Cuando leí la penetrante biografía de
Chaves Nogales sobre Juan Belmonte ya había tenido dos largos
encuentros con Zaplana, un Zaplana ya (supuestamente) retirado de la
política que volvía a pasear por la calle Caballeros gracias a la caída a
los infiernos de Paco Camps y el posterior indulto de Alberto Fabra.
Había en el libro un juramento belmontiano a modo de destello, propio
de un torerillo desesperado y muerto de hambre; una declaración de
principios predestinada a que un muchacho de Cartagena la hiciera suya
muchas décadas después: «me haré torero en Valencia o me matará un
toro».
Ambos se arrojaron al coso con el coraje de la juventud y aquí
triunfaron como primeras figuras. Valencia los hizo toreros. Y se
acabaron los parecidos. Punto. A Belmonte, la fama y el
dinero le dieron posibilidad de vivir como lo que era, un individuo
sensitivo, raro, de profunda espiritualidad, icono de la
intelectualidad. Puro misterio.
Eduardo Zaplana
en cambio era un libro abierto y estas aspiraciones debían producirle
hilaridad o indiferencia; sus ansias fueron entonces profundamente
terrenales, tangibles y concretas. Esto es de dominio público. Si algo
define al expresidente de la Generalitat es su constante voluntad de
poder, de llegar y permanecer; una ambición notable sujeta a un estricto
autocontrol.
En realidad, son condiciones muy aptas para ejercer la
política. Sabe calibrar las oportunidades y los límites propios y
calcular las debilidades y deseos ajenos; por eso usaba teclas
diferentes según las pulsiones de cada interlocutor. A gente distinta,
táctica distinta.
Zaplana tuvo su oportunidad en
Benidorm y la aprovechó como catapulta, tomó la alternativa en Valencia
con éxito pero no se conformó con ser una estrella. Quiso ser un
príncipe, amado y temido, sobre todo temido, el príncipe de su propia
república aprovechando el presupuesto desmedido que en aquellos años
malgastaban los jerarcas autonómicos.
Podría
haberse eternizado en el
cargo de presidente de la Generalitat, pero esa voluntad suya de
avanzar, de ascender por la escalera social, lo empujó a renunciar al
terreno conquistado para instalarse en Madrid, la capital del poder.
Seguramente buscaba la presidencia del gobierno, pero pronto se dio
cuenta de que le era inaccesible («yo llegué tarde a la sucesión de
Aznar; sabía que no tenía opciones, eso estaba entre Rato y Rajoy»).
Tampoco le importó, Madrid es muy grande, bastaba con formar parte de
la mesa camilla donde se tomaban las decisiones y anclarse a ella.
Cambió de registro, comprendió que moverse en Madrid con las ínfulas que
usó en Valencia lo hubiera hecho parecer un patán con pretensiones.
Refinó su estilo político de una manera extraordinaria y encontró su
sitio en los despachos y salones de la corte.
Madrid también es la
capital del dolor o rompeolas machadiano donde casi todos fracasan. Pero
él logró anclarse a la mesa del poder hasta este mismo martes, cuando
fue detenido en su vivienda de Pascual y Genís. El príncipe ha quedado
al descubierto y nada volverá a ser igual, aunque escape del trance
judicial. Apostaría a que Zaplana lleva tiempo psicológicamente preparado para esta eventualidad, o no sería Zaplana.
El mediodía del jueves
estuvo declarando en la Ciudad de la Justicia, pero en su agenda
figuraba un almuerzo con Las Provincias. Hacía año y medio que no
hablábamos a fondo. Desde que aparecieron sus grabaciones con Ignacio González
en el caso Lezo había desaparecido, ni siquiera llamaba para protestar o
matizar las alusiones que le afectaban.
Todo aquello tenía algo muy
intrigante: ¿cómo una persona que ha superado los sesenta años y ha
pasado por experiencias vitales traumáticas como perder un hijo o
someterse a un trasplante de médula, una persona enferma que ha logrado
sortear las sospechas de corrupción mientras todos sus sucesores
quedaban cautivos de la telaraña judicial, cómo esa persona seguía
especulando sobre poner o quitar jueces y fiscales o presionar a la
ministra de Defensa?
