Conocí a Miguel Blesa en una cena a comienzos de los 90, en la casa de
amplios ventanales que la madre de Juan Villalonga compartía con su
segundo marido -el oncólogo que le había salvado la vida- justo enfrente
de Zalacain. Estaban los Aznar, estaban Cela y Marina Castaño, Juan y
su esposa Concha Tallada, y Blesa y la suya, una mujer inteligente de
rostro redondo y vivaracho llamada María José Portela.
La personalidad de la anfitriona, María Pilar Pérez-Modrego, era tal,
que nadie, ni siquiera el nobel, parecía brillar a su lado. El momento
culminante de la cena llegó cuando Aznar estaba explicando sus planes
como jefe de la oposición y ella golpeó dos veces la mesa con la mano y
luego la alzó, imperativa: "¡Jose, habla más alto!".
En el extremo opuesto, rayano en la irrelevancia, quedó clasificado
en mi subconsciente Miguel Blesa. Era un "en boca cerrada no entran
moscas", pero no de la variedad de los prudentes, sino de los que no
tienen nada que decir. Habría nacido en Linares, pero gracia andaluza,
la verdad, se le veía poca.
Fue María José quien me contó que su relación con los Aznar venía de
lejos. Miguel no era compañero de pupitre como Juan; pero se habían
conocido en mi ciudad natal, Logroño, cuando ambos eran dos jóvenes
inspectores destinados en la Delegación de Hacienda.
Pronto me hice mi composición de lugar: en aquel triángulo amistoso,
Aznar era el hombre fuerte a la espera, Villalonga el que tiraba del
carro de su ambición y Blesa un mero acompañante, al que el destino
había colocado en el asiento de atrás. Luego me dijeron que era muy
servicial y apreciado en el grupo porque les hacía las declaraciones de
la renta a todos. Alguien lo recordaba recorriendo Madrid en una moto,
haciendo recados y favores.
Me enteré de que el PP lo había colocado en el consejo de Caja Madrid
cuando Aznar recurrió a él para dar la batalla interna contra la
pretensión de Gallardón, ya presidente de la Comunidad, de implicar a la
entidad en un consorcio liderado por Polanco para explotar la
televisión por cable. Aznar consideró aquello una "traición" e hizo
cuanto pudo por bloquearlo.
Curiosamente, década y media después, con esa herida ya restañada,
Gallardón sería el gran valedor de la continuidad de Blesa como
presidente de Caja Madrid, cuando Esperanza Aguirre -con su ojo clínico
habitual- pretendió sustituirlo por Ignacio González. Por difícil que
parezca, todo es siempre susceptible de ser empeorado.
El 19 de abril de 1995 yo estaba con Aznar en la habitación 217 de la
clínica Ruber de Juan Bravo, cuando se abrió la puerta y entraron los
Villalonga y los Blesa. El refundador del PP permanecía en observación
tras sobrevivir milagrosamente a la carga explosiva colocada por ETA al
paso de su automóvil. Al llegar a visitarle me había cruzado con Rodrigo
y Gela Rato, y con Mariano Rajoy. El barbado vicesecretario general me
había franqueado la entrada con su docilidad habitual: "Pasa ahora que
está solo... Seguro que le gustará verte".
Aznar llevaba unos vaqueros y una camisa que le habían traído de casa
y estaba viendo un partido del Milan y otro equipo extranjero, como si
tal cosa. Durante media hora relató con detalle lo ocurrido, me contó
las dos llamadas del rey Juan Carlos y me transmitió la perplejidad que
le producía que Felipe González no hubiera acudido a visitarle como jefe
de Gobierno y responsable último de su seguridad. Había entrado en
materia filosófica, reflexionando sobre el sentido de la vida, cuando la
llegada de sus amigos creó un absurdo anticlímax.
Miguel Blesa dijo entonces la tontería más inadecuada, en el lugar menos apropiado, en el momento más inoportuno:
-¿Sabes el chiste que circula por Madrid? Que la bomba no la ha
puesto ETA sino Felipe. ¿Y sabes por qué? Muy sencillo: porque ha
fallado.
Aznar esbozó una sonrisa de compromiso pero hizo un gesto
desaprobatorio. Ana Botella, que se había incorporado al grupo, cambió
por completo el tono de la conversación:
-Ha sido un verdadero milagro. Ha sido Dios quien nos ha ayudado.
Ese "milagro" franqueó el antepenúltimo obstáculo que se interpuso
entre Aznar y la Moncloa. Diez meses y medio después, la "amarga
victoria" del 6 de marzo del 96 le permitía salvar el penúltimo. Unas
semanas más tarde el encuentro secreto con Jordi Pujol, en el molino de
Rato en Carabaña, allanaba definitivamente el camino de la investidura.
Aznar llegó a la presidencia del Gobierno, Villalonga a la de
Telefónica y Blesa a la de Caja Madrid, como si las condiciones de
liderazgo se transmitieran por ósmosis dentro de aquel grupo de amigos.
Villalonga logró su propósito mediante un golpe de su característica
audacia, haciendo creer a Aznar que tenía el apoyo del BBVA y La Caixa
-principales accionistas de la compañía- y a sus presidentes, Francisco
González y Fainé, que le respaldaba la Moncloa. Lo de Blesa fue mucho
menos fulminante, pues tardó meses en desalojar a su antecesor, Jaime
Terceiro, mediante la trabajosa estrategia de la araña, urdiendo pactos
con los sindicatos y la izquierda, que en la práctica supondrían el
reparto del botín.
