El
fenómeno se está extendiendo. En nuestras sociedades desarrolladas, un
número cada vez mayor de ciudadanos se plantea modificar sus modos de
consumo. No sólo de los hábitos alimentarios, individualizados ya hasta
tal punto que resulta prácticamente imposible reunir a ocho personas en
torno a una mesa para comer un mismo menú. Sino del consumo en general:
la vestimenta, la decoración, el aseo, los electrodomésticos, los
fetiches culturales (libros, devedés, cedés), etc.
Todas aquellas cosas
que hasta hace poco se acumulaban en nuestros hogares como señales más o
menos mediocres de éxito social y de opulencia (y hasta cierta medida,
de identidad), ahora sentimos que nos asfixian. La nueva tendencia es a
la reducción, al desprendimiento, al despojo, a la supresión, a la
eliminación... En suma, a la desintoxicación. Al detox,
pues. Como si comenzara el ocaso de la sociedad de consumo –establecida
en torno a los años 1960 y 1970– y entráramos en lo que se empieza a
llamar la “sociedad del desconsumo”.
Se
podría objetar que las necesidades vitales de consumo siguen siendo
inmensas en muchos países en vías de desarrollo o en las áreas de
pobreza del mundo desarrollado. Pero esa realidad indiscutible no debe
impedirnos ver este movimiento de “desconsumo” que se expande con un
ímpetu cada vez más intenso.
Por otra parte, un estudio reciente (1),
realizado en el Reino Unido, indica que desde el principio de la
revolución industrial, las familias iban acumulando bienes materiales en
sus hogares a medida que sus recursos aumentaban. El número de objetos
poseídos traducía su nivel de vida y su estatus social. Así fue hasta
2011. Ese año se alcanzó lo que podríamos llamar el “pico de los
objetos” (peak stuff).
Desde entonces, el número de objetos poseídos no deja de reducirse. Y
esa curva, en forma de “campana de Gauss” (con aumento exponencial
mientras sube el nivel de vida y que luego, después de un periodo de
estabilización, desciende en las mismas proporciones), sería una ley
general. Hoy se estaría verificando en los países desarrollados (y en
muchas zonas opulentas de Estados del Sur), pero mañana también
reflejaría la inevitable evolución en los países en desarrollo (China,
la India, Brasil).
La
toma de conciencia ecológica, la preocupación general por el medio
ambiente, el temor al cambio climático y, en particular, la crisis
económica del 2008 que con tanta violencia golpeó a los Estados ricos,
han influenciado sin duda esta nueva austeridad zen. Desde entonces se
han divulgado por las redes sociales muchos casos espectaculares de detox
anticonsumista. Por ejemplo, el de Joshua Becker, un estadounidense que
decidió hace nueve años, con su esposa, reducir drásticamente el número
de bienes materiales que poseían para vivir mejor y lograr la calma
mental. En sus libros (Living with Less, The more of Less)
y en su blog “Becoming minimalist” (www.becomingminimalist.com/),
Becker cuenta: “Limpiamos el desorden de nuestra casa y de nuestra vida.
Fue un viaje en el que descubrimos que la abundancia consiste en tener
menos”. Y afirma que “las mejores cosas de la vida no son cosas”.
Aunque
no resulta fácil desintoxicarse del consumo y convertirse al
minimalismo: “Comience poco a poco –aconseja Joshua Fields Millburn, que
escribe en el blog TheMinimalists.com–, intente desprenderse de una
sola cosa durante 30 días, comenzando por los objetos más sencillos de
suprimir. Deshágase de las cosas obvias. Empezando por las que
claramente no necesita: las tazas que nunca usa, ese regalo horrendo que
recibió, etc.”.
