Este mes de agosto, desde los más diversos ámbitos, tanto nacionales
como internacionales, se han apresurado a recordarnos que hace diez años
en otro agosto, el de 2007, se iniciaba la mayor crisis económica
acaecida desde la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que se la da por
superada y finalizada.
La misma Comisión de la Unión Europea se ha sumado a esta corriente con un comunicado de prensa encabezado con una frase inolvidable: “Diez años después del comienzo de la crisis vuelve la recuperación gracias a la intervención decisiva de la UE”. Afirmación que puede quedar para la historia.
La misma Comisión de la Unión Europea se ha sumado a esta corriente con un comunicado de prensa encabezado con una frase inolvidable: “Diez años después del comienzo de la crisis vuelve la recuperación gracias a la intervención decisiva de la UE”. Afirmación que puede quedar para la historia.
Al margen de que resulte difícil fechar de manera exacta el inicio de
la crisis, todos los comentaristas suelen situar su causa en las ya
famosas hipotecas subprime. Los bancos, principalmente los de EE.UU.,
cegados por el objetivo de una ganancia fácil, se habrían dedicado de
una manera irresponsable a conceder créditos a diestro y siniestro, en
primer lugar para la compra de vivienda; pero también para todo tipo de
consumo, generando un monto importante de hipotecas basura, que
convenientemente empaquetadas y titulizadas fueron vendidos al sistema
bancario internacional, contaminando así a una buena parte de la
economía mundial, especialmente la europea.
Cuando cundió la desconfianza, llegó el sálvese quien pueda, y la crisis. Hasta aquí la versión oficial que se repite con aplomo y complacencia. Todo lo más se le añade la coletilla de la responsabilidad que en la génesis de este fenómeno le cabe a la excesiva liberalización que se venía produciendo en el sistema financiero.
Cuando cundió la desconfianza, llegó el sálvese quien pueda, y la crisis. Hasta aquí la versión oficial que se repite con aplomo y complacencia. Todo lo más se le añade la coletilla de la responsabilidad que en la génesis de este fenómeno le cabe a la excesiva liberalización que se venía produciendo en el sistema financiero.
No es que esta versión sea del todo errónea, pero sí resulta parcial e
incompleta. En todo caso, todos estos hechos son la consecuencia -si se
quiere, el detonante- de un fenómeno más profundo, unos enormes
desajustes en la economía mundial, causados por el neoliberalismo
económico. La libre circulación de capitales, unida a la asunción de la
teoría del libre cambio, originó enormes desequilibrios en los saldos de
las balanzas de pagos de los países, importantes déficits en unos y
superávits en otros. Tales desajustes solo eran posibles porque la
libertad en los flujos de capitales permitía financiarlos, pero a
condición de crear situaciones de extrema inestabilidad que tenían que
originar antes o después una crisis económica.
Si en 1980 los distintos países presentaban con pequeñas diferencias
balanzas de pagos más o menos equilibradas, los saldos positivos y
negativos fueron incrementándose hasta 2007 y abriendo ampliamente el
abanico entre países deudores y acreedores. Se generó así una situación
inestable y explosiva. China, Hong Kong, Japón, Indonesia, Malasia,
Singapur, Tailandia y Taiwán, financiaban a los países occidentales:
EE.UU., Australia, Canadá. El hecho de que la Unión Europea presentase
frente al exterior un saldo próximo a cero no significaba que los países
miembros no tuviesen también entre sí profundos desequilibrios, buen
ejemplo de ello eran el déficit de España y el superávit de Alemania.
El incremento de la desigualdad en las sociedades debería haber
generado una ralentización del consumo. En ciertos países así ocurrió,
pero en otros muchos como EE.UU. y España el consumo continuó creciendo
gracias a otro fenómeno: el endeudamiento. El crecimiento estaba
sustentado en el crédito, lo que le proporcionaba un carácter de
inestabilidad que por fuerza tenía que llegar a su término.
La libre circulación de capitales y el libre cambio permiten que las
empresas aspiren a fabricar en unos países (a menudo, allí donde las
exigencias fiscales y los costes laborales son bajos) y vender la
producción en otros (normalmente en países que tienen un nivel de vida
mucho mayor). En este caso la oferta no casará con la demanda en el
ámbito nacional y unos países acaban presentando un gran endeudamiento
exterior y otros importantes superávits, desequilibrios que difícilmente
podrían sostenerse a largo plazo.
El consumo en la sociedad americana se mantenía a base de importar
productos a precios muy reducidos, y el crecimiento de China en los años
anteriores a la crisis se basaba fundamentalmente en las exportaciones.
El resultado es de sobra conocido, un cuantioso déficit en EE.UU. que
se correspondía con el consiguiente superávit en la república comunista.
Aunque como ya se ha dicho los desequilibrios en el comercio exterior
no eran privativos ni exclusivos de EE.UU. y de China, lo cierto es que
conforman un binomio útil para explicar la causa última de la crisis.
China ahorraba para prestar a EE.UU, que así compraba sus productos. Las
familias americanas no podían seguir endeudándose ni los bancos
americanos prestando indefinidamente los recursos que provenían de
China. Ambos países se movían en una brutal trampa.
Los superávits de China y de otros países del sudeste asiático eran
deliberados y obedecían a una política de mantener infravalorado el tipo
de cambio. Hay quien imputa también una parte de la responsabilidad a
los bancos centrales, especialmente a la Reserva Federal y a su
presidente Greenspan, por haber realizado una política monetaria laxa de
bajos tipos de interés. Es evidente que a Greenspan le cabe ciertamente
gran responsabilidad en la deficiente supervisión de las entidades
financieras y en la defensa de la innovación financiera y de los
productos derivados, y todo ello en aras de la autorregulación de los
mercados.
