Hace ya tiempo decidí apadrinar a un niño
nacido en el seno de una familia sin recursos de un país
latinoamericano. Durante años ingresé mis cuotas en una cuenta bancaria
habilitada al efecto por una ONG de cuyo
nombre no quiero acordarme. Mi vida trascurría en el seno de una familia
feliz, tenía dos hijas cuidadas con mimo, un trabajo que cumplía mis
expectativas y un entorno en el que aquella pequeña obra de caridad
ahogaba los pequeños cargos de conciencia de una existencia tal vez
muelle en exceso.
De Pascuas a Ramos, la ONG me enviaba información
sobre los progresos que mi ahijado iba realizando en algo parecido a una
escuela perdida en la selva peruana, información que tenía su cénit a
final de año, cuando recibía una felicitación de Navidad en forma de
dibujo supuestamente realizado por el infantil trazo de mi patrocinado.
Ocurrió que, tiempo después, la ONG a la que yo había estado ingresando
mis cuotas fue protagonista de un escándalo morrocotudo: Aquello había
sido una estafa en toda regla, y no había ni niño rescatado, ni escuela
en la selva, ni familia numerosa en la miseria. Nada de nada. Había, sí,
unos delincuentes que se habían lucrado con mi dinero, invertido en
operaciones financieras varias, y con el de cientos de miles de
ciudadanos más.
Huelga decir que el episodio me dejó
vacunado de cara a futuras tentaciones de volver a ejercer la caridad
por persona u organización interpuesta. No tardé en entender que las
cosas funcionan de otro modo: uno paga religiosamente sus impuestos bajo
la batuta amenazante del doctor Montoro, y
luego el Gobierno de turno se encarga, con mi dinero y sin mi permiso,
de dotar generosamente a quienes han hecho de la caridad un negocio para
que se cumpla el adagio según el cual una ONG es una organización que
vive de tus impuestos y que una vez al año publica un informe acusándote
de estar fomentando la pobreza y la desigualdad con tu trabajo.
Apenas
unos días antes del estallido del escándalo de Haití, la ONG Oxfam fue
protagonista en el marco del Foro Económico Mundial de Davos -un
encuentro que reúne a lo más granado del capitalismo mundial, ese
capitalismo responsable de la pobreza y la desigualdad, ese pérfido
capitalismo que permite que unos pocos se hagan inmensamente ricos a
costa de unos muchos, ese atroz capitalismo gracias al cual los
profesionales de la caridad de Oxfam y de
otras tantas ONGs viven de puta madre-, con la presentación del informe
“Premiar el trabajo, no la riqueza”, en el que venían a denunciar que el
82% de la riqueza mundial generada durante 2017 fue supuestamente a
parar a manos del 1% más rico de la población mundial, mientras que el
50% más pobre –3.700 millones de personas– no se benefició de ese
crecimiento.
El informe, en escenario tan imponente,
venía a confirmar el papel que se han atribuido estas organizaciones, en
teoría “no gubernamentales” pero que dependen en buena medida del
dinero que les suministran los Gobiernos, o lo que es lo mismo, de los
impuestos que pagan los ciudadanos, como martillo pilón capaz de
percutir sin desmayo contra un capitalismo culpable de todos los males
del mundo, el más elemental de los cuales es consentir que cientos de
millones vivan en condiciones muy precarias, con salarios de miseria,
mientras los más ricos siguen acumulando ingentes fortunas.
“Entre marzo
de 2016 y marzo de 2017 se produjo el mayor aumento de la historia en
el número de personas cuyas fortunas superan los mil millones de
dólares, con un nuevo milmillonario cada dos días”. Según Oxfam, “la
riqueza de la élite económica mundial creció en la última década un
promedio del 13% al año, seis veces más rápido que los salarios de los
trabajadores, que apenas aumentó un 2% de media anual”.
Aclara la ONG
que sus estimaciones proceden del Global Wealth Databook, publicado en
noviembre de 2017, que elabora Credit Suisse, mientras que el cálculo de
la riqueza de los super-riches se ha basado en “la
lista de milmillonarios de Forbes publicada en marzo de 2017”, una
fuente cuya utilización como aval de un estudio pretendidamente serio no
puede sino producir sonrojo.
Oxfam Intermón, la sucursal española de Oxfam Internacional, hizo
público también en Davos su informe sobre España, titulado “¿Realidad o
ficción? La recuperación económica, en manos de una minoría”, que viene a
seguir al pie de la letra el patrón aplicado en los últimos tiempos por
la izquierda política y sindical para desacreditar el crecimiento del
PIB español en los últimos años, utilizando para ello un argumento
convertido en eslogan: “la desigualdad hace que la recuperación
económica no llegue a todas las personas por igual”.
Según ello, el 1%
de los españoles más ricos acaparó en 2016 el 40% de la riqueza creada,
mientras que el 50% más pobre apenas consiguió repartirse un 7%. Los
beneficios empresariales, por su parte, crecieron un 200,7% respecto de
2015, mientras que el coste laboral por trabajador se mantuvo estancado.
Y, claro está, cuatro nuevos millonarios españoles, hasta un total de
25, pasaron a engrosar la lista de los asquerosamente ricos de Forbes.
El informe “español” es obra de José Moisés Martín Carretero,
un economista por la Autónoma de Madrid y “activista social y político”
de izquierdas muy conocido en el mundo de las ONG, alto cargo que fue
de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID) con el
Gobierno Zapatero. El prólogo se debe a Joaquín Estefanía (¡Son el 1%!), alumno dilecto de Stiglitz
y uno de esos intelectuales orgánicos, progres irredentos, cuya
presencia resulta inevitable en cualquier sarao destinado a criticar
duramente las injusticias de un sistema en el que esa sedicente elite
vive y reina en absoluto confort.
