La paradoja catalana no es sólo que el país está dividido
en dos, los partidarios de la independencia y los que no lo son, sino
también los políticos partidarios de la secesión, pues la mitad
considera que no ha llegado la hora.
La jornada de ayer resultó
frenética en el Palau de la Generalitat. La imagen ojerosa y sin afeitar
de Carles Puigdemont a media mañana era indicativa de que no había
dormido bien, pero el resto del día no iba a ser más relajado. Se
despertó sabiendo que no iría al Senado, puede que lo soñara como una
pesadilla.
A las siete de la tarde se reunió en la sede gótica con su gobierno, el llamado Estado Mayor,
y un grupo de consejeros áulicos para intentar establecer el rumbo de
la nave a Ítaca, que se acerca peligrosamente a las rocas. El presidente
catalán es el que se juega más en el empeño, pues la declaración de
independencia comportaría la imputación del delito de rebelión, penado
con 30 años.
Pero Puigdemont sabe que su proclamación avalaría el
artículo 155 de la Constitución que quiere aplicar el Gobierno, lo que
pondría en peligro las instituciones catalanas. Y es consciente de que
el equipo de observadores, encabezado por el diplomático holandés Daan
Everts, concluyó su informe advirtiendo que el referéndum no pudo
cumplir los estándares internacionales dadas las circunstancias en que
se celebró, por mucho que en su misiva a Rajoy asegurara tener un
mandato de las urnas el 1-O.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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