“Como periodista siempre
busco la verdad, ¿es casero el caldo Gallina Blanca? ¡Yo quiero
verlo!”. Así, con diversas variantes y protagonistas, todos ellos
conocidos presentadores de espacios informativos, arranca uno de los
muchos anuncios comerciales que salpican la programación de nuestras
televisiones.
El desenlace, por si alguno de ustedes no lo ha visto, es
que el periodista confirma “la verdad”: el caldo es caserísimo,
caserísimo. Esta figura del periodista-anuncio no es nueva, pero su
figura se ha ido radicalizando cada vez más hasta llegar a un punto que,
en mi humilde opinión, requeriría una reflexión urgente por parte de
quienes formamos parte de este gremio y de nuestras poco aguerridas
asociaciones profesionales.
Recientemente, en un magnífico y valiente artículo que pasó prácticamente desapercibido,
el veterano periodista Jorge del Corral denunciaba la deriva que ha
tomado el asunto. “Hubo un tiempo no lejano en el que el código ético de
los periodistas en España prohibía presentar un programa informativo y
hacer anuncios en cualquier soporte —recordaba del Corral— y mucho más
penado resultaba combinar spot e información en un mismo lapso temporal y por la misma persona”.
Hoy, sin embargo, vemos cómo los presentadores de
espacios informativos nos hablan en sus programas de la corrupción, de
otro asesinato machista, para pasar después a vendernos “la conexión de
fibra óptica más rápida” o un yogur que “mejora las defensas del
organismo”.
Aparte de los anuncios puros y duros, las
televisiones incluyen espacios patrocinados dentro de los propios
programas informativos. Hasta ahora los más afectados son los
periodistas deportivos que pasan en cinco segundos de hablar del último
partido de Nadal a intentar vendernos una cuchilla de afeitar o el mejor
seguro para nuestro automóvil.
En este punto son los directivos de la
cadenas los principales culpables ya que obligan, directa o
indirectamente, a sus profesionales a realizar estas promociones
comerciales. En el caso de los anuncios, no. En uno y otro la profesión
periodística, en conjunto, es la principal responsable por dejar hacer y
mirar, una vez más, para otro lado mientras nos vamos, literalmente, a
la mierda.
Estamos ante un problema que nos afecta
como grupo. Es obvio que esta confusión entre información y publicidad
contribuye a hundir aún más al periodismo en el pozo del descrédito en
el que lleva sumergido desde hace varios lustros. Un informador no es un
actor ni un cantante para cobrar por inventarse “verdades”.
Más allá de la pérdida de credibilidad que generan estas prácticas,
existe un efecto quizás más peligroso. Todos los límites han caído y,
por tanto, parece cuestión de tiempo que veamos a reconocidos
periodistas vendiéndonos la hipoteca de un banco o la magnífica tarifa
eléctrica que nos ofrece una compañía energética.
¿Cómo podremos
creerles cuando, entre anuncio y anuncio, nos hablen en sus informativos
sobre noticias económicas que afecten al sector bancario? ¿Cómo dar
crédito a cualquier cosa que digan sobre la subida o la bajada del
recibo de la luz? A día de hoy, ¿cómo creernos las noticias sobre las
bondades o las maldades de la alimentación que nos cuenta alguien que se
saca unos miles de euros extra anunciando caldo o pasta?
Lo ocurrido tras la emisión del programa Salvados que Jordi Évole
dedicó a la mala praxis del sector cárnico español nos debería servir de
lección. Aunque no está claro que fuera George Orwell el que lo dijera,
la cita que se le atribuye resulta de lo más acertada en este caso:
“Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo
demás son relaciones públicas”.
Jordi hizo periodismo
del bueno y por esa razón le está cayendo la del pulpo. ¿En qué
situación quedaría a día de hoy un presentador de informativos que
anunciara productos de El Pozo? ¿Cómo podría enfrentarse con la más
mínima credibilidad al tema? Aunque el periodista-anuncio, honestamente,
tuviera datos para pensar que El Pozo es inocente… ¿alguien le creería?
Soy consciente de que este asunto no deja de ser una anécdota al lado
del gran problema real: el de la utilización de la publicidad comercial e
institucional para comprar voluntades y complicidades en los medios.
Eso de “te doy publicidad, pero ya sabes lo que tienes que hacer” ha
estado y está tan a la orden del día que ha hecho imprescindible que los
nuevos medios, como eldiario.es o Infolibre, busquen garantizar su
independencia a través de las cuotas de sus socios.
De hecho la
confusión entre publicidad e información es una constante en
determinados periódicos, radios y televisiones desde hace bastante
tiempo. Espacios pagados por marcas comerciales o por instituciones se
ofrecen a los lectores/oyentes/espectadores como si fueran pura
información.
Volviendo al programa Salvados, ha sido
sonrojante ver cómo algunos diarios publicaban verdaderos
publirreportajes alabando las bondades del sector cárnico español.
Encubiertos como noticia, ya que la palabra “publicidad” que aparecía en
la cabecera de la página apenas se veía, trataban de contrarrestar el
efecto devastador de la investigación de Évole. Se negaron a participar
en el programa, a responder a las preguntas, a enfrentar las evidencias…
y responden con este tipo de publirreportajes. ¿Hay algo más indigno
que aceptar esa publicidad?
No estamos ante un
fenómeno nuevo. Durante la República los agentes nazis que conspiraban
en España se vanagloriaban de haber logrado que el suplemento dominical
Blanco y Negro del diario ABC hablara bien de la Alemania de Hitler
gracias a los pingües ingresos publicitarios que le brindaban las
empresas germanas.
Hace exactamente un año, por
cerrar el círculo, el mismo periódico publicaba un suplemento
informativo-publicitario de 12 páginas elogiando la Guinea Ecuatorial
del dictador Obiang. Ejemplos como esos podemos encontrarlos a cientos.
No se trata de decir no a la publicidad; se trata de no vender nuestra
alma por un puñado de petrodólares, una taza de caldo o unas lonchas de
embutido de El Pozo.
(*) Periodista
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