Ideología marxista en vena
"El
boom de los milmillonarios no es signo de una economía próspera, sino
un síntoma del fracaso del sistema económico. Se explota a las personas
que fabrican nuestras ropas, ensamblan nuestros teléfonos y cultivan los
alimentos que consumimos para garantizar un suministro constante de
productos baratos, así como para engrosar los beneficios de las grandes
empresas y sus adinerados inversionistas”, lamenta José María Vera,
director general de Oxfam Intermón, una organización que en 2017
ingreso más de 102 millones (63% fondos privados; 37% fondos públicos),
el 15% de los cuales se fueron en gastos de personal, y que, según su
propia promo, cuenta con 236.000 “socios, socias
(sic) y colaboradores económicos”, 2.041 empresas y organizaciones
sociales, 70.922 activistas (?) y 2.888 trabajadores, 1.158 de los
cuales son remunerados y el resto voluntarios.
Como
si del programa de un partido político se tratara, la filial española
de Oxfam critica con dureza la precarización del mercado laboral “que ha
permitido a los empresarios bajar unilateralmente los salarios”, apunta
con justicia a las mujeres como principales afectadas por los contratos
temporales y a tiempo parcial, y se atreve incluso a denunciar “un
injusto sistema fiscal” como responsable de “alimentar la actual crisis
de desigualdad”, reclamando al Gobierno un plan para “garantizar una
fiscalidad progresiva”.
Y una de marxismo leninismo en estado puro: “El
elemento fundamental de la persistencia de esta desigualdad tanto en el
mundo como en España es el desigual reparto en las ganancias de la
actividad económica que persisten en manos de los dueños de capital a
costa de la precarización del mercado laboral, donde los salarios y las
condiciones laborales cada vez son peores”.
La izquierda marxista,
incapaz a estas alturas de defender la causa del comunismo a palo seco,
parece haberse refugiado hoy en estas ONGs –hasta Cáritas participa de
tales postulados- convertidas en grandes dispensadores de ideología del
más rancio igualitarismo por decreto, de la crítica al empleo precario, y
la censura a los vicios de un libre mercado que, muy a su pesar, ha
logrado enormes avances en la reducción de la pobreza y el paralelo
crecimiento del bienestar de miles de millones de seres humanos en todo
el planeta.
Convertidas en uno de los instrumentos
más poderosos y opacos de la escena global, determinadas ONGs han
logrado monopolizar “causas sociales” en apariencia más que justas para
monetarizarlas al servicio de una estructura de poder e influencia opaca
las más de las veces, con el resultado de mediatizar la estrategia de
las empresas y de sus propietarios, los accionistas, que para aliviar su
mala conciencia “generosamente” les surten de fondos con los que
cumplir los fines caritativos para los que en teoría fueron creadas.
Algunas de esas grandes empresas han llegado a quejarse de haber
recibido presiones cercanas al chantaje cuando han querido alterar la
relación de dependencia que mantenían con la ONG, para toparse con la
imposibilidad de escapar del círculo de hierro que hoy supone
enfrentarse a estas multinacionales (Médicos sin Fronteras cuenta con
42.000 personas en plantilla, cifra que supera Oxfam) de la caridad
dotadas de un enorme poder de intimidación mediático en un mundo en que
el anticapitalismo ha emergido con gran fuerza.
Grupos de presión no sometidos a control democrático
Con
las excepciones de rigor, las ONGs son en estos momentos unas
organizaciones que reciben ingentes recursos de empresas privadas y
Gobiernos, una parte importante de los cuales se quedan en el camino sin
llegar nunca al destino de miseria que pretendían aliviar, como ha
venido a demostrar lo ocurrido precisamente en Haití tras su devastador
terremoto.
Parte importante de los ingresos se destina a financiar una
nomenclatura costosa que maximiza su nómina y su poder, hasta el punto
de que algunas organizaciones a duras penas logran destinar el 50% del
dinero captado a sus supuestos beneficiarios. Recibiendo buena parte de
sus ingresos mediante subvenciones y ayudas directas o indirectas por
parte de los poderes públicos (España dedicó en 2017 hasta 2.450
millones en Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), lejos de los 5.015
presupuestados en 2009 por el Gobierno Zapatero, venga alegría, cuando
la crisis ya hacía estragos en España), la idea de que las ONGs son una
manifestación de la sociedad civil es una pura entelequia desmentida por
la realidad. En la actualidad, son apenas grupos de presión con una
agenda política y financiera propia no sometida al control democrático
ni del mercado.
Su desmesurado
crecimiento, en paralelo a su capacidad de presión, es también una
expresión del complejo de inferioridad moral de la gran empresa, del
gran empresario, de los dueños del capital, del capitalismo en suma.
Todos han cedido al chantaje de esas instituciones convencidos de que la
obtención de un beneficio y el suministro de bienes y servicios de la
mejor calidad y al mejor precio, objetivo básico de toda empresa en
cualquier mercado liberalizado que se precie, no es un argumento de base
bastante, de peso suficiente para obtener respetabilidad social.
En el
fondo, a eso se dedican estas pomposas ONG capaces de dar clases de
moral al más pintado: a explotar la mala conciencia de empresas y
Gobiernos, el complejo de culpa de un capitalismo asilvestrado de ideas,
mientras se emplean con verdadero ahínco en crearle un entorno hostil
en el que cada día le resulte más difícil operar. El escándalo de los
ejecutivos de Oxfam en Haití, gastando en prostitutas el dinero de sus
mecenas, debería ayudar a romper el velo de silencio que rodea a estos
insensatos profetas de ese dicho tan nuestro según el cual la caridad
bien entendida empieza por uno mismo.
(*) Columnista
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