensa labor de maquillaje y comunicación política.
No cabe duda de que hay momentos en que lo mejor es no despegar los
labios.
Tratando de capear el temporal, aun lloviendo sobre
mojado, Sánchez retoma aquel "pensamiento Alicia" que el filósofo
Gustavo Bueno achacaba a Zapatero. De hecho, se investía este viernes
del personaje de la reina de Lewis Carroll en aquella escena de Alicia
en el País de las Maravillas en la que el rey demanda que se deje al
jurado dictar veredicto y ésta grita: "¡No, no! ¡Primero la sentencia y
después el veredicto!".
Al alba, para adelantarse a las tertulias
radiotelevisadas, dispuso que no había plagio y, una vez sentada esta
premisa, colgó por la tarde una tesis doctoral cum laude con un amasijo
de materiales acarreados en el ámbito del ex ministro Sebastián y con un
tribunal predispuesto para ello con afines a la directora de la tesis y
doctorados sin experiencia que antes habían colaborado con él. Todo un
timbre de gloria para el presidente y para la Universidad que lo
dispensa.
Es verdad que, por estos pagos, la sinceridad no figura
entre las virtudes políticas, sino que las mentiras se consideran
justificables y son moneda corriente. Bien distinto es lo que acontece
en países anglosajones -a los que ponía de ejemplo Sánchez para estampárselos en la cara a un impasible Rajoy-
en los que ese fraude a la confianza del ciudadano puede costarle el
cargo al presidente de la nación más poderosa del mundo, a un ministro
de la principal nación europea o al mismísimo rabino de la principal
sinagoga de París.
Todo ello urgido por una exigente opinión
pública que ni se encoge de hombros ni se anda con chiquitas, esperando
que los parlamentos tomen cartas en el asunto o que los jueces encausen a
sus protagonistas, sino que hacen efectiva su reprobación pública en
cuanto se conoce el embuste. Por eso, aquí se miente tranquilamente al
Parlamento con la misma naturalidad con la que pueda hacerlo un
parroquiano acodado en la barra de un bar, mientras arregla el mundo en
el fragor de una animada tertulia.
Una cosa es predicar que se
está a favor de la transparencia, como alardeó Sánchez en su sesión de
investidura, cuando dijo que pondría luz, y otra propiciar su
oscurecimiento. Sus palabras sonaban a ruido de moscardón dentro de una
botella. Prefiere instalarse en ese estado de negación característico
del gobernante en apuros.
Cuenta con la ventaja de que un
político sin palabra puede mentir con solemnidad las veces que le pete
siempre que disponga de los votos necesarios para avalar el pagaré
falso. Ademas, esos votos de socorro que sus socios le facilitaran para
que aguante el chaparrón ya se los harán devolver con intereses a un
presidente que siempre preferirán debilitado, pero vivo.
Para
desgracia de Sánchez, desde esa hora fatal del miércoles a las 10 de la
mañana, ya muchos dudarán cuando abra la boca, más allá de aquellos que
siempre estarán dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Si ya tenía
problemas de legitimidad de origen, al no haber recibido aún el
refrendo directo de las urnas, ahora agrava esa insuficiencia.
Con
dos ministros dimitidos por sendos fraudes en 100 días, un presidente
que llegó a La Moncloa apoyado en una frase de una sentencia del caso
Gürtel en el que se introducía un juicio de valor que cuestionaba la
veracidad de la declaración como testigo de Rajoy, sin deducir
testimonio por ello, estaba obligado a estar a la altura de las exigencias democráticas.
Pero su inopinada reacción hay que entenderla porque le ilumina
aspectos de su elaboración que no son gratos de rememorar como acaecía
en aquella película, Lo que la verdad esconde, de Robert
Zemeckis, Ésta termina por dar la cara en el momento más inadecuado de
la vida del feliz matrimonio de Harrison Ford en la cinta.
A este
fin, Sánchez recupera el manual de supervivencia, esto es, se
atrinchera y se esfuerza como puede para crear un clima de sospecha y de
confusión sobre los motivos últimos que animan a quienes tratan de
esclarecer aquellos acontecimientos del pasado que afloran a la
superficie.
Prefiere dejarse llevar por sus instintos tribales y
responder con descalificaciones ya demasiado manoseadas de tanto abuso.
Ese "¡os vais a enterar!" lanzado contra los escaños de Cs quedará para
los anales. Ni González ni Zapatero, en sus momentos más delicados,
llegaron a ese punto amenazante desde el banco azul del Congreso.
Ocurre que Lo que la verdad esconde
aparece en la superficie devolviendo ese pretérito imperfecto y a él le
afloran las circunstancias de una tesis doctoral que hay que enmarcar
en un proyecto de lanzamiento político de quien otrora era uno de los llamados "chicos de José Blanco",
el todopoderoso secretario de Organización del PSOE de Zapatero, y se
recurrió a quien menester fuera para un trabajo que se confeccionó en
tiempo récord y en periodo de gran ocupación política del doctorando.
De
momento, el doctor Sánchez se desdibuja y posiblemente se lamenta de
que se le haya podido pasar el arroz para ir a las elecciones con el
viento de cola del que se beneficia todo aquel recién llegado al poder.
De tan extraviado que anda, recuerda al doctor Livingstone cuando lo
encontró The New York Herald después de promover una expedición
en 1871 para averiguar el paradero del gran explorador británico,
perdido seis años antes y al que se daba por definitivamente
desaparecido.
Al cabo de dos años de ímproba búsqueda, el periodista
galés Henry Stanley se cruzó a orillas del lago Tanganica con un hombre
blanco ya mayor, de barba gris, tez pálida y gesto fatigado al que
identificaría como: "el doctor Livingstone, ¿supongo?".
Conociendo a su asesor áulico y jefe de gabinete, Iván Redondo,
muñidor de ideas y fantásticos proyectos fantapolíticos, ya debe estar
al frente de la expedición de rescate del doctor Sánchez. Pocos fines de
semana tan intensos como éste que está viviendo el comité electoral que
Sánchez ha montado en La Moncloa, aunque pasen por miembros de un
Gobierno en desgobierno.
(*) Periodista y director de El Mundo
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