Felipe VI como Rey constitucional, reina pero no gobierna, no puede
hacer como Juan Carlos I, que despidió como presidente de Gobierno a
quien como Carlos Arias Navarro no quería salir de la dictadura, pero si
podría mantener alguna distancia con quien como Mariano Rajoy busca
volver, volens nolens, a los tiempos preconstitucionales.
Lamentablemente, Pablo iglesias tiene razón al advertir que el último
discurso pepero del Jefe del Estado, todo un lapsus político del Borbón,
“no augura un futuro fácil para la monarquía”. Parece no percibir el
Rey que su trono está asentado sobre un polvorín político con capacidad
sobrada de reventar el sistema y hacerlo saltar en pedazos. Defender la
ley y el Estado de Derecho, como hizo el monarca, es necesario siempre y
cuando dicha defensa vaya bien acompañada de una sugerencia urgente
sobre la necesidad de abordar políticamente un problema político como es
el conflicto con la sociedad catalana. Mucho más que prestar oído a la
presidencia del Gobierno, Felipe VI debiera haber escuchado las sensatas
reflexiones de una CEOE a la que no se puede acusar de populista.
Rajoy no hace más que rematar su enorme torpeza política, bien
patente cuando hace una década empezó a dinamitar el amplio consenso de
la transición basado en el reconocimiento constitucional de las tres
nacionalidades que componen el Estado español. Su campaña contra el
Estatut, la recogida de millones de firmas contra los productos
catalanes, y el recurso contra el texto estatutario de 2006 que
reconocía a Cataluña como una autonomía estatal más, está a punto de
desembocar hoy, prácticamente, en un estado de sitio contra la
Generalitat que podría extenderse a toda España si continúa atacando la
libertad de expresión, como ocurre estos días, en Madrid y Gijón. La
crisis del gobierno del PP es ya una muy grave crisis de Estado que el
aún presidente de Gobierno se niega a encauzar políticamente. Escudado
tras un TC, reformado ad hoc en el 2012, espera que los jueces, policías
y chiens de garde mediáticos terminen con el soberanismo
catalán. El Estado español es hoy, como lo fuera antaño el Imperio
Otomano, el enfermo de Europa.
Buena prueba de ello es la suficiencia y el énfasis con el que los
pescadores de aguas revueltas de la caverna empujan a Rajoy al estado de
la excepción. Su nostalgia del orden franquista, combinado con la
necesidad de encontrar una dialéctica identitaria que separe
drásticamente la derecha de la socialdemocracia, revive con el reto de
la Generalitat. En esa particularidad de la derecha española, su
negación de la plurinacionalidad del Estado español, encuentran hoy la
mejor palanca para desestabilizar el sistema democrático y retrotraerlo a
los momentos preconstitucionales en los que aún no se había redactado
el texto constitucional que reconocía a Cataluña, Euskadi y Galicia como
nacionalidades históricas. No es casual que desde las áreas de
Ciudadanos se hable hoy de borrar el concepto de nacionalidades. Así,
calculan, muerto el perro de las naciones del Estado español se acaba la
rabia de los derechos nacionales.
La preocupación e inquietud de los partidos de la oposición, que
cierran filas con el PP en lo que se refiere a la defensa de la
legalidad, crece en la misma medida que Rajoy se inclina por la única
alternativa de la represión que le propone la caverna. La incomodidad en
el PSOE, por los ataques a la libertad de expresión en Madrid y
Asturias, o en el PNV, ante el anticatalanismo cerril de la Moncloa,
crece por momentos. No es lo mismo defender el Estado de Derecho que
defender un Estado de Derecha. Ante la oleada represiva que se viene
encima no cabe pensar siquiera que estos partidos puedan asistir con los
brazos cruzados a la nueva persecución de separatistas y moradosque se
prepara desde la Moncloa. A este paso las calles y plazas españolas se
van a llenar de manifestantes, gritando en favor de la amnistía de los
que ya figuran en las listas negras de Soraya. Nada más lógico, a
tiempos preconstitucionales, reivindicaciones preconstitucionales.
En este clima tenso y encanallado se perfila hoy la sombra del pacto
de San Sebastián, firmado en 1930 por los partidos democráticos contra
el gobierno Berenguer, sobre el palacio de la Moncloa. Si Rajoy continúa
encerrado en el búnker, sin más compañía que la de Rivera, no tardará
en abrirse un espacio de diálogo que, con o sin moción de censura
previa, lo desaloje de la Moncloa. No cabe pensar que Rajoy siga de
presidente de Gobierno a costa de los intereses del Estado. No es ya una
cuestión política sino social.
Las palabras de Juan Rosell, presidente
de la CEOE, reflejan la muy honda desazón de los empresarios ante una
crisis eminentemente política que los políticos del PP se empeñan en no
resolver. Igual sucede con los inversores europeos e internacionales,
bastante bien reflejadas en los diarios Le Monde o Financial Times
o en las sugerencias políticas de las agencias de calificaciones, en
orden a la necesidad de un diálogo político de la Moncloa con la
Generalitat. Por no hablar del presidente de la Comisión Europa, Jean
Claude Juncker, que acaba de declarar que la Unión Europea reconocería
la independencia de Cataluña surgida de un referéndum legal.
No cabe descartar que Rajoy trate de empeorar aún más la situación
convocando elecciones generales anticipadas para continuar con su
enfrentamiento con la Generalitat. Así, envuelto en la demagogia
rojigualda, alentado por la caverna madrileña, trataría de arrastrar a
los españoles hacia una guerra de banderas harto peligrosa para el
sistema democrático, las instituciones estatales y la propia Corona.
Porque mientras la oposición se lo hace mirar, se equivoca de enemigo,
duda sobre la mejor fecha de la moción de censura aplazada o de la
urgente comparecencia de Rajoy en el Congreso de los Diputados y se la
coge con papel de fumar, la involución avanza con botas de siete leguas.
Es bastante difícil la supervivencia de la democracia española si las
libertades son suspendidas en una parte del territorio. Bien sabe lo que
hacen los herederos de los que sostenían que “el más noble destino de
las urnas, es romperlas”. Los hijos de quienes, efectivamente, las
rompieron entonces, se afanan hoy por romperlas también.
(*) Periodista
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