Los detalles, que se suceden cada hora, empiezan a ser
lo de menos. Lo importante es que el enfrentamiento es abierto y sin
cuartel. Y nada indica que los independentistas estén dispuestos a
ceder, caiga lo que caiga sobre ellos. El Gobierno, desdiciéndose, acaba
de anunciar que, a fin de impedir la consulta, podría aplicar el
artículo 155 de la Constitución. Pero parece claro que tampoco eso va a
disuadir a Puigdemont y los suyos. Han asumido todo lo que les puede
caer por la vía judicial y da la impresión de que sólo una actuación de
fuerzas mayores (¿hasta los tanques?) podría pararles antes del 1 de
octubre. ¿Se atreverá a tanto Rajoy con tal de cumplir su compromiso de
que no habrá referéndum?
La Guardia Civil ya ha hecho
su primera aparición en escena entrando en la imprenta de Marçà en la
que sospecha que hay material impreso para el 1–O. Si la cosa no va a
más, en esa línea no habría que darle mucha importancia al hecho. Basta
con seguir unos minutos los medios de la ultraderecha –que influyen
mucho en los votantes más duros del PP y en no pocos de sus cuadros–
para entender que el Gobierno está recibiendo fortísimas presiones para
que aplique la máxima dureza, al estilo franquista. Y para colegir que
lo de Marçà es una concesión a esos sectores. Pero también un indicador
de los condicionamientos que la parte más decisiva de su electorado
impone ahora y desde siempre a Rajoy en su actuación en Cataluña.
El otro freno, de sentido opuesto, es la opinión de los
círculos dirigentes europeos. Los medios próximos al Gobierno han venido
informando con entusiasmo de los fracasos que han cosechado los
independentistas cuando han pedido apoyo a su causa en las capitales del
continente. Pero sin añadir que en esos contactos también han logrado
trasmitir no sólo que han optado por la vía pacífica, sino también algo
que los dirigentes de esa causa no son unos terroristas como los de ETA,
sino gente perfectamente asimilable en las élites europeas y
representantes de un territorio tan importante como el de algunas
naciones europeas.
Esos mensajes han sido recogidos
por casi todos los diarios europeos de referencia. Buena parte de ellos
ha expresado también su incomprensión por la ausencia de cualquier
intento de diálogo por parte del Gobierno español. Con todos esos
antecedentes cabe suponer que las cancillerías europeas no aceptarían
que Rajoy tratara de impedir el referéndum recurriendo a la fuerza
coercitiva más directa. Y el presidente del gobierno debe de saberlo
perfectamente.
¿Qué va a hacer entonces? Mejor no
especular con ello porque en una dinámica como la actual, en la que casi
cada hora se produce una noticia sonada, cualquier pronóstico carece de
sentido. Y el análisis basado en la lógica puede ser desmentido
clamorosamente por los hechos.
Puede pasar cualquier
cosa. Incluso que se tomen decisiones que hasta poco antes se habían
desechado o no se habían contemplado. Pero una cosa está clara: los
independentistas no van a ceder aunque los metan en la cárcel y menos
aún si eso ocurre.
Más que las declaraciones solemnes
y los grandes gestos de compromiso con su causa, hay un hecho clamoroso
que confirma lo anterior: los cambios en el gobierno de la Generalitat
que Puigdemont decidió hace pocas semanas tras la dimisión de un
conseller que reconoció que no estaba dispuesto a jugarse su patrimonio
personal en la batalla. El president preguntó entonces cuantos otros de
sus colegas tenían dudas similares y los sustituyó a todos por personas
que estaban dispuestas a ir hasta el final. Y esa gente no se va
arredrar por muchas querellas que les lleguen de la fiscalía o del
Tribunal Supremo.
Más allá de la opinión que cada uno
tenga sobre la propuesta de Junts pel Sí y la CUP o sobre el
nacionalismo mismo, lo importante para entender lo que vaya a ocurrir en
estas semanas, y en las que vendrán después del 1–O, es asumir que el
reto que los independentistas han lanzado al Estado es algo con lo que
soñaban desde hace mucho tiempo las personas que están comprometidas con
esa causa. Desde los miembros del Govern a toda suerte de activistas,
pasando por centenares de alcaldes y buena parte de las masas que siguen
sus consignas y que saldrán de nuevo en la calle el 11 de septiembre. Y
no pocos han heredado ese sueño de sus padres y de sus abuelos.
Visto desde esa ideología y esos sentimientos, que su Parlament apruebe
la voluntad de una mayoría política de crear una república catalana y
la vía para lograrlo es algo demasiado maravilloso como para asustarse
con querellas, multas e incluso detenciones. A muchos les basta con
haberlo podido hacer. Aunque el proyecto no llegue a buen término. Que
posiblemente es lo que piensan no pocos de los que lo secundan. Pero
creyendo que vale la pena intentarlo.
El PP,
Ciudadanos y los socialistas que los han secundado tras desterrar la vía
alternativa que abrió Zapatero no han sido capaces de captar esa
realidad o han menospreciado su contundencia y creído que terminarían
por anularla mirando hacia otro lado o dándole cuanta más caña mejor.
Ese es el error político de bulto que explica la situación actual. Más
allá de cualquier postura ideológica, aunque sin olvidarlas, la
obligación de un político es tratar de resolver los problemas. Y
mientras no se declare una guerra, la única manera de hacerlo es
negociando, haciéndole frente.
Rajoy cargará con la
culpa de no haberlo hecho. Por intereses electorales, para no
enfrentarse a sus votantes de la España una y grande, pero también por
sus propios principios al respecto que son los que mamó desde niño, en
el franquismo. Con todo, lo más grave es que un político con cargas tan
negativas a sus espaldas está llamado a ser quien encare la situación
que se abrirá en Cataluña tras el 1–O, quien dirija los movimientos que
pretendan encauzar la situación. Teniendo delante suyo a un
independentismo golpeado por la justicia, pero convencido de que ha
hecho lo que tenía que hacer. Y que seguramente entonces incorporará una
nueva bandera a su repertorio: la de petición de amnistía.
Rajoy no vale para eso. Ningún milagro podría hacer que valiera. Y ese
sí que es un problema. Seguramente el principal. A menos que en las
próximas semanas surjan otros más terribles.
(*) Periodista
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