La España de los pingüinos salió ayer, por fin, a la calle.
En Madrid eran miles, concentrados en la amplia plaza de Cibeles,
frente al Ayuntamiento. Eran muchos más de lo que se esperaba de una
convocatoria por internet surgida hace apenas una semana. Consiguieron
una foto imponente, que pronto fue minimizada por los medios oficiales.
En Barcelona llenaron la plaza de Sant Jaume. También estuvieron
presentes en otras ciudades. ¡Hablemos!, gritaban los pingüinos,
ataviados con camisetas blancas y sin banderas. Todo nació de una
pancarta colgada en el balcón de una pequeña agencia de publicidad de la
Gran Via madrileña con el lema “Parlem!”.
La España de los pingüinos sale por fin a la calle. No sé
si es un buen augurio, o la señal de que ya todo está perdido. No lo sé.
Escribo estas líneas con una cierta emoción, puesto que hace once años
publiqué un libro, mi primer libro, en el que tomaba prestada de la
trágica Yugoslavia la metáfora de los pingüinos. La España de los
pingüinos. Una visión antibalcánica del porvenir español, se titulaba.
En Yugoslavia llamaban pingüinos a los ciudadanos que preferían
inscribirse como yugoslavos en su pasaporte, en vez de consignarse como
eslovenos, serbios, croatas, bosnios, montenegrinos o macedonios.
Muchos
eran hijos de matrimonios mixtos y no querían escoger entre papá y
mamá. Otros, simplemente, se sentían más cómodos en la
supranacionalidad. Otros quizás creían que el invento del mariscal
Tito, la República Federativa Socialista de Yugoslavia, independiente de
Moscú y de Washington, tenía un largo futuro por delante . Eran una
minoría, apenas llegaban al diez por ciento. Fueron arrasados cuando
todo se encendió.
Aquella compleja Yugoslavia era un accidente geoestratégico
que no interesaba a los poderes occidentales después de la implosión de
la Unión Soviética. Dejaron que estallara, después se alarmaron por la
magnitud del incendio, y después se repartieron las zonas de influencia.
Eslovenia es muy austriaca. Croacia, muy católica y bien dispuesta con
Alemania. La triturada Bosnia-Herzegovina ha quedado reducida a un
montón de cantones, con Turquía muy presente en la islamizada Sarajevo.
Montenegro es una colonia rusa en el Mediterráneo, después de haber sido
cortejada por Italia. Serbia, eslava, ortodoxa, orgullosa y aislada, se
recupera lentamente de sus traumas. Los dirigentes serbios fueron
malos, pero no los únicos malos. Kosovo, albanesa, se ha convertido en
la principal base militar de Estados Unidos en la Europa del Este. La
ensalada Macedonia, medio eslava, un cuarto albanesa y otro cuarto muy
diversa, aún se pregunta qué milagro evitó que fuera arrasada por la
guerra.
También hay pingüinos en España. También en Catalunya. Ayer
muchos de ellos salieron a la calle. Son pingüinos distintos de los del
mar Adriático, puesto que la enciclopedia ya nos advierte que este
grupo de aves marinas cuenta con hasta dieciocho especies diferentes. El
pingüino español se declararía nacional-español en su pasaporte, pero
se muestra tolerante ante los que preferirían hacer constar otra
nacionalidad. No quiere la independencia de Catalunya, tuvo muchas dudas
sobre la legitimidad del referéndum del pasado domingo, pero se indignó
al ver las imágenes de las cargas policiales en Catalunya. No quiere
vivir en un país en el que las grandes controversias se resuelven a
palos. Y ahora teme que todo lo que está ocurriendo, acabe con una
deriva autoritaria del Estado, con la excusa del artículo 155, o del 116
(estados de alarma, excepción y sitio). Teme ver el ejército desplegado
en Catalunya. Duerme mal pensado en esa posibilidad. Está angustiado.
El pingüino de Catalunya seguramente estos días se siente
un poco más catalán que español, –un poco más, no mucho más–, quizá fue a
votar; participó en el paro del martes y acudió a las manifestaciones
de protesta. Está enfadado, pero no quiere saber nada de declaraciones
unilaterales de independencia. Está angustiado. También duerme mal. Teme
que las cosas acaben muy mal.
El pingüino catalán bien informado repasa
los hechos de los últimos seis años y comienza a sentirse muy irritado
con quienes aceleraron el motor independentista en el 2012 con el
objetivo principal y casi exclusivo de evitar una mayoría de izquierdas
en Catalunya, a consecuencia de los desgarros de la crisis económica.
¡Nunca más un tripartito!, gritaron en la Generalitat cuando vieron que
la economía se ponía muy fea.
El primer Artur Mas era un merkeliano de oro dispuesto a
superar a Mariano Rajoy en el uso de las tijeras. Cambió de opinión el
día que tuvo que entrar en helicóptero en el Parlament para sortear a
los manifestantes del 15-M, que asediaban el viejo arsenal militar de la
Ciutadella. Los sondeos empezaban a señalar una CiU a la baja. Se
decidió entonces un cambio de estrategia: el soberanismo tenía que
alcanzar la máxima intensidad para absorber las tensiones sociales.
“Cuando Catalunya se divide dramáticamente entre derechas e izquierdas,
las cosas van mal”, me comentó en aquel tiempo uno de los hombres de
confianza de Mas. Se impulsó a fondo la Assemblea Nacional Catalana. La
gran manifestación el Onze de Setembre del 2012 resumió todos los
malestares y los sintetizó en el “Volem decidir”. Y después empezó todo.
Hasta hoy.
Los pingüinos quizá salen en el momento oportuno. La
manifestación de la gente de blanco en Madrid era interesante. Familias.
Gente tranquila de Podemos –timbre Íñigo Errejón–, gente del PSOE,
gente de Ciudadanos, más de Inés Arrimadas . Era la manifestación que
podía haber encabezado Pedro Sánchez, si no estuviera estos días en
arresto domiciliario, bajo vigilancia de los poderes fácticos de su
partido.
Los pingüinos se han educado en democracia y
representan a una España perfectamente posible. Son más mayoritarios de
lo que el ruido atronador de estos días nos puede hacer creer.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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