Sin embargo, lo que no está claro es que otra política monetaria más restrictiva hubiera sido mejor y hubiera evitado la crisis. Una subida de los tipos de interés podría haber traído aun más capitales y haber incrementado la liquidez. China y algunos otros países estaban dispuestos a comprar todos los dólares que fueran necesarios para mantener la cotización de su moneda respecto al dólar. Bajo estos supuestos, es muy difícil mantener una política monetaria restrictiva.
Sin embargo, lo que no está claro es que otra política monetaria más restrictiva hubiera sido mejor y hubiera evitado la crisis. Una subida de los tipos de interés podría haber traído aun más capitales y haber incrementado la liquidez. China y algunos otros países estaban dispuestos a comprar todos los dólares que fueran necesarios para mantener la cotización de su moneda respecto al dólar. Bajo estos supuestos, es muy difícil mantener una política monetaria restrictiva.
A este análisis hay que añadir otro de suma importancia. Si bien es
cierto que la crisis se generó en EE.UU., no es menos cierto que donde
ha adquirido mayor gravedad y donde se resiste a desaparecer es en
Europa. La razón no es difícil de encontrar. Que las cuentas de la
Eurozona con el resto del mundo estuviesen más o menos en equilibrio no
indica que todos los países miembros se encontrasen en la misma
condición, más bien se entremezclaban países como Alemania, de muy bajo
consumo y por lo tanto con un importante superávit comercial, con otros,
como España, en los que el cuantioso endeudamiento de las familias o
del sector empresarial llevaron a un elevadísimo déficit exterior (en
2008 del 9,6%).
El problema, por supuesto, no era exclusivo de España. Al progresivo
incremento del superávit de Alemania (6,6% del PIB en 2008) y de otras
naciones del Norte, correspondía un déficit cada vez mayor en esos
países que despectivamente han denominado PIGS (Portugal, Irlanda,
Italia, Grecia y España). Solo por el hecho de mantener la misma moneda
es por lo que se pudo llegar a unos desajustes en la balanza de pagos
tan elevados.
Estos desequilibrios creaban empleo y riqueza en los países excedentarios, mientras destruían puestos de trabajo y riqueza en los Estados del Sur, que hasta la crisis habían podido vivir una situación ficticia y mantener el crecimiento y el empleo de manera artificial a base de endeudamiento, endeudamiento que sin posibilidad de devaluar se convertiría a medio plazo en una soga al cuello, empeorando aun más su situación económica.
Estos desequilibrios creaban empleo y riqueza en los países excedentarios, mientras destruían puestos de trabajo y riqueza en los Estados del Sur, que hasta la crisis habían podido vivir una situación ficticia y mantener el crecimiento y el empleo de manera artificial a base de endeudamiento, endeudamiento que sin posibilidad de devaluar se convertiría a medio plazo en una soga al cuello, empeorando aun más su situación económica.
Los desequilibrios en el comercio exterior de China y de EE.UU.
podían terminar corrigiéndose mediante ajustes en el tipo de cambio,
pero ¿cómo solucionar esos mismos desequilibrios entre Alemania y España
si ambos tienen la misma moneda? El desenlace es de sobra conocido. Se
sometió a los países deudores a enormes ajustes fiscales y a duras
políticas deflacionistas. El euro estuvo contra las cuerdas, salvado
provisionalmente e in extremis por la política monetaria del BCE, que se
decidió a actuar tan solo cuando la Eurozona se asomaba al borde del
precipicio y, además, sometido a múltiples contradicciones, porque ¿cómo
practicar la misma política para Alemania y para Grecia cuando sus
necesidades e intereses son radicalmente distintos?
No, no es verdad que, tal como afirma la Comisión, la crisis se haya
superado gracias a la intervención de la Unión Europea. Ha sido todo lo
contrario. Debido a la Unión Europea, mejor diríamos a la Unión
Monetaria, muchos países europeos se adentraron en la pendiente de la
recesión. Sin el euro, el endeudamiento de los países del Sur nunca
habría alcanzado las cotas a las que llegó; y en el caso de haber habido
crisis, sin el euro su dimensión hubiera sido para la mayoría de los
países mucho más reducida, y la salida se habría encontrado bstante
antes, y sobre todo hubiera sido real, y no como en la actual supuesta
superación en que las incertidumbres y riesgos se mantienen plenamente y
las secuelas y efectos negativos perdurarán mientras no se dé marcha
atrás.
La política aplicada desde Europa ha sido nefasta y motivada
exclusivamente por las conveniencias de los países del norte, pero no se
la puede hacer la única responsable de los daños infligidos, tal como
pretenden algunos para exculpar al sistema. El error no es coyuntural
sino estructural. El problema principal estriba en el propio diseño de
la Unión Monetaria, lleno de contradicciones y de incoherencias, y que
hace imposible su misma persistencia. ¿Por qué Alemania y sus países
satélites iban a consentir otra política si la actual es la que les
conviene y los Tratados no les obligan a ello? No solo estamos ante una
década perdida, sino que en gran medida hemos malogrado la embarcación y
no sabemos durante cuánto tiempo vamos a poder seguir navegando. De
todo ello seguramente hablaremos en algún artículo posterior y
analizaremos si es verdad, como dicen, que ha finalizado la crisis.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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