martes, 26 de diciembre de 2017

¿Para qué sirve la monarquía? / Pablo Echenique *

Una monarquía es una forma antigua de jefatura del Estado unipersonal, vitalicia y que se transmite por la vía hereditaria.
En la ONU hay 193 estados miembros y dos observadores que cumplen los requisitos de ser soberanos y reconocidos internacionalmente; así que podríamos decir que en el mundo hay 195 países.
En cerca de 50 países, la jefatura del Estado tiene forma de monarquía, aunque solo existen del orden de 30 monarcas en total. El motivo: la Reina de Inglaterra lo es también de numerosos países del Caribe y de Oceanía que forman parte de la Commonwealth.
De los 50 países que conforman el subcontinente europeo, solamente en 10 hay monarquías.
De todos los reyes y reinas que aún existen en el mundo, los hay que gobiernan de verdad, los hay que tienen algo de poder político y los hay que únicamente desempeñan un papel simbólico o representativo.
El primer caso se da en dictaduras o en países con importantes déficits democráticos, como Arabia Saudí o Marruecos.
El segundo caso es menos habitual pero también se da. El Príncipe de Mónaco, por ejemplo, tiene el poder de elegir al primer ministro entre una serie de candidatos propuestos por el Gobierno francés.
Por último, el caso de reyes con funciones meramente ceremoniales es el típico de los estados comparativamente más avanzados (dentro de lo anacrónico que resulta el tener un Rey, claro); las así llamadas “monarquías parlamentarias”.
Supuestamente, este es el caso de España. Sin embargo, nuestra Constitución, aprobada aún bajo la vigilancia de un ejército entonces predemocrático, contiene artículos como estos:
56.3. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad...
62. Corresponde al Rey:
d) Proponer el candidato a Presidente del Gobierno...
h) El mando supremo de las Fuerzas Armadas.
En general, resulta obvio que la monarquía es una institución de otro tiempo que es muy difícil de explicar en términos democráticos en un país moderno en pleno siglo XXI.
Pero los españoles somos personas muy pragmáticas.
Por eso, frente al hecho de que Juan Carlos I fuera elegido por el dictador y jurase los principios del franquismo, frente al hecho de que no debería haber ningún motivo para que el jefe de Estado tenga un mandato vitalicio y lo reciba a través de la fertilización de un óvulo por parte de un espermatozoide, nuestro pueblo supo ver las ventajas prácticas que representaba Juan Carlos I en el conjunto del esquema de la Transición.
Un cambio gradual y pacífico de una larga dictadura a la democracia y la protección contra un golpe de estado militar, como los hechos del 23-F consolidaron en la opinión pública.
Los españoles nos preguntábamos (no sin algo de miedo a volver a tiempos más oscuros): “¿Para qué sirve la monarquíardquo; y hallábamos una respuesta pragmática que nos servía para desestimar lo anacrónico y antidemocrático de la institución e incluso para “perdonar” el escandaloso tren de vida que siempre desplegó el hoy Rey Emérito.
Sin embargo, eso ha cambiado con Felipe VI.
Hoy la transición de la dictadura a la democracia (con sus muchas imperfecciones) ya está hecha, hoy el ejército tiene cosas que mejorar pero es un ejército moderno y homologable a los de otros países europeos, hoy queda afortunadamente muy lejos el 20 de noviembre de 1975 y la gente ya no tiene miedo.
Para esos menesteres, pues, ya no nos hace falta un Rey.
Los hay que intentar seguir manteniendo vivo el argumento pragmático y nos venden que el nuevo Rey sirve como embajador de España y como conseguidor de inversiones extranjeras y contratos para las empresas españolas en el exterior.
Este intento es ridículo y desesperado.
Primero, porque ya tenemos embajadores que hacen ese trabajo, porque las propias empresas (al menos las del Ibex 35, que son para las únicas para las que trabaja el Rey) ya tienen grandes departamentos para llevar a cabo esta labor y porque nunca nadie jamás nos ha enseñado los números. Si el Rey es un superdelegado comercial para España, dado que nos cuesta casi 8 millones de euros al año y él mismo gana casi 20.000 euros brutos al mes, no estaría de más conocer algún informe de resultados.
Segundo, porque, aunque este argumento fuera cierto (y yo, sinceramente, creo que no se lo creen ni los que lo defienden), es obvio que, para ser un buen embajador de España, no hace falta ni que tu puesto sea vitalicio, ni acceder a él por fecundación, ni muchísimo menos ser inviolable (impune) constitucionalmente ni jefe supremo de las Fuerzas Armadas.
Descartada también esta posibilidad, ¿para qué sirve entonces Felipe VI? ¿Para qué sirve entonces la monarquía española en pleno siglo XXI?
Solo queda una opción.
A lo mejor podría servir para, en tiempos de incertidumbre, de crisis y de convulsión política, mediar entre las partes, acercar posturas, ayudar a resolver los problemas y hacerlo desde un lugar neutral que defienda el bien común y busque representar los anhelos del conjunto de los españoles.
A lo mejor Felipe VI podría haber servido para cumplir esta loable función, pero lamentablemente eligió no hacerlo.
Aunque ya lo intuimos en discursos anteriores, el del 3 de octubre de este año 2017 fue la confirmación de que el Rey había elegido meterse en política, asumir el punto de vista de ciertos partidos y, como inevitable consecuencia, renunciar a un posible papel mediador y renunciar a representar a millones de españoles.