Otro
caso célebre de despojo voluntario es el de Rob Greenfield (2), un
norteamericano de 30 años, protagonista de la serie documental “Viajero
sin dinero” (Discovery Channel) quien, bajo el lema “menos es más”, se
deshizo de todas sus pertenencias, incluso de su casa. Y anda por el
mundo con sólo 111 posesiones (incluyendo el cepillo de dientes)... O el
de la diseñadora canadiense Sarah Lazarovic, que pasó un año sin
comprarse ropa y cada vez que tenía ganas de hacerlo, dibujaba la prenda
en cuestión. Resultado: un bonito libro de bocetos titulado Un montón de cosas lindas que no me compré
(3). También está el ejemplo de Courtney Carver, que propone en su
página web Project 333 (https://bemorewithless.com/project-333/), un
desafío de bajo presupuesto invitando a sus lectores a vestirse con sólo
33 prendas durante tres meses.
En la misma línea está el caso de la bloguera y youtuber
francesa Laetitia Birbes, 33 años, que se hizo célebre por su desafío
de nunca más volver a comprarse ropa: “Yo era una consumidora
compulsiva. Víctima de las promociones, de las tendencias y de la
tiranía de la moda –dice–. Había días en que llegaba a gastarme
quinientos euros en prendas... En cuanto tenía problemas con mi pareja o
con los exámenes, compraba ropa. Llegué a integrar perfectamente el
discurso de los publicitarios: confundía sentimientos y productos...”
(4). Hasta que un día decidió vaciar sus armarios y regalarlo todo. Se
sintió libre y ligera; liberada de una carga mental insospechada: “Ahora
vivo con dos vestidos, tres bragas y un par de calcetines”. Y da
conferencias por toda Francia para enseñar la disciplina del “cero
basura” y del consumo minimalista.
El
consumismo es consumir consumo. Es una conducta impulsiva donde ya no
importa lo que se compra, importa comprar. En realidad, vivimos en la
sociedad del desperdicio, desperdiciamos abundantemente. Frente a esa
aberración, el minimalismo de consumo es un movimiento mundial que
propone comprar sólo lo necesario. El ejercicio es simple: hay que mirar
las cosas que tenemos en casa y determinar cuáles realmente usamos. El
resto es acumulación, veneno.
Dos
periodistas argentinas, Evangelina Himitian y Soledad Vallejos, pasaron
de la teoría a la práctica. Después de haber vivido como millones de
consumidores acumulando sin ningún criterio, decidieron cuestionar su
propia conducta. Estaba claro que compraban por otros motivos, no por
necesidad. Y se impusieron estar un año sin consumir nada que no fuese
absolutamente indispensable y contar con gran talento su experiencia
(5).
No
sólo se trataba de no consumir sino de desintoxicarse, de liberarse del
consumo acumulado. Las dos periodistas empezaron imponiéndose una
disciplina detox:
cada una tenía que sacar diez objetos al día de su casa durante cuatro
meses: 1.200 en total. Tuvieron que descartar, donar, desprenderse,
despojarse... Como una suerte de purga, para pasar a ser desconsumistas:
“En los últimos cinco años –cuentan Evangelina y Soledad– se encendió
en el mundo una luz de conciencia colectiva sobre la manera de consumir.
Que es una manera de controlar los abusos del mercado. Porque es
también una estrategia para dejar al descubierto los puntos ciegos del
sistema económico capitalista. Aunque suene pretencioso es exactamente
eso: el capitalismo se apoya en la necesidad de fabricar necesidades. Y
para cada necesidad fabrica un producto... Esto es especialmente cierto
en los países con economías desarrolladas donde los índices oficiales
miden la calidad de vida en sintonía con la capacidad de consumo...”.
