La cuestión catalana plantea el problema de cómo debe gestionar
cualquier orden hegemónico una demanda que le resulta incompatible
consigo mismo. Por eso pone a prueba su capacidad de pensar
políticamente.
Hay al menos tres vías que conducen a no pensar
políticamente. Una es el moralismo, que tacha de irracionales o no
verdaderos los fines del adversario. Por ejemplo, examinar si la demanda
de independencia la hace una verdadera nación o un conjunto de
personas que dicen serlo pero que en realidad no lo son.
La segunda es
el juridicismo, que examina si la demanda tiene lugar en el orden
jurídico, como si se tratara de colocar un objeto en un espacio
determinado. La tercera es el “conspiracionismo”, que busca mostrar la
inautenticidad de la demanda y el carácter inducido y artificial de la
voluntad que la sostiene. Esta vía tiene varias expresiones: la
manipulación de la televisión, de la educación y/o de la elite política
catalanas sobre los catalanes.
Estas tres vías no pueden responder políticamente a la
pregunta por la legitimidad de la demanda, en este caso, de
independencia. Por qué ha cuajado, por qué es popular. No pueden hacerlo
porque entienden que la legitimidad debería vincularse a lo moral, lo legal y/o lo auténtico. Pero la legitimidad, como mostró Max Weber, tiene que ver con la creencia.
Algo resulta legítimo porque se cree en ello, porque produce
identificación. No necesariamente porque sea verdadero, legal o
auténtico. Más bien es precisamente al revés: porque algo es legítimo se
vuelve a los ojos de sus creyentes verdadero, auténtico y —si tienen éxito político—, legal.
Un orden muestra su capacidad hegemónica cuando no somete las
demandas opuestas a él a una prueba de verdad, legalidad o autenticidad,
sino cuando piensa cómo hacer para que éstas crean que su realización es posible en el marco
de ese pensamiento hegemónico. Es haciendo ver el mundo a los demás
como lo ve uno como se refuerzan la legalidad, la verdad y la
autenticidad existentes. Pensar políticamente exige aceptar que mi orden
no es hegemónico porque sea una verdad universal, sino porque siendo
particular se ha logrado políticamente que sea valiosa para todos.
Por lo tanto, incorporar una demanda en principio extraña en un orden hegemónico no supone darle la razón
al adversario. En este caso, creer que Cataluña es una nación, que el referéndum es legal o que la demanda independentista es democrática.
No es un juicio de valor, sino uno de hecho: ser capaz de diagnosticar
la solidez y extensión de la creencia que permite la legitimidad de mi
hegemonía.
La legitimidad es el desafío de cualquier orden, no sólo del democrático. En su raíz, los problemas de legitimidad son más políticos que democráticos. La democracia, como orden político que es, no se preocupa de su legitimidad sólo cuando una mayoría muestra desafección. También lo hace —como cualquier orden político— cuando una porción significativa de la ciudadanía, sin ser necesariamente mayoría, no reconoce la legitimidad dominante.
En un orden democrático no entra cualquier demanda. Para existir debe
poner fuera de la ley lo que vaya contra sus principios. Pero sólo
podrá hacerlo exitosamente cuando la definición de lo antidemocrático y
su expulsión resulten legítimos a los ojos de sus miembros, que por ello y sólo en última instancia aceptarán el uso de la violencia legítima
contra lo antidemocrático. Resulta sintomático que incluso quienes
están en desacuerdo con la demanda independentista no acepten ese último
recurso. Esto lo sabe el gobierno catalán y le permite abonar el choque
de trenes. No se trata de negar los atropellos legales, sino de
preguntarse por qué pueden interpretarse de otro modo o ser pasados por
alto.
El orden de la Transición supo construir hegemonía incorporando a los
sectores populares en su seno, mucho más de lo que sus críticos de
izquierda a menudo suponen. Que sea la cuestión catalana y no la
cuestión social la que muestre los límites actuales del discurso de la
Transición no es casual. En efecto, el parapetarse en la ley, como si
ésta no se modificara cotidianamente al calor de la legitimidad para
incluir nuevas demandas, muestra un cierto agotamiento del paradójico
proyecto de la Transición, basado en combinar cierta aceptación de la
pluralidad social y política con una homogeneidad de la idea de España,
de base monárquico-castellana. Cuando dos legitimidades chocan, la
hegemonía ha fracasado: su principal tarea es definir un demos legítimo, no dos.
Para el discurso de la Transición no es sencillo incluir esta
demanda, pues previsiblemente obligaría a un trato igual con el País
Vasco y quizá con Galicia. A nadie en política se le puede pedir que
divida su poder. Pero justamente por eso debe ocuparse de que éste sea
legítimo, no sólo legal. Tal vez el drama de la situación actual es que
quizá ya sea tarde para construir esa legitimidad compartida. Lo cual
aboca a un proceso de ruptura que, por definición, siempre es ilegal (y
legítimo para sus partidarios).
La Europa de la segunda posguerra construyó una democracia social porque entendió lo que habían significado políticamente
el fascismo y el comunismo de entreguerras. Si los hubiera sometido a
la prueba de la legalidad, de la verdad y de la autenticidad los habría
ignorado. No lo hizo. Tampoco les dio la razón. Sólo los tuvo en cuenta
como síntomas de problemas legítimos a los ojos de contingentes importantes de la ciudadanía. Ni más, ni menos.
(*) Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid
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