Aznar no promovió activamente las candidaturas de sus amigos pero
incurrió en el grave error de dejarles jugar con el sobrentendido de que
les respaldaba. Era el tiempo en que "España iba bien" -esa primera
legislatura, fruto del pacto del Majestic, fue tal vez la más productiva
de la democracia- y, con la prosperidad recuperada, llegaba el apogeo
del capitalismo de amiguetes.
Visto desde fuera, Rato colocaba a sus
peones y Aznar a los suyos.
Pronto empezaría a tener que arrepentirse. Aznar había llegado a la
Moncloa con un halo de puritanismo pequeño burgués, acuñado desde los
tiempos en que adquirió notoriedad nacional cuando, desde la presidencia
de la Junta de Castilla y León, se convirtió en el primer líder
autonómico que suprimió las Visa Oro de la mayor parte de los cargos
públicos.
Quién le iba a decir entonces que el símbolo de la corrupción
que germinaría bajo la sombra de su bigote iban a ser las tarjetas black
que, sin freno ni control, repartiría uno de sus dos íntimos amigos.
Para ese viaje de ida y vuelta no hacían falta tantas alforjas
regeneracionistas.
Se ha especulado mucho sobre el impacto que los divorcios de
Villalonga, Blesa y Rato tuvieron en la familia Aznar, especialmente en
Ana Botella. Mi impresión cercana es que influyeron muy poco en los
subsiguientes procesos de distanciamiento personal y político, en
comparación con el repudio que a Aznar le merecían los abusos económicos
de sus protegidos.
La gran crisis con Villalonga llegó en el año 2000 con motivo de las stock options
de Telefónica. Aznar consideraba que, por muy legales que fueran, era
un escándalo que el gestor de una empresa recién privatizada se
embolsara decenas de millones de euros como consecuencia de los vientos
favorables de la economía. Le pidió que renunciara a esa remuneración
extraordinaria y, cuando Villalonga se negó, le puso la cruz y la raya.
Lo hizo de una vez y para siempre. Todavía recuerdo con estupor lo
que me respondió en su despacho de la Moncloa, recién obtenida la
mayoría absoluta, cuando le pregunté qué pensaba hacer con el que pasaba
por ser su mejor amigo: "¡A ese, electroshock".
La negociación de la salida de Villalonga de Telefónica fue, por
cierto, el primer episodio zanjado entre bambalinas en el que hizo de
bróker un personaje desgarbado con vista de lince y pragmatismo fenicio
llamado Mauricio Casals. ¿Quién le había dado vela en ese entierro? Pues
su gran amigo y protector, el vicepresidente Rajoy, a quien Aznar le
había dicho "arréglame ese lío".
Si la filosofía de Villalonga era "piensa a lo grande" y cuéntalo
deprisa, Blesa prefirió hacer las cosas a la chita callando. El mediocre
sin lustre, colocado al frente de la cuarta entidad financiera del
país, fue construyendo su imperio de corrupción canonjía a canonjía,
sobresueldo a sobresueldo, tarjeta black a tarjeta black.
De vez en cuando llegaban rumores sobre las trampas de la compra del
banco de Miami, sobre sus dispendios en cacerías o sobre los créditos
dudosos concedidos dentro de un círculo de complicidades endogámicas.
Pero, a diferencia de Villalonga, Blesa no buscaba el brillo social, ni
la influencia sobre el Gobierno, ni auparse a la presidencia de una
entidad deportiva. Sólo seguir ordeñando la lucrativa ubre a la que, sin
mérito ni cualificación real alguna, le había enganchado el nepotismo
de la política.
Nunca sabremos durante cuánto tiempo podría haber seguido haciéndolo
si no hubiera estallado la crisis económica y con ella la burbuja de las
cajas. Al igual que Rato y en menor medida Narcís Serra, Hernández
Moltó o los encarcelados gestores de las cajas gallegas y valencianas,
Blesa pasó en cuestión de meses del confort de la respetabilidad al
albañal de la execración pública. Una legión de preferentistas estafados
e incautos partícipes de la salida a bolsa de Bankia le perseguía hasta
en sus sueños.
La saña anticipada, y jurídicamente endeble, con que el extravagante
juez Elpidio Silva le llevó de manera efímera a prisión hizo dura mella
en su carácter timorato. Blesa no era capaz de oponer a la adversidad ni
el temple de un Mario Conde ni las argucias de un Javier de la Rosa. La
caída en desgracia le venía tan grande como la opulencia. Era un hombre
débil al que la perspectiva de pasar una temporada mucho más larga en
la cárcel, mientras sus últimos seres queridos perdían todo su
patrimonio en los acantilados de la responsabilidad civil, se le hacía
absolutamente insoportable.
El escopetazo con que terminó su vida es la salva de angustia que
pone fin a toda una época no de esplendor sino de falso oropel. Hace
unos meses reconocí el rostro afable de María José Portela entre las
personas que acudieron a que les firmara mi libro sobre el trienio
liberal. Pensé que ella tenía la suerte de haber seguido siendo quien
era, pero que el título de La Desventura de la Libertad cuadraba muy bien con todo lo que había sucedido a su alrededor.
Ahora, fijándome en la desoladora soledad del crematorio que ha
despedido al exbanquero, me he acordado también de la maldición bíblica
que yo escuché de labios de Aznar, cual si se tratara del duque de
Monterone en el primer acto de Rigoletto: "Te quedarás sin
amigos, te quedarás sin familia, te quedarás sin honor y te quedarás sin
país". Iba dirigida a Villalonga, pero ha sepultado a Blesa.
(*) Periodista y editor de El Español
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