En 2008, Ángel María Villar llevaba dos décadas como presidente de la Federación Española de Fútbol y ya era una figura manifiestamente turbia.
El entonces presidente Zapatero se comprometió públicamente a sacarlo
del sillón. Para ello, el Gobierno dictó una norma que obligaba a
convocar elecciones en la federación, con una prohibición de que se
presentaran quienes llevaban determinado tiempo en el cargo.
Villar llamó en su auxilio al primo de Zumosol. Joseph Blatter, presidente de la FIFA,
se presentó en Madrid y amenazó con expulsar al fútbol español de todas
las competiciones internacionales. Era un farol evidente, pero
funcionó: el Gobierno socialista se comió su reglamento y Villar,
eufórico tras ponerlo de rodillas, proclamó chulescamente: “Llevo 20
años de presidente y si me da la gana seguiré 250 años más”. Hasta hoy.
Aquel episodio es un epítome de los dos males inmemoriales que
aquejan al deporte español: el feudalismo en sus estructuras y la
corrupción masiva e impune en su funcionamiento. A los que hay que
añadir el amparo de unos organismos internacionales del
deporte que son mandarinatos igualmente feudales y corruptos y una
sociedad narcotizada, a la que solo le interesa que le garanticen su
dosis cotidiana de espectáculo y de triunfos, adobada de retórica
patriotera.
Buenos conocedores de la historia aseguran que el
cáncer del deporte español, que ahora estalla, tiene su origen en los
Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. Aquellos Juegos fueron otorgados
en 1986, en una votación urdida por Samaranch, entonces
presidente del COI. Coincidió con la época de las grandes
transformaciones estructurales en España: todo, desde la sanidad a la
educación, pasando por las pensiones, la administración pública, la
industria o el sistema financiero, se reformó para adaptarlo a lo que
necesita un país democrático y moderno.
La nominación olímpica operó como un paralizante de cualquier cambio
en las estructuras oficiales del deporte. Todo se supeditó a la
organización del evento. ¿Quién iba a emprender cambios de fondo en la
gobernación deportiva cuando había que hacer frente al enorme reto del
92? Gran coartada. El poder omnímodo de Samaranch, una criatura del franquismo que caciqueaba a su antojo en el deporte mundial y en el español, tampoco ayudaba a la renovación.
Los
Juegos triunfaron, y después vino un diluvio de éxitos de deportistas
españoles, convertidos en estrellas mundiales. Ahí se terminaron las
ganas de cualquier Gobierno —si es que alguna vez existieron— de meter
mano a las podridas y obsoletas estructuras del deporte.
El deporte es el único sector de la vida pública española al que aún no ha llegado la transición democrática.
Sus federaciones son preconstitucionales, sus directivos son en su
mayoría presumidos zánganos cooptados por sus pares cuya única
aspiración es eternizarse en la poltrona, y nada diferencia a este Ángel
María Villar de aquel Pablo, Pablito, Pablete que José María García
hizo tristemente famoso.
Inmediatamente después vino una riada de dinero. Con la explosión de los derechos de televisión,
el deporte de competición se convirtió en un negocio fabuloso que mueve
miles de millones. En un contexto de ausencia total de controles y de
inhibición de los poderes públicos, floreció la corrupción.
Esto que afecta a todo el deporte se multiplica por 10 en el caso del
fútbol, por obvias razones de tamaño. Una federación podrida dirigida
por golfos apandadores, clubes arruinados por gestiones temerarias,
fichajes fraudulentos, futbolistas multimillonarios que estafan a
Hacienda y reciben tratamiento de héroes… El circo continúa y todos
felices, pero su patio trasero es un gigantesco estercolero.
El fútbol español —que se alimenta, entre otras cosas, de las quinielas y de subvenciones públicas— ha llegado a acumular una deuda superior a 1.000 millones de euros
sin que ningún Gobierno y ningún Parlamento se hayan sentido obligados a
exigir responsabilidades. Desde 1977 ha habido 13 secretarios de Estado
de Deportes: dos de UCD, cinco del PSOE y seis del PP. Por su
ejecutoria, pueden clasificarse en dos grupos: cómplices pasivos y
cómplices activos. Unos se han dedicado a disfrutar del cargo viajando
por el mundo, forofeando gratis y colgándose las medallas que ganaban
los deportistas mientras hacían la vista gorda. Otros decidieron
participar del botín, y no les extrañe ver cómo más pronto que tarde
alguno de ellos acompañará a Villar en su camino hacia los juzgados.
Para ser justos, hay que hacer una excepción. Entre 2012 y 2016, Miguel Cardenal y un equipo de funcionarios encabezado por Fernando Puig hicieron lo que no había hecho ninguno de sus antecesores: cumplir con su deber de supervisar el funcionamiento y las cuentas del
deporte español. Investigaron, abrieron los cajones para encontrar en
ellos una montaña de porquería, establecieron una colaboración estrecha
con la Fiscalía, sacaron de su modorra a la Agencia Tributaria… Hoy ya
no están, pero quienes los quitaron de en medio llegaron tarde, porque
la maquinaria policial y judicial se ha puesto en marcha y ya no se
detendrá.
Todas las revelaciones a las que hoy asistimos —y las
que vendrán— son el fruto de su trabajo. Gracias a él, los presidentes
de las tres federaciones más grandes (fútbol, baloncesto y tenis) han
sido empapelados y hasta 10 más están siendo investigados por la policía
y por la Justicia. Por cierto, hace solo unas semanas, el presidente
del Comité Olímpico Español ratificó a Villar en su comité ejecutivo y
se congratuló de la defenestración de Cardenal.
La lucha contra la corrupción en el deporte ha despertado.
Pero la política aún tiene una asignatura pendiente: hacer que sus
estructuras de gobierno atraviesen la barrera del sonido de la
democracia, aunque sea con 40 años de retraso. Que salgan del
feudalismo. Esa es la tarea del Gobierno y del Parlamento, y descorazona
comprobar que ningún partido, ni siquiera los que pretenden representar
la nueva política, se anima a dar el paso. Es mucho más fácil y más
agradecido poner tuits jaleando a Nadal.
Desaparecido el Politburó
del PCUS, quedan dos poderes en el mundo mundial que aún funcionan como
regalías medievales: el Comité Olímpico Internacional y la Curia
vaticana. Yo de mayor quiero estar ahí.
(*) Periodista
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