Carles Puigdemont estuvo tentado en la tarde del
miércoles de coger el móvil y llamar a Mariano Rajoy con la intención de
poner un paréntesis en la escalada de tensión que viven el Gobierno
catalán y el español. No es fácil declarar la suspensión de hostilidades
–no resulta adecuado el término armisticio que propone el
diccionario– cuando alrededor uno tiene consejeros a menudo
desaconsejables, la tensión se puede cortar con un cuchillo y las dudas
asaltan la mente. Cualquier distensión puede ser valorada como una
traición por los propios y como debilidad por los ajenos.
Pero el
presidente catalán es consciente de que él y su vicepresidente están
viviendo el momento Thelma y Louise, tantas veces advertido desde fuera y
no percibido desde dentro. Apretar el acelerador supone unos segundos
de euforia ante el abismo y toda una generación despeñada por el
precipicio. Finalmente, Puigdemont no pulsó el número de Rajoy en su
iPhone e hizo caso a quienes le insistían en que enviara una carta
directa: si hay 155, habrá DUI en el Parlament. También es cierto que la
misiva reconocía implícitamente que no había habido tal declaración el
día 10. Ya no se trataba de levantar la suspensión, sino de votarla,
aunque en la misiva se omite el verbo. La elipsis no es casual, nada es
rotundo.
Debió de ser un momento hamletiano, con un móvil en lugar
de una calavera, pero con las mismas dudas del príncipe de Dinamarca
sobre su destino. Fue una pena que no llamara. Rajoy le hubiera dicho
que se puede hablar de todo, si bien primero debía volver a la
Constitución. Pero el hecho de dialogar habría sido un signo de
distensión. El proceso que estresa a Catalunya –y tensiona a España–
necesita de unas elecciones para desencallarlo, pero antes es
imprescindible poner las bases para salvaguardar las instituciones
catalanas, mejorar el autogobierno y detener el alud judicial que a
algunos se les viene encima.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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