Sin una palabra de cariño para los centenares de personas pacíficas agredidas el 1 de octubre por orden del Gobierno y posiblemente preocupado tanto por la vergüenza internacional que las cargas habían generado como por el hecho de que Pedro Sánchez amagaba con salirse del redil tras anunciar la reprobación de Soraya Sáenz de Santamaría (que luego retiró), el Rey desplegó el 3 de octubre de 2017 un discurso no solo durísimo sino además idéntico al del Partido Popular.
El discurso, que sirvió para disciplinar al PSOE en el bloque monárquico y también como pistoletazo de salida a la hoja de ruta de intervención del autogobierno de Cataluña y encarcelamiento de líderes políticos independentistas, tuvo la intención de representar, para el reinado de Felipe VI, lo que el discurso de Juan Carlos I tras el golpe de estado del 23-F representó para el suyo: la confirmación de la utilidad de la monarquía. El Rey salvando a España con una demostración de fuerza y legitimando en ese acto su papel en la historia y su continuidad como monarca.
Sin embargo, las diferencias con el 23-F son demasiadas y muy importantes.
Primero y a diferencia del 23-F, en Cataluña nadie llevaba pistolas.
Segundo y a diferencia de la actuación de Juan Carlos I entonces (respaldada por los deseos mayoritarios de democracia del pueblo español), el discurso de Felipe VI del 3 de octubre se dejó fuera a muchísimos españoles. Al menos a los aproximadamente 6,5 millones de votantes de partidos que defienden el diálogo y la plurinacionalidad y que ocupan 95 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados.
Tercero, la intervención del Rey Emérito tuvo éxito en tanto que se desarticuló el golpe de estado militar. Por el contrario, la intervención de Felipe VI el pasado 3 de octubre ha fracasado estrepitosamente. Después de muchísimo dolor y confrontación, vuelve a haber una mayoría independentista en el Parlament de Cataluña. Estamos como al principio.
Este fracaso y la correspondiente autocrítica es lo primero que debería haber reconocido el Rey en su discurso de Navidad.
Aunque bajó el tono y renunció a la dureza del discurso del 3 de octubre, no hubo ninguna reflexión en este sentido. Como si el fracaso de la hoja de ruta cuyo pistoletazo de salida dio él mismo jamás se hubiera producido. Como si las elecciones del 21 de diciembre no hubieran existido.
Un comportamiento idéntico al de Mariano Rajoy, quien, tras reeditar la mayoría independentista que su vicepresidenta se jactó de haber descabezado, tras haber despertado a su más peligroso adversario político por la derecha (el partido de Albert Rivera, Inés Arrimadas y José María Aznar) y tras haber perdido el PP 7 de sus 11 escaños en el Parlament de Cataluña, yéndose al grupo mixto con la CUP, no veía ningún problema este fin de semana ante las preguntas de los periodistas.
En la negación del fracaso y la autocrítica, pero también en todo lo demás, el discurso de Navidad de Felipe VI lo podría haber firmado (de nuevo) Mariano Rajoy. Esta Nochebuena volvimos a ver al que debería ser el Rey de todos los españoles abrazando el argumentario del Partido Popular.
En el discurso del Rey, la crisis ya ha pasado y la corrupción es un fenómeno meteorológico sin caras y sin nombres.
Respecto de lo primero, basta comprobar los datos para saber que eso no es así. De hecho, basta con caminar por cualquiera de los barrios populares de nuestro país. El 70% de las familias dicen que no notan la recuperación económica en su vida cotidiana. Casi la mitad de las personas que trabajan ganan menos de 1.000 euros netos al mes; antes era precariedad ser mileurista y ahora es casi un lujo. Hay decenas de miles de dependientes esperando su prestación y el Gobierno ha anunciado que va a volver a hacer recortes en sanidad, pensiones o educación en 2018 porque se lo pide Bruselas.
Y respecto de la corrupción, evidentemente tiene caras y tiene nombres. Tenemos a un partido llamado Partido Popular sentado en el banquillo y tenemos a M. Rajoy, que según la Ppolicía es indiciariamente el presidente del Gobierno, que parece que ha cobrado casi 400.000 euros en sobornos a cambio de contratos públicos pagados por todos, para financiar ilegalmente las campañas electorales de su partido. La corrupción no es un fenómeno meteorológico, es una forma de gobierno, y claro que tiene caras y tiene nombres aunque al Rey “se le olvide” mencionarlos.
Incluso agradeciendo el énfasis de Felipe VI en la necesidad de luchar contra la violencia machista (que él llama “de género”) y contra el cambio climático, su discurso es completamente paralelo al del Partido Popular también en estos importantes retos: apelación enfática a su gravedad y a la necesidad de abordarlos y “olvido” de que, para hacerlo y no solamente decirlo, hacen falta leyes y presupuestos. Pero parece que el impuesto al sol, el hachazo a las renovables y los recortes en igualdad no le debían caber en el discurso seguramente por cuestiones de tiempo.
El problema es que, cuando no te caben según qué cosas, tampoco te caben millones y millones de españoles.
Tras el discurso extremadamente duro y claramente partidista del 3 de octubre, muchos ya nos preguntamos para qué sirve, en pleno siglo XXI, una monarquía que elige bandos, que olvida a una buena parte de su pueblo y que no soluciona los problemas sino que los agrava.
Tras el discurso de Navidad, exactamente la misma pregunta sigue en pie. Sería bueno que alguien que valore la continuidad de la Corona en un país de ciudadanos modernos y pragmáticos hiciera un intento mínimamente digno de contestarla.


(*) Científico y político



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