Este hastío cada vez más universal del consumo también alcanza al universo digital. Está surgiendo lo que podríamos llamar un digital detox,
que consiste en abandonar las redes sociales por un tiempo y por
diferentes motivos. Se va extendiendo el movimiento de los
“exconectados” o “desconectados”, una nueva tribu urbana compuesta por
personas que han decidido darle la espalda a Internet y vivir offline,
fuera de línea. No tienen WhatsApp, no quieren oír hablar de Twitter,
no usan Telegram, odian Facebook, no sienten simpatía por Instagram y no
hay casi ningún rastro de ellos por Internet. Algunos no poseen ni
siquiera una cuenta de correo electrónico y, los que la tienen, la abren
sólo muy de vez en cuando…
Enric Puig Punyet (36 años) doctor en
Filosofía, profesor, escritor, es uno de los nuevos “exconectados”. Ha
escrito un libro (6) en el que recopila casos reales de personas que,
deseosas de recuperar el contacto directo con los demás y consigo
mismas, han decidido desconectarse. “La Internet participativa que,
mayoritariamente, es la modalidad en la que estamos viviendo, busca
nuestra dependencia –explica Enric Puig Punyet–. Al tratarse, casi en su
totalidad, de plataformas vacías que se nutren de nuestro contenido,
interesa que estemos a todas horas conectados. Esta dinámica la
facilitan los teléfonos ‘inteligentes’, que han provocado que estemos
constantemente disponibles y nutriendo a la Red. Este estado de
hiperconexión conlleva sus problemas que estamos empezando a ver: nos
resta la capacidad de atención, de proceso en profundidad e incluso de
socialización. Gran parte del atractivo de las tecnologías digitales
está diseñado por compañías que desean nuestro consumo y nuestra
continua conexión, como sucede con tantos otros ámbitos porque es la
base del consumismo. Cualquier acto de desconexión, ya sea total o
parcial, debería entenderse como una medida de resistencia que desea
compensar una situación que se encuentra descompensada” (7).
El derecho a la desconexión digital ya existe en Francia. En parte como respuesta a los múltiples casos de burnout
(agotamiento por exceso de trabajo) que se han producido en los últimos
años como consecuencia de la presión laboral (8). Ahora los
trabajadores franceses pueden dejar de responder a mensajes digitales
cuando termina su jornada laboral. Francia se convirtió así en pionera
de este tipo de leyes, pero todavía quedan incógnitas sobre cómo se
aplicará esa ley. La nueva norma obliga a las compañías con más de
cincuenta empleados a abrir negociaciones sobre el derecho a estar offline, es decir, no contestar e-mails
o mensajes digitales profesionales en sus horas libres. Sin embargo, el
texto no obliga a llegar a un acuerdo ni tampoco fija ningún plazo para
las negociaciones. Las empresas podrían limitarse a redactar una guía
orientativa, sin la participación de los trabajadores. Pero la necesidad
del digital detox, de estar fuera de las redes y darse un descanso de Internet, queda planteada.
La
sociedad de consumo, en todos sus aspectos, ha dejado de seducir.
Intuitivamente sabemos ahora que ese modelo, asociado al capitalismo
depredador, es sinónimo de despilfarro irresponsable. Los objetos
innecesarios nos asfixian. Y asfixian al planeta. Algo que la Tierra ya
no puede consentir. Porque se agotan los recursos. Y se contaminan.
Hasta los más abundantes (agua dulce, aire, mares...). Y ante la ceguera
de muchos Gobiernos, llega la hora de la acción colectiva de los
ciudadanos. En favor de un desconsumo radical.
(*) Periodista
(1) Chris Goodall, “‘Peak Stuff’. Did the UK reach a maximum use of material resources in the early part of the last decade?” http://static.squarespace.com/static/545e40d0e4b054a6f8622bc9/t/54720c6ae4b06f326a8502f9/1416760426697/Peak_Stuff_17.10.11.pdf
(4) http://www.lemonde.fr/m-perso/article/2017/09/15/consommation-trop-c-est-trop_5186310_4497916.html
(5) Léase Evangelina Himitian y Soledad Vallejos, Deseo consumido, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2017.
(6) Enric Puig Punyet, La gran adicción. Cómo sobrevivir sin Internet y no aislarse del mundo, Arpa editores, Barcelona, 2017.
(8)
En 2008 y 2009 hubo 35 suicidios en una compañía como France Telecom
(ahora Orange). También los hubo en Renault. Desde el 1 de enero de
2017, la ley permite al asalariado de una empresa de más de cincuenta
empleados no contestar e-mails fuera del horario de trabajo.
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