Catalunya es un país en estado de shock después de que el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena haya acordado devolver a la prisión a Jordi Turull, Carme Forcadell, Josep Rull, Raül Romeva y Dolors Bassa,
donde ya se encuentran Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sànchez y
Jordi Cuixart. En total, seis miembros del Govern, la presidenta del
Parlament en la anterior legislatura y los exlíderes de la ANC y Òmnium.
Además, se han cursado euroórdenes de detención y extradición sobre los
miembros del Govern en el exilio, el president Puigdemont y los
consellers Toni Comín, Clara Ponsatí, Meritxell Serret y Lluís Puig. Y
una orden de detención internacional en el caso de la secretaria general
de Esquerra Republicana, Marta Rovira, que se encuentra desde este viernes en Suiza a donde ha viajado para eludir su entrada en prisión.
Pablo Llarena ha cerrado precipitadamente la causa y ha jugado fuerte
con el objetivo de tener lo más rápidamente que pueda en prisión a los
seis líderes independentistas actualmente en el extranjero y que se
sumen a los nueve que ya se encuentran en los centros penitenciarios de
Estremera, Soto del Real y Alcalá Meco. A nadie se le puede escapar que
la decisión del magistrado del Supremo es, además de injusta y del todo
desproporcionada, enormemente grave.
La presentación de los hechos que
efectúa el magistrado en el auto de procesamiento ni justifican la rebelión —¿cuándo y cómo se produjo el alzamiento que justifique una acusación tan grave?— ni acreditan la malversación de dinero público. Lo mismo sucede con la sedición, apreciándose tan solo el delito de desobediencia.
Pero es obvio que si todo eso lo puede asegurar una persona carente
de conocimientos de derecho como yo, mucho más lo sabe un magistrado de
los conocimientos de Llarena o el propio ministerio fiscal. Pero la
causa general, que se ha emprendido contra el independentismo precisa
poco de hechos y mucho de literatura. Como precisa de un gran consenso
político y mediático. El primero para aplaudir las medidas adoptadas y
el segundo para acríticamente explicar los hechos aunque sean falsos.
Decía al principio que Catalunya es un país en estado de shock. Lo
está todo él o una parte muy, muy, amplia. No un partido o unos
partidos. Unas entidades u otras. Que oscila entre la depresión y la
indignación. Entre la rabia y la desolación. Entre la defensa de las
instituciones y la defensa de la calle. Entre el independentismo más
enardecido y el más pragmático. Un país que llora más que sonríe. Pero
también un país, que nadie se confunda por más errores que la mayoría
política haya cometido, que no se dejará arrebatar la dignidad por más
que las altas esferas del Estado hayan decidido aporrear la
democracia.
Las manifestaciones improvisadas en los
cuatro rincones de Catalunya son una expresión. Encontrar una salida en
el laberinto basada en el diálogo fue la propuesta del candidato a la
presidencia de la Generalitat Jordi Turull en la tarde del jueves,
ofrecida con toda la solemnidad desde la tribuna del Parlament. La
respuesta en esta ocasión ha tardado menos de 24 horas.
Ha ido tan rápido y ha sido tan abrumadoramente cruel que fijar el
rumbo de la navegación no va a ser fácil, por más que en una situación
absolutamente excepcional incluso el Alto Comisionado de Derechos
Humanos de las Naciones Unidas haya requerido al estado
español a que adopte las medidas para asegurarse que Jordi Sànchez
pueda ejercer sus derechos políticos sin restricciones.
Algo que sucedió
cuando fue designado hace unas semanas candidato a la presidencia de la
Generalitat y su nombre decayó cuando Llarena le impidió abandonar la
prisión de Estremera. ¿Problemas? Que España dispone de seis meses para
presentar alegaciones al Alto Comisionado de la ONU. Un tiempo demasiado
precioso en el momento de discusión actual.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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