domingo, 18 de febrero de 2018

Oxfam y otras multinacionales de la caridad / Jesús Cacho *

Hace ya tiempo decidí apadrinar a un niño nacido en el seno de una familia sin recursos de un país latinoamericano. Durante años ingresé mis cuotas en una cuenta bancaria habilitada al efecto por una ONG de cuyo nombre no quiero acordarme. Mi vida trascurría en el seno de una familia feliz, tenía dos hijas cuidadas con mimo, un trabajo que cumplía mis expectativas y un entorno en el que aquella pequeña obra de caridad ahogaba los pequeños cargos de conciencia de una existencia tal vez muelle en exceso. 

De Pascuas a Ramos, la ONG me enviaba información sobre los progresos que mi ahijado iba realizando en algo parecido a una escuela perdida en la selva peruana, información que tenía su cénit a final de año, cuando recibía una felicitación de Navidad en forma de dibujo supuestamente realizado por el infantil trazo de mi patrocinado. 

Ocurrió que, tiempo después, la ONG a la que yo había estado ingresando mis cuotas fue protagonista de un escándalo morrocotudo: Aquello había sido una estafa en toda regla, y no había ni niño rescatado, ni escuela en la selva, ni familia numerosa en la miseria. Nada de nada. Había, sí, unos delincuentes que se habían lucrado con mi dinero, invertido en operaciones financieras varias, y con el de cientos de miles de ciudadanos más.

Huelga decir que el episodio me dejó vacunado de cara a futuras tentaciones de volver a ejercer la caridad por persona u organización interpuesta. No tardé en entender que las cosas funcionan de otro modo: uno paga religiosamente sus impuestos bajo la batuta amenazante del doctor Montoro, y luego el Gobierno de turno se encarga, con mi dinero y sin mi permiso, de dotar generosamente a quienes han hecho de la caridad un negocio para que se cumpla el adagio según el cual una ONG es una organización que vive de tus impuestos y que una vez al año publica un informe acusándote de estar fomentando la pobreza y la desigualdad con tu trabajo. 

Apenas unos días antes del estallido del escándalo de Haití, la ONG Oxfam fue protagonista en el marco del Foro Económico Mundial de Davos -un encuentro que reúne a lo más granado del capitalismo mundial, ese capitalismo responsable de la pobreza y la desigualdad, ese pérfido capitalismo que permite que unos pocos se hagan inmensamente ricos a costa de unos muchos, ese atroz capitalismo gracias al cual los profesionales de la caridad de Oxfam y de otras tantas ONGs viven de puta madre-, con la presentación del informe “Premiar el trabajo, no la riqueza”, en el que venían a denunciar que el 82% de la riqueza mundial generada durante 2017 fue supuestamente a parar a manos del 1% más rico de la población mundial, mientras que el 50% más pobre –3.700 millones de personas– no se benefició de ese crecimiento.

El informe, en escenario tan imponente, venía a confirmar el papel que se han atribuido estas organizaciones, en teoría “no gubernamentales” pero que dependen en buena medida del dinero que les suministran los Gobiernos, o lo que es lo mismo, de los impuestos que pagan los ciudadanos, como martillo pilón capaz de percutir sin desmayo contra un capitalismo culpable de todos los males del mundo, el más elemental de los cuales es consentir que cientos de millones vivan en condiciones muy precarias, con salarios de miseria, mientras los más ricos siguen acumulando ingentes fortunas. 

“Entre marzo de 2016 y marzo de 2017 se produjo el mayor aumento de la historia en el número de personas cuyas fortunas superan los mil millones de dólares, con un nuevo milmillonario cada dos días”. Según Oxfam, “la riqueza de la élite económica mundial creció en la última década un promedio del 13% al año, seis veces más rápido que los salarios de los trabajadores, que apenas aumentó un 2% de media anual”. 

Aclara la ONG que sus estimaciones proceden del Global Wealth Databook, publicado en noviembre de 2017, que elabora Credit Suisse, mientras que el cálculo de la riqueza de los super-riches se ha basado en “la lista de milmillonarios de Forbes publicada en marzo de 2017”, una fuente cuya utilización como aval de un estudio pretendidamente serio no puede sino producir sonrojo.

Oxfam Intermón, la sucursal española de Oxfam Internacional, hizo público también en Davos su informe sobre España, titulado “¿Realidad o ficción? La recuperación económica, en manos de una minoría”, que viene a seguir al pie de la letra el patrón aplicado en los últimos tiempos por la izquierda política y sindical para desacreditar el crecimiento del PIB español en los últimos años, utilizando para ello un argumento convertido en eslogan: “la desigualdad hace que la recuperación económica no llegue a todas las personas por igual”. 

Según ello, el 1% de los españoles más ricos acaparó en 2016 el 40% de la riqueza creada, mientras que el 50% más pobre apenas consiguió repartirse un 7%. Los beneficios empresariales, por su parte, crecieron un 200,7% respecto de 2015, mientras que el coste laboral por trabajador se mantuvo estancado. Y, claro está, cuatro nuevos millonarios españoles, hasta un total de 25, pasaron a engrosar la lista de los asquerosamente ricos de Forbes. 

El informe “español” es obra de José Moisés Martín Carretero, un economista por la Autónoma de Madrid y “activista social y político” de izquierdas muy conocido en el mundo de las ONG, alto cargo que fue de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID) con el Gobierno Zapatero. El prólogo se debe a Joaquín Estefanía (¡Son el 1%!), alumno dilecto de Stiglitz y uno de esos intelectuales orgánicos, progres irredentos, cuya presencia resulta inevitable en cualquier sarao destinado a criticar duramente las injusticias de un sistema en el que esa sedicente elite vive y reina en absoluto confort.

