Una monarquía es una forma antigua de jefatura del Estado unipersonal, vitalicia y que se transmite por la vía hereditaria.
En la ONU hay 193 estados miembros y dos observadores que cumplen los
requisitos de ser soberanos y reconocidos internacionalmente; así que
podríamos decir que en el mundo hay 195 países.
En cerca de 50
países, la jefatura del Estado tiene forma de monarquía, aunque solo
existen del orden de 30 monarcas en total. El motivo: la Reina de Inglaterra lo es también de numerosos países del Caribe y de Oceanía que forman parte de la Commonwealth.
De los 50 países que conforman el subcontinente europeo, solamente en 10 hay monarquías.
De
todos los reyes y reinas que aún existen en el mundo, los hay que
gobiernan de verdad, los hay que tienen algo de poder político y los hay
que únicamente desempeñan un papel simbólico o representativo.
El primer caso se da en dictaduras o en países con importantes déficits democráticos, como Arabia Saudí o Marruecos.
El segundo caso es menos habitual pero también se da. El Príncipe de Mónaco, por ejemplo, tiene el poder de elegir al primer ministro entre una serie de candidatos propuestos por el Gobierno francés.
Por
último, el caso de reyes con funciones meramente ceremoniales es el
típico de los estados comparativamente más avanzados (dentro de lo
anacrónico que resulta el tener un Rey, claro); las así llamadas “monarquías parlamentarias”.
Supuestamente, este es el caso de España. Sin embargo, nuestra Constitución, aprobada aún bajo la vigilancia de un ejército entonces predemocrático, contiene artículos como estos:
56.3. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad...
62. Corresponde al Rey:
d) Proponer el candidato a Presidente del Gobierno...
h) El mando supremo de las Fuerzas Armadas.
En general, resulta obvio que la monarquía es una institución de otro tiempo que es muy difícil de explicar en términos democráticos en un país moderno en pleno siglo XXI.
Pero los españoles somos personas muy pragmáticas.
Por eso, frente al hecho de que Juan Carlos I
fuera elegido por el dictador y jurase los principios del franquismo,
frente al hecho de que no debería haber ningún motivo para que el jefe
de Estado tenga un mandato vitalicio y lo reciba a través de la
fertilización de un óvulo por parte de un espermatozoide, nuestro pueblo
supo ver las ventajas prácticas que representaba Juan Carlos I en el conjunto del esquema de la Transición.
Un cambio gradual y pacífico de una larga dictadura a la democracia y la protección contra un golpe de estado militar, como los hechos del 23-F consolidaron en la opinión pública.
Los
españoles nos preguntábamos (no sin algo de miedo a volver a tiempos
más oscuros): “¿Para qué sirve la monarquíardquo; y hallábamos una respuesta pragmática que
nos servía para desestimar lo anacrónico y antidemocrático de la
institución e incluso para “perdonar” el escandaloso tren de vida que
siempre desplegó el hoy Rey Emérito.
Sin embargo, eso ha cambiado con Felipe VI.
Hoy
la transición de la dictadura a la democracia (con sus muchas
imperfecciones) ya está hecha, hoy el ejército tiene cosas que mejorar
pero es un ejército moderno y homologable a los de otros países
europeos, hoy queda afortunadamente muy lejos el 20 de noviembre de 1975
y la gente ya no tiene miedo.
Para esos menesteres, pues, ya no nos hace falta un Rey.
Los hay que intentar seguir manteniendo vivo el argumento pragmático y nos venden que el nuevo Rey sirve como embajador de España y como conseguidor de inversiones extranjeras y contratos para las empresas españolas en el exterior.
Este intento es ridículo y desesperado.
Primero, porque ya tenemos embajadores que hacen ese trabajo, porque las propias empresas (al menos las del Ibex 35,
que son para las únicas para las que trabaja el Rey) ya tienen grandes
departamentos para llevar a cabo esta labor y porque nunca nadie jamás
nos ha enseñado los números. Si el Rey es un superdelegado comercial
para España, dado que nos cuesta casi 8 millones de euros al año y él
mismo gana casi 20.000 euros brutos al mes, no estaría de más conocer
algún informe de resultados.
Segundo, porque, aunque este
argumento fuera cierto (y yo, sinceramente, creo que no se lo creen ni
los que lo defienden), es obvio que, para ser un buen embajador de
España, no hace falta ni que tu puesto sea vitalicio, ni acceder a él
por fecundación, ni muchísimo menos ser inviolable (impune)
constitucionalmente ni jefe supremo de las Fuerzas Armadas.
Descartada
también esta posibilidad, ¿para qué sirve entonces Felipe VI? ¿Para qué
sirve entonces la monarquía española en pleno siglo XXI?
Solo queda una opción.
A lo mejor podría servir para, en tiempos de incertidumbre, de crisis y de convulsión política, mediar entre las partes,
acercar posturas, ayudar a resolver los problemas y hacerlo desde un
lugar neutral que defienda el bien común y busque representar los
anhelos del conjunto de los españoles.
A lo mejor Felipe VI podría haber servido para cumplir esta loable función, pero lamentablemente eligió no hacerlo.
Aunque ya lo intuimos en discursos anteriores, el del 3 de octubre de este año 2017 fue la confirmación de que el Rey había elegido meterse en política,
asumir el punto de vista de ciertos partidos y, como inevitable
consecuencia, renunciar a un posible papel mediador y renunciar a
representar a millones de españoles.
