Hubiera sido un hilarante mundo al revés. Otto Wels fue depurado y murió en el exilio. A Himmler, sólo el suicidio lo salvó de la pena de muerte por sus crímenes contra la humanidad. Por aquel tiempo, las palabras significaban algo. Todavía.
Ana Gabriel llamó en su día «sinvergüenza» -y alguna cosa peor sonante- al diputado Coscubiela. Va en su estilo. Pero que una «nacional(ista)-socialista» interpele como «facha» a un político forjado en el socialdemócrata PSUC de los años setenta, tiene valor de síntoma. Síntoma de esa corrupción mayor de la España actual que es la corrupción del lenguaje. Las palabras han dejado de significar nada regulable. Y no parecen servir ya más que para vehicular odio y exabrupto. En política, sobre todo; pero no sólo en ella. Más que palabras, rebuznos.
Rechacemos ese bestial fascismo cotidiano. Y meditemos lo que decimos. El triunfo de un golpe de Estado se está jugando. Su primera fase, la jurídico-institucional, se completó en la doble votación que ha postulado para Cataluña una «constitución» alternativa. La segunda fase, la abre la agitación de hoy en las calles de Barcelona. Conviene definir a sus actores. Para lo cual, poco aportan las grandes metáforas de «izquierda» y «derecha», que siguen dividiendo a quienes, en España, están -estamos- moralmente obligados a resistir.
El golpe se sustenta sobre dos soportes: PdeCat y CUP. La vieja Convergencia habla la lengua de un rancio reaccionarismo basado en corrupción y robo. CUP es la versión paradójica hoy del discurso totalitario puro y duro: amalgama tesis patrióticas, transparentemente hitlerianas, con flamígeros discursos insurreccionales a mitad de camino entre José Stalin y Cristina Kirchner.
Pero ninguna incompatibilidad separa a Puigdemont y Ana Gabriel. Porque ningún factor de racionalidad guía sus actos. No hay razón que pueda cantar las excelencias de la ruina colectiva. Entre los hijos de Pujol y las criaturas de Gabriel, el lazo es más primario: el que ellos sueñan ser el de sangre, destino y tierra; y que es sólo el de las emociones, cuyo nombre en política es delirio.
Quienes quieran hacer frente a esa alucinación a dúo, deben operar a la inversa. Ni una pasión, ni un afecto. Sólo racionalidad política. Frente a una sedición como la que ya ha comenzado, ni PSOE, ni C’s, ni PP, pueden hacer esgrima de salón ni finta retórica. «Izquierda» y «derecha» no significan ya nada, cuando lo que está en juego es la destrucción de la nación, la voladura de ese sujeto constituyente en función del cual derecha e izquierda existen. Sólo un gran pacto de Estado puede salvar a España. Para quienes lo impidan, la historia reservará páginas crueles.
(*) Columnista
http://www.abc.es/opinion/abci-pacto-estado-201709121110_noticia.html
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