Oriol Junqueras, bastante más delgado, con ropa de abrigo —fuera de
la prisión cae aguanieve y los alrededores están cubiertos por una fina
capa blanca—, sonriente, es el segundo de una fila de presos con visita
solicitada previamente en la prisión de Estremera. Va
directo al locutorio número doce.
Coge el auricular del teléfono y
empieza a hablar con la energía de quien tiene pocas dudas sobre los
pasos a dar, la estrategia a adoptar, el papel que tiene que desempeñar
Esquerra, la composición de la nueva Mesa del Parlament, la investidura
del president de la Generalitat, su disposición en esta nueva etapa en
Catalunya...
Setenta días han pasado desde el lunes 30 de octubre en que recogió
sus cosas en la Conselleria d'Economia de la rambla Catalunya, que era a
su vez sede de la Vicepresidència del Govern. Aquella tarde le había
visto por última vez en una sala de los sótanos de la sede de ERC, en la
calle Calàbria, mientras en el piso superior se reunía la ejecutiva del
partido. Eran horas de tensión.
Por la mañana el president Carles Puigdemont
había hecho pública su llegada a Bruselas, ciudad en la que pensaba
permanecer junto a diversos miembros del Govern para evitar
ser detenidos.
A Junqueras, aquel día, le preocupaban dos cosas:
los consensos internos y, si entraba en prisión, su familia y, en
particular, sus dos hijos pequeños. En aquel frío locutorio de
Estremera, a través de un vidrio, con alguna dificultad para oír y bajo
la constante mirada de un funcionario de prisiones que controla que se
cumplan las normas, al vicepresident le siguen preocupando las mismas
cosas. Incluso queda un poco lejos su declaración del día 4 ante la Sala
Penal del Tribunal Supremo que le denegó la puesta en libertad.
"La peor noche ha sido la de Reyes, ni Navidad, ni Fin de Año;
ninguna de todas las noches en prisión se parece a la soledad del día
5", comenta con evidente nostalgia. No muy lejos, en el locutorio número
3 está el conseller d'Interior en funciones, Joaquim Forn. Su hermana y su cuñado le han ido a ver. Junqueras y Forn comparten celda desde que los también consellers Carles Mundó y Raül Romeva
abandonaron Estremera.
Los dos hablan bien de su compañero de celda. Se
ayudan, es evidente. Y se animan. También es evidente. Seguramente, los
dos piensan lo mismo: el otro lo necesita más.
Llama poderosamente la atención cómo puede estar tan al corriente de
lo que sucede con la poca información que recibe. Su equipo tiene
instrucciones concretas y él espera respuestas también concretas. Que
nadie se despiste y la mirada puesta en Parlament, Govern y las
municipales de la primavera del 2019. Nadie en los despachos y todos los
candidatos en la calle, esta es su receta para dar el salto en
alcaldías y concejales.
No hay rencor en su conversación. Pero si con alguien está muy dolido es con el PSC.
No es política, es algo más profundo y que tiene que ver con la
escasa empatía que han demostrado con la situación de los presos. Le
cuesta entender que la discrepancia política llegue a estos extremos.
"Cómo se puede no tener ni que sea una reacción humanitaria", dice en
voz algo más baja, como diciéndoselo a sí mismo.
Dirigiéndose a tres personas del partido y de su máxima confianza les vuelve a explicar el ABC de la política junqueriana: "Hemos
de ser más y más fuertes; más en el sí y menos en el no. Sergi Sol,
Raül Murcia e Isaac Peraire, el alcalde de Prats de Lluçanès, lo han
escuchado centenares de veces. A un profano no deja de sorprenderle lo
previsible que hace Junqueras la política.
"No tengamos manías en
invertir a largo plazo", afirma mientras sus compañeros de
partido asienten con la cabeza.
Reclama datos y más datos de la economía catalana,
cuadros con los que poder hacer artículos y poder lucir una gestión
francamente buena de casi dos años. Los datos están a la vista, aunque
sabe que en lo que son las complicidades empresariales, Esquerra tiene
aún un largo camino que recorrer.
¿Y el futuro? No se hace ilusiones respecto a su salida inmediata de la prisión,
aunque confía en que podrá estar en la sesión constitutiva del
Parlament del próximo día 17. "El día 17 estaré; si puedo, claro". ¿Y
después? No sabe y tampoco quiere pensar solo en esto. Seguramente, en
los próximos meses estará donde le toque. Pero para saber dónde es,
habrá que esperar aún un poco.
Su última reflexión es sobre cómo consume su tiempo en prisión, entre
libros, cartas, deporte —incluso algo de tenis— y salidas al patio. "El
tiempo pasa bastante rápido, pero aquí todo es muy lento y pasan muchas
cosas".
Un timbre avisa de que faltan cinco minutos, lo que quiere
decir que ya se han consumido 35. Mira a Bruselas, a Barcelona, a los
comunes, a la CUP. Todo casi en plan telegráfico. Un segundo timbre
avisa de que el tiempo se ha acabado y segundos después a través del
auricular no se oye nada y a través del cristal es imposible mandarse
mensajes.
Abandonan los locutorios en orden inverso al que han entrado.
Junqueras sabe que más tarde le visitará en su condición de abogado Joan Ignasi Elena, que actuó como portavoz del Pacte Nacional pel Referéndum. Forn espera este martes al conseller en funciones Jordi Turull.
El rictus sonriente con el que había entrado en la sala ha desaparecido
de su rostro. Fuera sigue cayendo aguanieve que no cuaja, desaparece
sobre el asfalto. Dentro, hace frío. El día es tan gris dentro como
fuera de este edificio inmenso de apenas 10 años de antigüedad.
Y uno sigue sin saber, mientras cruza sucesivos controles de
seguridad, por qué están los dos políticos —igual como los Jordis— en
prisión. En qué momento el Estado decidió que, sobre todo, lo que iba a
hacer con los independentistas era propinarles un escarmiento.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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