“Está siendo duro, muy duro para él”. Lo cuenta un
funcionario de prisiones que conoce la asignatura y contesta a la lógica
curiosidad del periodista. Ha transcurrido una semana desde que las
rejas de la prisión valenciana de Picassent se cerraron a la espalda de Eduardo Zaplana
con ese sonido, rotundo e inquietante, que marca la frontera
ineluctable entre un pasado que jamás volverá y un futuro incierto,
lleno de oscuros augurios. La policía le acompañó amablemente hasta el
despacho penitenciario en el que se realizan los primeros trámites. Todo
con una cierta empatía con la persona, pero con la frialdad inexorable
que marca el reglamento.
El preso adquirió, en ese momento, conciencia
plena de su situación. Vio cómo se le fotografiaba de frente y de
perfil, observó cómo le son tomadas las huellas dactilares de sus diez
dedos -sin tinta, que las cosas han avanzado mucho y ahora todo es
digital-. Se dio cuenta de que era un sospechoso y por eso el escaso
aliño indumentario de su equipaje fue registrado con toda meticulosidad
para asegurarse de que en el mismo no había ningún objeto o elemento
prohibido. Es la bienvenida del mundo carcelario.
Un universo áspero y desagradable, un mundo hostil y muy alejado del
ambiente en el que Zaplana ha habitado en las últimas décadas.
“Para un delincuente habitual”, te explican, “el shock es
menos brutal, pero para un personaje así se trata de toda una
conmoción”. De repente siente lo qué es perder la libertad. Ya no se
levantará cuando decida ni se acostará a voluntad. Ya no comerá lo que
le apetezca ni podrá ser dueño de su tiempo y sus actos. En prisión todo
está perfectamente medido, reglamentado al máximo. Acostumbrado al
halago permanente que dimana del poder, desde su época de alcalde de Benidorm,
lo que ahora está viviendo es un baño de realidad brutal.
Durante años
escuchó a su alrededor adulaciones constantes encabezadas por el
tratamiento del cargo que ostentaba: alcalde, presidente, ministro... Él era un “máster del Universo”, como el Sherman McCoy del desaparecido Tom Wolfe,
un triunfador acostumbrado al éxito y al reconocimiento social. Un
“conseguidor” al que todos recurrían para que velara por sus intereses.
Un must imprescindible en la vida política,
económica y social de este país. Siempre cerca del poder más alto,
perennemente presente en las decisiones de más calado.
Perejil de todas
las salsas, que lo mismo almorzaba con un gran empresario que cenaba con
un político influyente como él. Siempre impecable, porque aprendió muy
pronto la importancia y las ventajas que reporta el vestir mucho mejor
que los demás. Trajes a medida en las mejores sastrerías de Madrid y Valencia, tejidos de alta calidad y cortes absolutamente perfectos, como sus cortes de pelo y su aspecto físico.
Es inevitable asociar la imagen de Eduardo Zaplana
a su tez, eternamente bronceada, a sus modales exquisitos, a su
proverbial simpatía, a su legendario don de gentes. Nadie sabe cómo se
las arreglaba, pero en todos sus cargos siempre encontraba tiempo para
acudir, invariablemente, cada día, a un exclusivo gimnasio en el eje de
la Castellana madrileña, del que era socio y en el que pasaba horas y
más horas, bien en las máquinas de ejercicio, bien en la sauna de la que
era todo un forofo.
Ahora, en la cárcel, podrá seguir haciendo
gimnasia, rudimentaria, eso sí, y no dispondrá de baños de espuma, sino
de duchas comunes a las que acudirá sólo cuando se lo indiquen. En
prisión no hacen falta cosméticos de marca ni colonias caras. Echará de
menos, cómo no hacerlo, su lujosa y amplia casa en el centro financiero de Madrid, su domicilio, no menos agradable, en la calle Pasqual i Genís de Valencia, su chalet de Benidorm,
sus vehículos de alta gama y la confortable intimidad de su cuarto de
baño que seguro tanto añorará en las actuales circunstancias.
Extrañará
su inseparable teléfono móvil, que ya no puede utilizar, con una agenda
en la que está incluido todo el ghota político y empresarial español y la atención constante de su eficaz secretaria, Mitsouko Henríquez,
siempre tan solicita y resolutiva. Y añorará, cómo no hacerlo, los
exclusivos restaurantes que frecuentaba, donde siempre era tratado
acorde con su categoría. En el comedor carcelario nos hay maîtres que le llamen “don Eduardo” ni que le sugieran exquisiteces gastronómicas de las que tanto gustaba para cuidar la línea, que siempre ha sido muy coqueto.
Zaplana
es un sibarita entre rejas, un esteta de la vida arrastrado por el
barro que ha perdido todo su prestigio y el reconocimiento social del
que disfrutó durante los muchos años en los que las sospechas sobre su
honestidad eran invariablemente conjuradas por la inexistencia de
pruebas contra él. Ahora, las evidencias han aflorado tras un trabajo de tres años realizado por la UCO
y el atildado político ha dado con sus huesos en la celda.
Un dandi
venido a menos al que ya nadie llama, que ve impotente cómo es negado por los suyos y hasta qué punto se ha convertido en un apestado social. Lo mismo que le ocurrió en su día a Mario Conde, Mariano Rubio o Ignacio González.
“La cárcel es muy dura, te arrasa y te cambia en muy poco tiempo”,
concluye el experto, y uno piensa que la codicia debe de ser una droga
más adictiva que cualquier sustancia, porque es capaz de actuar como la
bala de la ruleta rusa, que aniquila al personaje y arrasa con la
persona. Tal es el caso del recluso Eduardo Zaplana.
(*) Periodista
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