Parece ser que la palabra mágica para resolver los conflictos sociales de los españoles es “diálogo”. Pero primero habría de aclararse que se entiende por diálogo, cosa nada fácil. Lo que sí es evidente es que hablar no es dialogar – “Parlem” (hablemos) tiene el mismo origen etimológico que “parlamento”, y, desde luego, en los parlamentos, tanto en el nacional como en los autonómicos, se hace todo menos dialogar: se critica, se grita, se insulta, se barborrea, pero no se dialoga. Luego, los parlamentos quedan descartados, por voluntad propia de los parlamentarios, de cualquier solución del conflicto.
Cuarenta años de democracia nos han llevado a un callejón sin salida. Hay algo muy grave en nuestra parca democracia. Ni nuestros representantes -los políticos- son capaces de dialogar, ni los ciudadanos podemos dialogar, aunque queramos, porque hemos sido excluidos de cualquier cauce de diálogo, y porque se nos ha enseñado a clasificarnos entre buenos y malos, entre izquierdas y derechas, entre nacionalistas y no-nacionalistas. Los “defensores del pueblo”, esa institución altisonante pero vacía de contenido, esa flor artificial de la democracia española que ni siquiera adorna, podrían haber sido un buen instrumento de diálogo, pero más que defensores del pueblo, son defensores de los respectivos gobiernos. No hace falta ser un lince para verlo. La prueba es que estos cargos están ocupados por antiguos políticos.
Cementerios de elefantes. Además,… quien paga manda.
Somos los ciudadanos los que tenemos que recuperar el diálogo de que nos han privado los políticos. Somos nosotros los que tenemos que salvar la democracia que ellos han puesto en peligro. Pero, ¿qué posibilidades tenemos los ciudadanos de a pie de dialogar? Alguien pensará que las elecciones son una forma de que el ciudadano pueda expresar su opinión, pero nada más lejos de la realidad, porque en las elecciones tenemos que elegir y decidir única y exclusivamente lo que nos han propuesto los políticos, sí esos señores que nos han llevado al caos en que nos encontramos. Una ocasión extraordinaria que se nos brinda para dialogar sería la preparación para la reforma de la constitución, de la que todo el mundo habla ahora.
No debemos conformarnos con decir sí o no a un guiso que han preparado otros sin contar con nosotros, cuando les resultaría enormemente sencillo saber qué es los queremos la mayoría de los españoles y en qué estamos de acuerdo: una reforma de la constitución para mejorar la calidad de nuestra democracia, no para crear o consolidar privilegios y ceder a los chantajes.
No pretendemos suplantar a los parlamentarios, pero tampoco queremos quedar excluidos. El hecho de que los políticos sean nuestros representantes no quiere decir que les hayamos dado carta blanca, sobre todo en un tema tan importante como la reforma de la Constitución. Se debe contar previamente con la opinión de los ciudadanos, que somos los que estamos sufriendo las consecuencias de la división y del enfrentamiento que tenemos en Cataluña y que podría llegar a toda España. La sociedad constitucionalista ha salido a la calle en Barcelona, porque nos sentimos abandonados desde hace ya muchos años por todos los partidos constitucionalistas y queremos ser parte en este diálogo.
Diálogo sí, para que no haya ni privilegios ni desigualdades. Diálogo sí, pero no para que todo siga igual.
(Cuando salgan publicadas estas líneas, probablemente habrá desaparecido por mucho tiempo
en Cataluña esta mera posibilidad de diálogo que durante muchos años no
ha sido más que eso, una simple posibilidad que nunca llego a
materializarse).
(*) Ex funcionario de la Comisión Europea
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