Pese a disfrutar de un estatus fabuloso como
directivo de la primera compañía del país. La mayoría de la gente en su
situación habría echado el freno, se habría retirado, pero eso demuestra
que Zaplana está hecho de otra pasta y le domina una
voluntad indesmayable. Lo fue todo en el PP, pero fue mucho más. Ha
mantenido su acceso privilegiado a todos los estamentos. Puestazo en
Telefónica, presidencia del principal foro de opinión del país (Club
Siglo XXI), contactos con las grandes empresas, interlocución con el
establishment catalán, componedor de fichajes diversos, fuente de los
periodistas nacionales más influyentes, estrechos vínculos con Rubalcaba
(al que le hizo un favor personal de los que no se olvidan), Blanco,
Javier de Paz o José Bono (al que curiosamente ningún fiscal ha tenido
la curiosidad de investigar), reclutador de cuadros para Albert Rivera y
susurrador de consejos y experiencias a los inquilinos palaciegos de
turno.
Por supuesto
el Zaplana previo, el más conocido en Valencia, cuando ostentaba la
condición de Molt Honorable y todos sus resortes, no era tan fácil de
sobrellevar. No debió ser cómodo hacer periodismo en Valencia durante su
mandato. Hace una década, la primera vez que asistí al acto oficial del
9 de Octubre, lo tuve claro con una escena que dejaba boquiabierto al
neófito.
Al entrar Paco Camps en el salón de
autoridades, todo el público se puso en pie y empezó a aplaudirlo con
fervor, simplemente por hacer acto de presencia, en un gesto de adhesión
y servilismo a un cargo público que no disfrutaban ni los reyes de
España. El presidente de la Generalitat homenajeado por encima del Día
de la Comunitat, de los premiados, entrando en escena bajo una especie
de palio metafórico. Aquella costumbre medievalista, que afortunadamente
acabó con el pobre Fabra, venía heredada de Zaplana y retrataba una época y unos modos jerárquicos peligrosos.
La famosa sociedad civil
apenas fue nada con el zaplanismo, que lo acaparó todo bajo su férreo
control. Empresas, personalidades, patronales, colectivos, medios de
comunicación. Todo. La propiedad de este periódico tuvo que dar un golpe
de timón en la dirección para liberarse de las maniobras de uno de los
principales colaboradores del President. Los tentáculos del poder no
dejaban nada suelto. Hasta llegar a fabricar nuevos operadores en todos
los ámbitos con el dinero de los presupuestos; Valencia fue tierra de
promisión para muchos agentes llegados de todas partes. También esto lo
sabe todo el mundo. La leyenda quizá sea exagerada, pero hay preguntas
que retratan las reglas de juego: «¿qué puedo hacer por ti?»... «¿qué
necesitas?»
En definitiva, el Zaplana
de su época valenciana mandó mucho e intensamente. Y también dio frutos
indudables, aunque ahora pretendan ocultarse. Sacó esta tierra del
ostracismo, de la tristeza, de los complejos. Inventó un relato ganador
que supuso un impulso considerable a la autoestima y el bienestar
colectivo. Zaplana fundó la Valencia moderna, admirada
en toda España, y sus sucesores mantuvieron ese relato tal cual,
estirándolo más allá de lo razonable hasta que se fracturó de golpe con
la crisis de 2007.
El PP no tuvo más modelo que el que Zaplana
puso en marcha y tanta ventaja electoral le otorgó durante veinte años.
Si aquel proyecto llevó aparejado corrupciones, sobornos y fuga de
capitales es algo que siempre estuvo presente en el imaginario
colectivo, pero nunca hubo pruebas ni denuncias. Sólo ahora la policía,
los fiscales y los jueces se han puesto a investigarlo. Sorprende que
todo ese tinglado haya podido permanecer tanto tiempo oculto, hasta que
casualmente aparecen cuatro folios manuscritos en el falso techo de una
vivienda. Si te lo ponen en una película, no te lo crees.
(*) Periodista y director de Las Provincias
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