No cabía esperar otra cosa. El paro juvenil es
la almadraba del populismo más rancio donde hasta el pescador menos
avisado puede lanzar su arpón en la seguridad de que sacará a flote unas
cuantas frases plagadas de tópicos sobre las precarias condiciones de
vida de esa juventud sin futuro que, harta de la vieja política,
avergonzada de la corrupción de PPSOE, cabreada con el mundo, se echó al
monte un 15 de mayo y llenó la Puerta del Sol para, unos meses después,
alumbrar el nacimiento de Podemos y revitalizar la carrera política de
esa estrella mediática llamada Pedro Sánchez.
No es extraño, por eso, que la primera iniciativa del redivivo líder tendente a unir a Albert Rivera y Pablo Iglesias, agua y aceite, en torno a una eventual moción de censura capaz de desalojar a Mariano Rajoy
de la Moncloa, haya tenido por argamasa el cruel y manoseado tema del
paro juvenil. Sánchez, en efecto, ha planteado a Ciudadanos y Podemos un
“plan de rescate a la gente joven” como primer paso para acercar
posturas entre las “fuerzas del cambio”.
“La realidad de los jóvenes es muy dura”, ha dicho el renacido al día siguiente del Congreso del PSOE
que ratificó su victoria en las primarias. Ocurre que las cosas no son
exactamente como él las pinta. Tras la peor recesión de la historia de
la democracia, que significó la pérdida de casi 3,5 millones de empleos,
el crecimiento económico que se viene registrando desde 2014 ha logrado
recuperar a día de hoy casi 2,2 millones de aquellos empleos (el 65,6%
del total), con un número de afiliaciones a la Seguridad Social que
alcanza ya los 18.345.414, cifras
desconocidas desde diciembre de 2008.
En áreas del Gobierno se afirma
sin levantar la voz que la economía va “como un tiro”, algo que el Banco
de España acaba de reconocer al elevar al 3,1% el crecimiento del PIB
para 2017, de modo que no es aventurado afirmar que a lo largo de este
año y el siguiente España podría crear algo más de un millón de empleos
–se habla de 1,2 millones-, un acontecimiento capaz de cambiar el mapa
social de este país y sin duda también el político.
Se entienden las
prisas de Sánchez por derogar cuanto antes la reforma laboral de 2012,
una de las pocas cosas buenas que, aun incompleta y en parte frustrada
–a causa, entre otros motivos, del sabotaje al que la someten los jueces
progres de los juzgados de lo social, dispuestos a cargársela por su
cuenta-, cabe atribuir al Gobierno de mayoría absoluta del señor Rajoy. De modo que sí: el nuevo capo del PSOE debe cepillarse esa reforma antes de que una mayoría de parados encuentre empleo.
A pesar de que las cifras siguen siendo escandalosamente altas, la
realidad es que el paro juvenil ha registrado una caída de casi 10
puntos desde el inicio de la recuperación hasta ahora, al punto de que
puede decirse que, en materia de empleo, los jóvenes han sido los
principales beneficiarios del ciclo expansivo en curso.
Y ahí aparece el
bizarro Sánchez, pretendiendo “rescatar a los jóvenes” de no se sabe
muy bien qué. La santa compaña de la izquierda, a la que se incorporan
para la ocasión los fosilizados sindicatos, suele rebatir cualquier
mejora en el empleo con el argumento de su baja calidad: empleo precario
mal retribuido, razón por la que el general secretario se ha fijado
como objetivo “acabar con el precariado”.
Olvida, o quizá no sabe, que
tras una recesión como la padecida por España entre 2008 y 2013 es
técnicamente imposible recuperar de golpe los niveles de calidad de
empleo y de salarios previos, entre otras cosas porque los jóvenes
adolecen de dos problemas básicos que difícilmente se pueden resolver de
un plumazo: una menor productividad derivada de su falta de
experiencia, por un lado, y una pobre formación, generalmente
universitaria, que les inhabilita para lograr elevadas remuneraciones.
El deterioro de la formación del capital humano en nuestro país se ha
venido acelerando de forma dramática en la última década, y basta leer
los informes Pisa y observar el funcionamiento de las universidades
públicas para entender la situación. De acuerdo con la memoria sobre la
economía española obra del Directorio de Asuntos Económicos de la CE en
2016, el 68% de los jóvenes salidos de la universidad –a la que en
general llegan con una deficiente educación primaria y secundaria- no
reúne los requisitos mínimos exigidos para incorporarse al mercado
laboral, por lo que resulta utópico reclamar para ellos empleos de
calidad y altamente remunerados.
La tesis de que tenemos la generación
joven mejor preparada de la historia, condenada a emigrar o aceptar
empleos mal pagados, es un mito cuando no una soberana tontería.
Una ficción con la que los demagogos con mando en plaza intentan
aplacar su mala conciencia. La ficción de una escolarización masiva y un
fácil acceso a estudios universitarios no resuelve el problema previo
de la pésima calidad de la formación recibida y, por ende, su
incapacidad para satisfacer las necesidades de la demanda de las
empresas.