Ideología marxista en vena

"El boom de los milmillonarios no es signo de una economía próspera, sino un síntoma del fracaso del sistema económico. Se explota a las personas que fabrican nuestras ropas, ensamblan nuestros teléfonos y cultivan los alimentos que consumimos para garantizar un suministro constante de productos baratos, así como para engrosar los beneficios de las grandes empresas y sus adinerados inversionistas”, lamenta José María Vera, director general de Oxfam Intermón, una organización que en 2017 ingreso más de 102 millones (63% fondos privados; 37% fondos públicos), el 15% de los cuales se fueron en gastos de personal, y que, según su propia promo, cuenta con 236.000 “socios, socias (sic) y colaboradores económicos”, 2.041 empresas y organizaciones sociales, 70.922 activistas (?) y 2.888 trabajadores, 1.158 de los cuales son remunerados y el resto voluntarios.

Como si del programa de un partido político se tratara, la filial española de Oxfam critica con dureza la precarización del mercado laboral “que ha permitido a los empresarios bajar unilateralmente los salarios”, apunta con justicia a las mujeres como principales afectadas por los contratos temporales y a tiempo parcial, y se atreve incluso a denunciar “un injusto sistema fiscal” como responsable de “alimentar la actual crisis de desigualdad”, reclamando al Gobierno un plan para “garantizar una fiscalidad progresiva”. 

Y una de marxismo leninismo en estado puro: “El elemento fundamental de la persistencia de esta desigualdad tanto en el mundo como en España es el desigual reparto en las ganancias de la actividad económica que persisten en manos de los dueños de capital a costa de la precarización del mercado laboral, donde los salarios y las condiciones laborales cada vez son peores”. 

La izquierda marxista, incapaz a estas alturas de defender la causa del comunismo a palo seco, parece haberse refugiado hoy en estas ONGs –hasta Cáritas participa de tales postulados- convertidas en grandes dispensadores de ideología del más rancio igualitarismo por decreto, de la crítica al empleo precario, y la censura a los vicios de un libre mercado que, muy a su pesar, ha logrado enormes avances en la reducción de la pobreza y el paralelo crecimiento del bienestar de miles de millones de seres humanos en todo el planeta.

Convertidas en uno de los instrumentos más poderosos y opacos de la escena global, determinadas ONGs han logrado monopolizar “causas sociales” en apariencia más que justas para monetarizarlas al servicio de una estructura de poder e influencia opaca las más de las veces, con el resultado de mediatizar la estrategia de las empresas y de sus propietarios, los accionistas, que para aliviar su mala conciencia “generosamente” les surten de fondos con los que cumplir los fines caritativos para los que en teoría fueron creadas. 

Algunas de esas grandes empresas han llegado a quejarse de haber recibido presiones cercanas al chantaje cuando han querido alterar la relación de dependencia que mantenían con la ONG, para toparse con la imposibilidad de escapar del círculo de hierro que hoy supone enfrentarse a estas multinacionales (Médicos sin Fronteras cuenta con 42.000 personas en plantilla, cifra que supera Oxfam) de la caridad dotadas de un enorme poder de intimidación mediático en un mundo en que el anticapitalismo ha emergido con gran fuerza.

Grupos de presión no sometidos a control democrático

Con las excepciones de rigor, las ONGs son en estos momentos unas organizaciones que reciben ingentes recursos de empresas privadas y Gobiernos, una parte importante de los cuales se quedan en el camino sin llegar nunca al destino de miseria que pretendían aliviar, como ha venido a demostrar lo ocurrido precisamente en Haití tras su devastador terremoto. 

Parte importante de los ingresos se destina a financiar una nomenclatura costosa que maximiza su nómina y su poder, hasta el punto de que algunas organizaciones a duras penas logran destinar el 50% del dinero captado a sus supuestos beneficiarios. Recibiendo buena parte de sus ingresos mediante subvenciones y ayudas directas o indirectas por parte de los poderes públicos (España dedicó en 2017 hasta 2.450 millones en Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), lejos de los 5.015 presupuestados en 2009 por el Gobierno Zapatero, venga alegría, cuando la crisis ya hacía estragos en España), la idea de que las ONGs son una manifestación de la sociedad civil es una pura entelequia desmentida por la realidad. En la actualidad, son apenas grupos de presión con una agenda política y financiera propia no sometida al control democrático ni del mercado.

Su desmesurado crecimiento, en paralelo a su capacidad de presión, es también una expresión del complejo de inferioridad moral de la gran empresa, del gran empresario, de los dueños del capital, del capitalismo en suma. Todos han cedido al chantaje de esas instituciones convencidos de que la obtención de un beneficio y el suministro de bienes y servicios de la mejor calidad y al mejor precio, objetivo básico de toda empresa en cualquier mercado liberalizado que se precie, no es un argumento de base bastante, de peso suficiente para obtener respetabilidad social. 

En el fondo, a eso se dedican estas pomposas ONG capaces de dar clases de moral al más pintado: a explotar la mala conciencia de empresas y Gobiernos, el complejo de culpa de un capitalismo asilvestrado de ideas, mientras se emplean con verdadero ahínco en crearle un entorno hostil en el que cada día le resulte más difícil operar. El escándalo de los ejecutivos de Oxfam en Haití, gastando en prostitutas el dinero de sus mecenas, debería ayudar a romper el velo de silencio que rodea a estos insensatos profetas de ese dicho tan nuestro según el cual la caridad bien entendida empieza por uno mismo.



(*) Columnista



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