Sin una palabra de cariño para los centenares de personas pacíficas agredidas el 1 de octubre
por orden del Gobierno y posiblemente preocupado tanto por la vergüenza
internacional que las cargas habían generado como por el hecho de que
Pedro Sánchez amagaba con salirse del redil tras anunciar la reprobación
de Soraya Sáenz de Santamaría (que luego retiró), el Rey desplegó el 3
de octubre de 2017 un discurso no solo durísimo sino además idéntico al del Partido Popular.
El discurso, que sirvió para disciplinar al PSOE en el bloque monárquico y también como pistoletazo de salida a la hoja de ruta de intervención
del autogobierno de Cataluña y encarcelamiento de líderes políticos
independentistas, tuvo la intención de representar, para el reinado de
Felipe VI, lo que el discurso de Juan Carlos I tras el golpe de estado
del 23-F representó para el suyo: la confirmación de la utilidad de la
monarquía. El Rey salvando a España con una demostración de fuerza y legitimando en ese acto su papel en la historia y su continuidad como monarca.
Sin embargo, las diferencias con el 23-F son demasiadas y muy importantes.
Primero y a diferencia del 23-F, en Cataluña nadie llevaba pistolas.
Segundo
y a diferencia de la actuación de Juan Carlos I entonces (respaldada
por los deseos mayoritarios de democracia del pueblo español), el
discurso de Felipe VI del 3 de octubre se dejó fuera a muchísimos españoles.
Al menos a los aproximadamente 6,5 millones de votantes de partidos que
defienden el diálogo y la plurinacionalidad y que ocupan 95 de los 350
escaños del Congreso de los Diputados.
Tercero, la intervención del Rey Emérito tuvo éxito en tanto que se
desarticuló el golpe de estado militar. Por el contrario, la
intervención de Felipe VI el pasado 3 de octubre ha fracasado estrepitosamente.
Después de muchísimo dolor y confrontación, vuelve a haber una mayoría
independentista en el Parlament de Cataluña. Estamos como al principio.
Este fracaso y la correspondiente autocrítica es lo primero que debería haber reconocido el Rey en su discurso de Navidad.
Aunque
bajó el tono y renunció a la dureza del discurso del 3 de octubre, no
hubo ninguna reflexión en este sentido. Como si el fracaso de la hoja de
ruta cuyo pistoletazo de salida dio él mismo jamás se hubiera
producido. Como si las elecciones del 21 de diciembre no hubieran existido.
Un comportamiento idéntico al de Mariano Rajoy,
quien, tras reeditar la mayoría independentista que su vicepresidenta se
jactó de haber descabezado, tras haber despertado a su más peligroso
adversario político por la derecha (el partido de Albert Rivera, Inés
Arrimadas y José María Aznar) y tras haber perdido el PP 7 de sus 11
escaños en el Parlament de Cataluña, yéndose al grupo mixto con la CUP,
no veía ningún problema este fin de semana ante las preguntas de los
periodistas.
En la negación del fracaso y la autocrítica, pero también en todo lo demás, el discurso de Navidad de Felipe VI lo podría haber firmado (de nuevo) Mariano Rajoy. Esta Nochebuena volvimos a ver al que debería ser el Rey de todos los españoles abrazando el argumentario del Partido Popular.
En el discurso del Rey, la crisis ya ha pasado y la corrupción es un fenómeno meteorológico sin caras y sin nombres.
Respecto
de lo primero, basta comprobar los datos para saber que eso no es así.
De hecho, basta con caminar por cualquiera de los barrios populares de
nuestro país. El 70% de las familias dicen que no notan la recuperación
económica en su vida cotidiana. Casi la mitad de las personas que
trabajan ganan menos de 1.000 euros netos al mes; antes era precariedad
ser mileurista y ahora es casi un lujo. Hay decenas de miles de
dependientes esperando su prestación y el Gobierno ha anunciado que va a
volver a hacer recortes en sanidad, pensiones o educación en 2018
porque se lo pide Bruselas.
Y respecto de la corrupción, evidentemente tiene
caras y tiene nombres. Tenemos a un partido llamado Partido Popular
sentado en el banquillo y tenemos a M. Rajoy, que según la Ppolicía es
indiciariamente el presidente del Gobierno, que parece que ha cobrado
casi 400.000 euros en sobornos a cambio de contratos públicos pagados
por todos, para financiar ilegalmente las campañas electorales de su
partido. La corrupción no es un fenómeno meteorológico, es una forma de
gobierno, y claro que tiene caras y tiene nombres aunque al Rey “se le
olvide” mencionarlos.
Incluso agradeciendo el énfasis de Felipe VI
en la necesidad de luchar contra la violencia machista (que él llama
“de género”) y contra el cambio climático, su discurso es completamente
paralelo al del Partido Popular también en estos importantes retos:
apelación enfática a su gravedad y a la necesidad de abordarlos y
“olvido” de que, para hacerlo y no solamente decirlo, hacen falta leyes y
presupuestos. Pero parece que el impuesto al sol, el hachazo a las
renovables y los recortes en igualdad no le debían caber en el discurso
seguramente por cuestiones de tiempo.
El problema es que, cuando no te caben según qué cosas, tampoco te caben millones y millones de españoles.
Tras
el discurso extremadamente duro y claramente partidista del 3 de
octubre, muchos ya nos preguntamos para qué sirve, en pleno siglo XXI,
una monarquía que elige bandos, que olvida a una buena parte de su
pueblo y que no soluciona los problemas sino que los agrava.
Tras
el discurso de Navidad, exactamente la misma pregunta sigue en pie.
Sería bueno que alguien que valore la continuidad de la Corona en un
país de ciudadanos modernos y pragmáticos hiciera un intento mínimamente
digno de contestarla.
(*) Científico y político
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