Pero ahí sigue la izquierda española, tratando de vendernos la mula
ciega de que la culpa es de los empresarios, unos malvados que se niegan
a dar trabajo, y además bien pagado, a unos jóvenes muy sabios que en
realidad no saben hacer la o con un canuto. ¿Simple cuestión de sadismo?
De modo que la burra de Pedro vuelve otra vez al trigo afirmando que
“hay que bajar las tasas universitarias y darle un impulso a las becas”.
Resulta en verdad difícil encontrar en el carcaj argumental de nuestra
izquierda una sola medida que contribuya a mejorar la empleabilidad de
los jóvenes y a procurarles ese empleo estable por el que dicen abogar.
Todas sus propuestas caminan de facto en la dirección contraria: la de
perpetuar la existencia de esa insoportable bolsa de paro juvenil.
Lo
explica a la perfección el catedrático Benito Arruñada:
“No sólo entra en la universidad un alto porcentaje de malos
estudiantes, sino que la mayoría de ellos acaba obteniendo el título por
muy poco esfuerzo que haga y muy poca formación que adquiera. En
consecuencia, las aulas cumplen mal su doble función de educar a los
estudiantes (creación de capital humano) y distinguir a los mejores
(producción de “señales” para el mercado de trabajo). La universidad
sólo sirve para aparcar jóvenes y fabricar frustraciones”.
Algo que parece importar un pimiento a esta izquierda atrabiliaria que
padecemos, y que podría decirse también a la desnortada derecha que
ahora ocupa el Gobierno. Una mayoría de padres españoles parece
encantada con la idea de tener en casa uno o varios titulados
universitarios, con habilidades, un suponer, que para nada reclama el
mercado de trabajo y cuyo futuro inmediato es el paro. Todos jugamos a
engañarnos. Y todos parecemos contentos.
¿Tiene sentido bajar unas tasas
universitarias que apenas cubren el 15% del coste real
de los estudios como media? ¿No sería pertinente que esas tasas
reflejaran mejor, con las ayudas que fuera menester, el coste real de
cursar una carrera, ello como forma de favorecer una competencia basada
en el talento y el esfuerzo personal? ¿No sería más adecuado elevar el
nivel de exigencia a la hora de conceder unas becas que ahora se
consiguen incluso suspendiendo?
Tal vez entonces España dejaría de tener
más titulados universitarios que la media de la UE, pero seguramente
estarían mucho más capacitados para conseguir un empleo de calidad y
bien remunerado.
Consecuencia de lo dicho es que nuestro mercado del trabajo viene
registrando una creciente polarización entre una minoría de jóvenes con
altos niveles de cualificación –aquellos cuyos padres se han podido
permitir el lujo de enviarlos a una universidad privada de prestigio,
dentro o fuera de España- capaz de acceder a los mejores trabajos y
obtener altos salarios, y una masa amorfa poco o mal formada que
difícilmente podrá tener acceso a esos empleos bien pagados, tendencia
que irá acentuándose conforme progrese la robotización de la economía.
Escuchar, desde esta perspectiva, a Pedritos y Pabletes
insistir en las medidas “adanistas” que la izquierda viene proponiendo
desde tiempo inmemorial para atacar el problema del paro juvenil no
puede resultar más lamentable. Reducir el nivel de exigencia
universitaria elevando la mediocridad a los alteres, regalar becas,
poner trabas burocráticas y legales al primer empleo, volver de hoz y
coz al rígido mercado laboral de antaño, sólo servirá para seguir
estabulando jóvenes en la gran tenada de parados que ha sido España en
la pasada crisis y que la reforma laboral de 2012 parece haber empezado a
cambiar.
La elevación del salario mínimo interprofesional (Real Decreto-ley
3/2016, de 2 de diciembre), por ejemplo, es la típica medida que la
izquierda suele vender como una gran victoria, cuando en realidad se
convierte en una peligrosa barrera que impide el acceso de los más
jóvenes al mercado laboral, y ello porque las posibles ganancias de
renta disponible derivadas de la subida del SMI se ven diluidas por un
descenso en la empleabilidad de quienes tienen una productividad
inferior al mismo.
En otras palabras, ese nuevo SMI deja fuera del
mercado laboral a los trabajadores menos productivos ab initio y con
menor experiencia. El empresario suele defenderse de la pérdida de
competitividad derivada de un aumento de los costes laborales
sustituyendo empleos por máquinas o simplemente dejando de contratar.
Dos no contratan si uno no quiere. Una verdad de Perogrullo que parece
difícil de entender por esa izquierda aficionada a los brindis al sol,
los postureos varios, las argumentaciones falaces, y la ración de pienso
diaria al we the people en formato televisivo. La alternativa es el
empleo público, pero esa fórmula ha demostrado tener las patas muy
cortas. ¿Será ahí adonde quiere llevarnos el gran Pedrito?
(*) Columnista y marino mercante
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